Los Tiempos, 16/02/2003; La Razón,
18/02/2003
Cambiar el modelo... de ciudad
Roberto Laserna
Protestas sociales que anticipaban un rechazo al proyecto económico del Gobierno,
aun antes de que fuera explicado y comprendido, un motín policial motivado
inicialmente por demandas gremiales, la insolente travesura de los colegiales
en la plaza Murillo, el oportunismo político de los nuevos caudillos populistas
y los ataques destructivos con saqueos, aparecen unidos en una semana dura.
Aunque coincidieron en tiempo y espacio,
hubo en ese acontecimiento muchas y diversas historias, motivaciones y causas.
El conflicto tiene varios
rostros.
La primera tentación busca fusionarlo todo
en una sola explicación. Simplificamos los hechos para hacerlos comprensibles,
pero así corremos el riesgo de resaltar sólo los aspectos que respaldan lo que
ya sabemos o lo que preferimos creer. Peor aún, a veces nos confunde el
discurso del actor.
Los hechos deben desagregarse para
comprender su compleja trama e identificar lo que los une y lo que los
diferencia. Reducirlo todo al proyecto de impuestos que el Gobierno había
anunciado que mandaría al Congreso es nublar el análisis con la mayor
simplicidad. El impuesto no había sido aprobado, no afectó todavía a nadie y en
caso de aprobarse tampoco iba a afectar a la mayor parte de los grupos que se
pronunciaron en contra. Además, era sólo una de las caras del proyecto del Gobierno.
La otra, que muchos se empeñaron en ocultar, tenía que ver con el mantenimiento
del empleo en los sectores de educación y salud y el aumento de la inversión
pública para reactivar la economía.
Por eso mismo es difícil de comprender el
motín policial solamente como una protesta gremial, salvo si se recuerda lo
ocurrido en abril del 2000, cuando los policías aprovecharon su capacidad de
presión acrecentada por la tensión social para arrancar al gobierno de Banzer
muchas más concesiones que cualquier otro grupo social. Esta memoria pudo haber
convencido a las bases, pero los líderes de este movimiento lo plantearon con
tal radicalidad que parece evidente que no buscaban una salida negociada. El oportunismo político de algunos partidos y
caudillos no sólo ha puesto en evidencia su escaso compromiso con la democracia
sino también su falta de responsabilidad social. A través de sus consignas han
tratado de pintar con sus colores los hechos para apropiarse de ellos y
orientarlos en la dirección que creían que los iba a beneficiar. Apenas
actuaron como encubridores, poniendo en boca de los manifestantes una
justificación de sus actos, que a unos permite tratar los saqueos como actos de
protesta contra los impuestos y por la renuncia del Presidente, que otros ven
como actos de protesta “contra el modelo”. Sin descartar las hipótesis de una
conspiración contra el orden democrático, ni las que ponen de relieve el
malestar social frente a la crisis, pues hay evidencias que las respaldan, me
parece necesario analizar por separado los saqueos.
Los saqueos: violación de la
ciudad.
Éstos no fueron una expresión más de la
movilización política, por mucho que vocearan sus consignas; y tampoco podrían
explicarse solamente por la teoría de la conspiración, por mucho que algunos
hubieran actuado estimulados por una promesa monetaria. Participó en ella
demasiada gente. Para entender los saqueos necesitamos hipótesis que no se
pierda en las consignas de los saqueadores ni en explicaciones simplistas —o
políticamente interesadas— como la de que estaban motivados por la pobreza, la crisis
o la lucha contra el 21060, el neoliberalismo o la globalización. ¿Qué puede
explicarnos que los protagonistas fueran en su mayor parte jóvenes, todos
probablemente con 10 o más años de escolaridad, mezclados con ladronzuelos,
pandilleros y marginales? ¿Por qué canalizaron sus energías hacia la
destrucción de la propiedad pública? ¿Por qué vivieron la destrucción como una
fiesta?
En abril del 2000 Cochabamba vivió una
situación parecida, cuando una mezcla de jóvenes escolarizados y callejeros se
apropiaron de una protesta que les era absolutamente ajena. Venían de barrios
donde las tarifas del agua no tenían sentido porque carecían de agua, y su
lucha se convirtió en un acto de posesión violenta sobre la ciudad.
Hace 10 años la ciudad de Los Ángeles ardió
durante cinco días con revueltas y saqueos, sin 21060 ni impuestos de por
medio. Eran jóvenes negros y latinos, unidos a pandilleros y rateros, que
quemaron tiendas de coreanos, asaltaron supermercados y destruyeron toda la
propiedad pública que pudieron. En febrero de 1975 una huelga policial abrió
las puertas de un saqueo violento que dejó el centro de Lima prácticamente
destruido. ¿Qué hay de similar en estos acontecimientos tan distantes en tiempo
y espacio?
Una característica común es que esas ciudades
vivían en ese momento un acelerado crecimiento debido a la migración. La ciudad
cambia muy rápidamente y sus pobladores residen en barrios muy diferentes,
segregados, pero se encuentran, con recelo, en núcleos espaciales de trabajo y
comercio. Los migrantes son en general innovadores y dispuestos al cambio, pero
viven una experiencia dura de desarraigo y adaptación. Han sido atraídos a la
ciudad pero la ciudad es aún un territorio hostil, que no les pertenece.
Quieren ser parte de ella y ser reconocidos por ella, pero no saben muy bien
cómo lograrlo. La aman y la odian al mismo tiempo. Saquearla y destruirla,
desafiar a quienes temen porque parecen ser los dueños, es una manera de poseer
esa ciudad. Quieren integrarse y ser parte de ella, pero la sienten todavía
ajena y fría. La golpean para ablandarla, aun sin saberlo y ciertamente sin
poderlo decir.
Los saqueos no fueron parte del movimiento
político, ni en relación a la cuestión inmediata del impuesto o la crisis, ni
en relación “al modelo” económico o político. No podemos engañarnos en eso. Más
allá de la política económica o de la crítica a la democracia, lo que ellos han
puesto de manifiesto han sido las debilidades y limitaciones del modelo de ciudad
que hemos estado construyendo. Frente a eso, de poco sirve dialogar sobre el
presupuesto o profundizar la representación política, que tal vez resuelvan
otros problemas también presentes en el conflicto. Para cambiar el “modelo de
ciudad” se necesita poner en marcha políticas urbanas más receptivas, acogedoras
y amigables que faciliten la adaptación de los migrantes, de modo que todos
sientan, más rápidamente, que la ciudad es suya. Que la alcaldía y la plazuela
les pertenecen, que los servicios públicos les son necesarios, que las
bibliotecas les sirven. Para que una ciudad que crece rápido tenga sentido, hay
que producirlo deliberadamente e involucrar a todos en la producción de esos
sentidos. Las alcaldías tienen que hacer mucho más que limpiar escombros y
poner los basurales en su sitio.