LA DONCELLA
DE LA CAPA ROJA
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Rowan era una bella muchacha, pero no era
como todas las jóvenes de su edad, ella tenía
algo que sin duda muchas de ellas hubieran envidiado y desearían
poseer: una manta roja que tenía la virtud de volverla
invisible cuando se la ponía sobre sus delicados
hombros.
Muchos pensarán que estoy mintiendo, pero así
era: cada vez que cubría sus hombros desaparecía
sin dejar rastro alguno, tanto así, que acostumbraba
divertirse tornándose invisible de cuando en cuando.
Se escabullía por ahí y tomaba algún
pastel que estuviera enfriándose en alguna ventana
o se escondía de su mamá cuando sabía
que iban a regañarla. Otras tantas veces olvidaba
que estaba con la manta puesta y se dormía bajo un
árbol, cansada de sus andanzas. Cuando despertaba
y volvía a casa saludaba a algún campesino
amigo que trabajaba los campos de trigo y casi le mataba
del espanto, entonces, riendo en silencio corría
hasta un lugar seguro y allí se despojaba de su manta.
Podría decirse que era feliz, como poca gente puede
decirlo, tenía todo lo que una muchacha podía
desear, sobre todo por su tesoro más importante,
que era aquel objeto. La había comprado a un viejo
que vendía cosas antiguas y que hacía unos
meses había visitado la comarca, sólo le había
costado unas manzanas que acababa de recolectar aquella
mañana, pues no tenía dinero. Cuando se la
ofreció el anciano no creyó sus palabras,
es más, el aspecto de aquel hombre, cubierto por
una gruesa capa azul y con un sombrero de alas anchas cubriendo
su cabeza encanecida, le había atemorizado un poco.
No se había atrevido a mirar con insistencia, pero
le pareció que a abundancia de males, le faltaba
el ojo izquierdo.
Como decía, no creyó mucho en sus palabras,
pero supuso que el anciano había viajado mucho, pues
su ropa estaba cubierta de polvo y debía tener hambre
y sed. Entonces le había ofrecido las manzanas y
el hombre las había aceptado.
Ahora la manta era su mayor tesoro, y no le había
contado a nadie que la poseía ¿Cómo
hacerlo?, ¡si hubieran intentado quitársela
de inmediato! Y sobre todo, ¡a veces es tan necesario
desaparecer!.
Fue una tarde como otras tantas cuando se puso su manta
y se dirigió a una fuente que manaba en el bosque.
Iba a lavar sus cabellos y peinarlos, para luego darse un
baño tras un día agotador. Acostumbraba ir
a aquel lugar oculta con su manta, de forma que nadie la
pudiera seguir. Sabía muy bien que algunos muchachos
y otros no tan jóvenes ya no dirigían sobre
ella miradas inocentes, sino que veían florecer en
su cuerpo a una mujer: si la hubieran visto ir a la fuente,
seguro que más de alguno habría caminado tras
sus huellas para ocultarse tras los arbustos y así
mirarla en silencio.
Con la certeza de no ser observada, descorrió la
amarra que afirmaba su camisón, el que cayó
suavemente sobre sus blancas caderas, dejando sus senos
al descubierto. Trabajosamente abrió uno a uno los
broches que sujetaban su vestido café. De haberla
visto, sin duda los mirlos habrían cantado a su belleza
perfecta, y los árboles, abatidos, habrían
reverenciado su belleza.
Lentamente entró en el agua, la frialdad recorrió
su piel, tornándola lívida y ruborizando sus
mejillas. Sólo una vez que ya la mitad de su cuerpo
estuvo bajo el agua se quitó la manta y la arrojó
a un costado. Había traído una jarra con un
bálsamo de miel y huevos que había preparado
la noche anterior. Con él, acarició su cuerpo
con sus manos y se sumergió completamente..
El baño duró unos minutos, una vez terminado,
se acercó a la orilla y secó su piel con una
toalla que había dispuesto en una roca bajo el sol.
Se cubrió con la manta y volvió a ser invisible,
entonces comenzó a desenredar su cabello con un peine
plateado que untaba en una vasija en la que había
traído aceite de almendras. Peinó sus cabellos
hasta la caída del sol pausadamente, pero de pronto
en un descuido, una gota de aquel aceite cayó sobre
uno de sus ojos. No le causó dolor, pero al limpiarlo
con su mano, tuvo ante sí una visión aterradora,
que la dejó paralizada por completo.
Frente a sí, donde antes había sólo
árboles, podía ver a una multitud de seres
monstruosos que danzaban y jugueteaban frenéticamente
alrededor: hombrecillos con narices puntiagudas y patas
de cabra que tocaban unas flautas pequeñas y agudas,
pequeñas mujeres aladas que revoloteaban alrededor
de los árboles, brillando como luciérnagas
multicolores, enanos toscos que montaban corceles blancos
y cubiertos con manchas rojas como vacas, y lo más
sorprendente de todo: un grupo de muchachas como ella peinaban
sus cabellos dorados bajo la luz de la luna que ya asomaba.
Parecía que aquellos seres tampoco habían
reparado en su presencia, hasta que uno de aquellos hombrecillos
la señaló con uno de sus dedos, reseco como
una rama de encina, y dijo algo ininteligible con su voz
chillona, a lo que todos los demás la miraron.
Retrocedió atemorizada, aún no comprendía
del todo lo que estaba sucediendo, pero al hacerlo aquella
visión terrible desapareció, como arrastrada
por una ráfaga de viento. Temerosa aún se
acercó hasta su ropa y la tomó, para luego
salir corriendo. No se detuvo hasta encontrarse lejos de
aquel lugar, y, sintiéndose aún recelosa,
se apoyó junto a un viejo roble y comenzó
a vestirse precipitadamente:
- No debes temer nada doncella -le dijo una voz grave,
desde algún lugar - no debes temer nada, aún
cuando invades mis tierras y te bañas en mi fuente.
Este bosque es sagrado, y en él nada te causará
daño.
La muchacha agradeció las palabras que y preguntó
cortésmente quién era aquel que le ofrecía
esas garantías.
- No debes temer nada doncella, soy el guardián
de este bosque y todo lo que hay en él me pertenece
y me debe obediencia.
- ¿Un dios? -preguntó Rowan.
- Un dios antiguo y felizmente olvidado por los humanos.
- Señor...
- No temas nada doncella, me presentaré ante tú,
y por repugnante que te resulte mi visión no corras,
si permaneces yo sabré premiar tu valentía.
Ya pasaron hace muchas generaciones los años en que
los hombres nos reverenciaban aquí en este bosque,
y nos entregaban presentes.
- Hace ya mucho tiempo que el hombre perdió su humanidad-
sentenció la doncella.
- Es difícil encontrar palabras sabias en labios
tan jóvenes, y te digo que tienes toda la razón.
Cuando el ser se asomó por entre los árboles
ella sintió mucho miedo, era más alto y fuerte
que un hombre y su piel era negra como el légamo
de un pantano. Algunas ramas y hojas salían de su
cuerpo y lo único brillante en él era su ojo,
el gran ojo resplandeciente que tenía en medio de
la frente. Entonces el gigante negro le explicó que
él era el Guardián de ese bosque, y que aquel
lugar estaba prohibido a los hombres mortales, y que lobos
feroces protegían el recinto, alejando a quién
tratase de entrar, pero que ella, al estar protegida por
su invisibilidad había podido entrar sin peligro.
Luego le explicó que no debía temer por lo
que había visto hacía un momento, ya que los
espíritus del bosque pueden ser vistos si se les
mira con un solo ojo, no como el común de la gente
que mira con los dos. Él, al tener sólo uno
la había podido observar a pesar de su invisibilidad.
Ahora bien, el único problema, le señaló,
es que los hombres han olvidado las lenguas antiguas y ya
no pueden comunicarse con seres distintos a ellos. Sacó
entonces una varita, como de avellano y tejió una
verde corona con flores blancas, resplandecientes como los
almendros cuando florecen. Le prometió que cada vez
que la usara comprendería las palabras de esos seres
y le invitó a visitarlos cuando quisiera, pues en
aquel bosque ella siempre sería bienvenida.
Entonces tocó un cuerno y apareció entre
el ramaje un lobo gris de aspecto fiero, se acercó
hasta el gigante y se detuvo junto a él, llevaba
en su hocico la manta, que la muchacha había dejado
olvidada al huir. A una orden del gigante la depositó
a los pies de la muchacha que agradecida la tomó
en sus manos, y feliz se despidió y se retiró
de aquel lugar.
Desde entonces, y de cuando en cuando visitaba aquel lugar,
y danzaba y jugaba alegremente con los seres del bosque,
bebía leche endulzada con miel y reía hasta
despuntar el sol. Nadie nunca la veía salir ni entrar,
pero ella siempre podía estar allí, y como
en aquellos lugares el tiempo trascurre más lento
que en las tierras de los hombres mortales, verdaderamente
se puede decir que su felicidad duró largos años,
más de lo que cualquiera podría imaginar.
Hubo una vez, hace tanto tiempo que en el mundo aún
no existían las flores, una hermosa niña que
vivía en un tranquilo valle situado a los pies de
las montañas. Su nombre era Audrey, y era reconocidamente
la más bella en toda la comarca. Tanto era así,
que muchos jóvenes guerreros recorrían largas
distancias en medio de los bosques y se exponían
a grandes peligros sólo para verla y comprobar con
sus propios ojos lo que todo el mundo comentaba: que ella
era la más hermosa doncella jamás vista.
Sin embargo todas estas cosas tenían sin cuidado
a Audrey. Ella se entretenía en las labores que su
madre le encomendaba y que a su edad eran apropiadas para
prepararla en como ser una buena esposa: buscar agua en
el río, recoger bayas silvestres y recolectar huevos.
Cuando terminaba su trabajo temprano, se dedicaba a pintar
vasijas de barro junto a otras chicas que vivían
en las proximidades, o bien, si había lana suficiente,
pasaban tardes enteras tejiendo mantas, aunque era poco
lo que lograban hacer, ya que en las tierras en las que
habitaba la muchacha anochecía muy temprano, y no
quedaba más que recogerse cerca del fuego de la hoguera
y contar historias.
Su padre era un gran guerrero y era reconocido en todas
las comarcas vecinas por su gran valor, y por ello, muy
pocos hasta el momento se habían considerado dignos
de pedir la mano de Audrey en matrimonio, y los que lo habían
hecho, habían recibido un no por única respuesta,
pues su padre, aunque sabía que tarde o temprano
ella tendría que marcharse, no quería separarse
aún de su hija, y mientras pudiera evitarlo lo haría.
Sucedió sin embargo que todos los días desde
el alto volcán la observaba Mowan, un antiguo gigante
de la escarcha, quien esperaba pacientemente que la muchacha
creciera para llevársela consigo a su mansión,
pues la quería para sí como esposa. Así
transcurrieron uno o dos años, y a él esto
no le incomodaba en lo absoluto, ya que se entretenía
en verla crecer, como quien observa un fruto madurar lentamente
al sol, esperando el momento propicio para saborear toda
su dulzura, además, para quién había
vivido desde que el mundo existía y aún antes,
un par de años no significaban nada.
Una mañana de invierno, uno de los más fríos
que se recuerde, Audrey peinaba sus cabellos negros y los
trenzaba mirándose en la escarcha que se había
formado en una charca cercana al río. Estaba envuelta
en una gruesa manta de lana y había salido a buscar
el agua que le había solicitado su madre y se había
entretenido mirando su reflejo sobre el cristal. Mowan se
acercó silenciosamente hasta pararse tras ella y
entonces le habló:
- No temas Audrey, soy un guerrero amigo de tu padre, que
hacía muchos años que no visitaba estas tierras,
por lo que no debes recordarme.
- Si eres un amigo de mi padre también lo eres de
mí. Dime buen hombre, si puedo ayudarte en algo,
la hospitalidad de mi casa es ahora contigo.
- Has dicho muy bien doncella, pero lamento decirte que
no es a mi a quien debes dar servicio, sino a tu familia.
- ¿Qué ha pasado? Habla, que me asustas
- En tu ausencia un grupo de enanos ha atacado a tu familia
en venganza por las muertes que les ha ocasionado tu padre,
tan buen guerrero, y los han capturado para hacerles daño
junto a los otros como si de animales salvajes se tratara.
Ahora también a ti te buscan, por lo que he venido
para llevarte a un lugar seguro.
La doncella, que no conocía la maldad aún,
pues era toda pureza, no dudó en las palabras del
extraño, y quiso ir en ayuda de sus padres, pero
Mowan con palabras inteligentes la convenció que
haría mejor protegiéndose, ya que sus padres
morirían de pena si algo le pasaba a ella. Ya habría
tiempo, le explicó, de reunir a un grupo de guerreros
para rescatarlos. Además, debido a su belleza, no
faltarían muchos, dispuestos a arriesgarse por ella
con tal de ganar su favor y el de su padre.
Así fue como con los ojos llenos de lágrimas,
se dejó arrastrar de la mano por Mowan hacia las
montañas, una vez allí, el malvado espíritu
desenmascaró sus ambiciones. Audrey nada pudo hacer,
pues fue encerrada en una profunda caverna por los sirvientes
del gigante. Gritó desesperada pidiendo ayuda, pero
nadie pudo oírla, lloró desconsoladamente
durante días, pero nada consiguió. Sólo
la nieve se compadeció de ella en la montaña
y lentamente fue cubriéndola con su manto para acogerla,
transformándola de esta forma en hielo.
Pasados unos días, Mowan pensó que la muchacha
ya se había cansado de llorar y pedir ayuda, resignándose
a su destino. Fue a verla, pero todo lo que encontró
fue hielo. Loco de rabia gritó muy fuerte creyendo
que la doncella había logrado huir. Tronó
y dejó caer su furia sobre toda la comarca, pero
nada consiguió, salvo que la Lluvia, que dormitaba
por ahí cerca despertó asustada por la furia
del Señor y raudamente de dejó caer sobre
el valle y las montañas, creyendo que Mowan solicitaba
su presencia. Sin darse cuenta, Lluvia fundió el
hielo de los montes y con él a la doncella, arrastrándola
hacia abajo convertida ahora en un débil y cristalino
riachuelo.
Pero este no fue el fin de Audrey, como muchos pudieran
creer. Ella cobró vida en todas las plantas, y en
todas las gotas de rocío. De tanto en tanto crece
dentro del césped verde y se deja acariciar por el
sol primaveral, y es entonces, cuando agradecida dirige
su mirada al cielo, mostrando sus ojos brillantes como las
más bellas flores, rebosantes de colores y perfume.
Desde entonces, las flores existen en el mundo.
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