ESTADO Y POBREZA: DOS IDEAS TENAZA

Roberto Laserna

Los últimos años han puesto en evidencia que prevalecen entre nosotros algunas ideas que atenazan nuestras energías colectivas. No las duermen o distraen. Al contrario, las recuerdan y despiertan pero de una manera tal que nos impiden avanzar, que nos inmovilizan o que nos entretienen en estallidos estériles e improductivos. Ahí está la energía, la tenemos, pero no la utilizamos constructivamente porque estamos atenazados por algunas ideas como la de Estado y la de pobreza.

El Estado que todo lo puede

La idea de Estado que prevalece en el país es aquélla que emergió desde la guerra del Chaco y se hizo finalmente realidad en 1952. Fue alimentada también por el debate ideológico internacional, nutriéndose de los argumentos y las experiencias tanto del nacional-socialismo como del comunismo soviético. Es la idea que define al Estado como el principal constructor de la nación y el principal productor del desarrollo, como la estructura institucional y productiva que concentra los poderes de proteger, invertir, emplear, distribuir.

Esta idea se concretó en Bolivia con las nacionalizaciones, mediante las cuales el Estado accedió al control del excedente económico generado por la explotación de los recursos naturales. Se suponía que ese excedente debía utilizarse para promover el desarrollo pero terminó orientándose a satisfacer las demandas y presiones de los grupos organizados de la sociedad, hasta que los recursos se agotaron o se agotó la posibilidad de seguirlos explotando de la misma manera.

Durante años el Estado fue en Bolivia el principal inversionista y empleador, y la fuente primordial de subvenciones que beneficiaban a quienes mayor capacidad de presión podían ejercer. Los empresarios agroindustriales del oriente más que los colonizadores de Yungas. Los trabajadores mineros más que los campesinos. Las universidades más que las escuelas rurales. Los empleados públicos más que los artesanos e informales urbanos.

Ese Estado contribuyó a la formación de una cultura rentista en el país. Impulsó a todos a demandar la atención del gobierno y los recursos públicos pero sin que ello nos comprometiera a contribuir a generar o aumentar esos recursos. En otras palabras, creó en nosotros la idea de que tenemos derecho a recibir el apoyo, la protección y los servicios del Estado, pero no la obligación de contribuir con impuestos a la bolsa común. Nos llegamos a convencer de que esa bolsa común es la naturaleza, llena de riquezas que el Estado simplemente debía explotar para distribuir. Y como además desde niños nos enseñan a pensarnos como "pobres pero sentados en silla de oro", esta idea de Estado encuentra en nuestra mente otras que le son compatibles y la refuerzan.

Pobre: el que nada tiene nada puede

Una de esas ideas es, como lo anticipé, la de pobreza. Nos hemos definido como un país pobre y lleno de pobres. Y hemos aceptado incluso con entusiasmo que los organismos internacionales de cooperación nos ubicaran en esa categoría.

Esto no sería problemático si no fuera que la noción prevaleciente de pobreza que tenemos es absoluta y está asociada a la de víctimas. En la Bolivia actual pensamos que pobre es el que no tiene pero también el que no puede, sea porque le quitaron, robaron o saquearon recursos –recuérdese también que leemos nuestra historia como la de un despojo permanente-, o porque no le dejan y se lo impiden. Pobre, en definitiva, es quien necesita de la compasión y ayuda de los otros. Y no distinguimos entre pobres y mendigos.

Prueba de esta visión podemos encontrarla en todo el debate reciente sobre el HIPC y la lucha contra la pobreza, que nos ha concentrado en discutir de qué manera el Estado y la cooperación internacional van a luchar contra la pobreza y cómo van a sacar a los pobres de esa situación, y al hacerlo se los ha definido como "actores pasivos".

Esta definición de pobreza no tiene matices. Por eso tampoco permite reconocer que la pobreza es una noción relativa que solamente tiene sentido cuando permite precisar de qué recursos se carece para enfrentar los riesgos que más nos amenazan y hacen vulnerables.

Lo que es peor, es que se trata de una definición que tiende a inmovilizarnos en espera de la compasión y la ayuda, o en el mejor de los casos a movilizarnos pero solamente para exigir esa ayuda a la que, como víctimas, creemos tener derecho.

La responsabilidad nos hará libres

No es difícil observar que ambas ideas, la del Estado-actor y la del pobre-víctima, se complementan y refuerzan mutuamente, actuando de manera combinada como una tenaza que inmoviliza nuestras energías y nos disocia como personas y como colectividad del esfuerzo creador que exige el desarrollo.

Atrapados por esta misma tenaza estamos todos, como lo mostraron con claridad los conflictos del año pasado. El gobierno que hizo de la lucha contra la pobreza su bandera y los kataristas que quisieran comandar una insurgencia, la Coordinadora del Agua y los empresarios, los maestros y los regantes, los militares y los cívicos, los partidos grandes, los chicos y los nuevos, que se dicen anti-sistémicos. En esta tenaza quedaron atrapados el Diálogo II y el Jubileo 2000 y dentro de sus límites se inscriben también los reclamos sobre "los recursos de la capitalización", que llegaron y se invirtieron pero a muchos todavía les parece inconcebible que no hayan pasado por manos del Estado. Y la cuestión de la Constituyente puede también comprenderse en esta lógica, que propone reconstruir al Estado –refundarlo dicen- para que nos salve y salve a los pobres. Somos todos prisioneros de esa tenaza ideológica y al parecer ni siquiera sentimos todavía la urgencia de liberarnos de ella.

Vale esta reflexión para recordar una antigua tesis que afirma que el desarrollo es, ante todo, un fenómeno cultural, un proceso de cambio social y económico que solamente puede ocurrir si es que asumimos nuevos valores y rompemos con viejas ideas.

No se trata de abolir el Estado, que seguirá existiendo y tendrá que desempeñar funciones importantes de promoción y defensa del interés público y del bien común, pero sí de abolir la idea de que hacer desarrollo es su deber y tarea exclusiva. Y tampoco se trata de ignorar una realidad de injusticias y exclusiones, de abusos y explotación, sino de evitar la autocompasión que nos inmoviliza en la creencia de que son otros, siempre otros, los culpables.

Para empezar a liberarnos de esa tenaza está otra idea, la del ciudadano como sujeto, individual y social, capaz de asumir y ejercer responsabilidades frente a un destino que se construye cada día y en todas partes.

(Publicado en Los Tiempos, Cochabamba, 18 de febrero del 2001)

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