EL PODER DE LAS REGIONES
Roberto Laserna
En memoria de Chacho Justiniano
El poder de las regiones produjo la democracia en
los 80 y resurge ahora para defenderla. Aunque algo exagerada,
por omitir detalles y matices, esta afirmación es fundamentalmente cierta. Cuando
los comités cívicos rechazaron a García Meza y reivindicaron
Hasta la reconquista de la democracia, lograda
finalmente en 1982, la resistencia a las dictaduras, heroica y tenaz como la de
los sindicatos, apenas lograba reemplazar a uno por otro caudillo, casi siempre
militar. En la confusión ideológica de una izquierda que ya entonces no
distinguía entre nación, Estado y pueblo, la democracia solamente tenía lugar como
un episodio pasajero, una coyuntura que permitía ganar fuerzas para tomar, como
se decía, el cielo por asalto, y degollar al enemigo.
Los comités cívicos
Las fuerzas regionales, organizadas en torno a
los comités cívicos, fueron convirtiéndolos poco a poco en verdaderos espacios
de concertación, donde empresarios y obreros, profesionales y sindicalistas,
hombres y mujeres inquietos y comprometidos con sus comunidades, podían eludir
la persistente represión política y debatir acerca del desarrollo, la relación
entre economía y política, los desafíos de la pobreza y de la exclusión. Así,
los comités cívicos, que en muchos casos nacieron bajo el impulso de las élites y bajo la protección de grupos locales de poder, fueron
ampliándose, incluyendo a otros sectores y ganando vida democrática. Al
hacerlo, obligados por el carácter regional de su discurso, fueron también
ampliando sus demandas y reivindicaciones.
Este proceso fue lento en los años 50,
dominados por el MNR y su fuerte vinculación con los sindicatos obreros y
campesinos, pero se hizo muy intenso y nítido en el septenio banzerista (1971-1978), que reprimió toda forma de
organización social menos la que se cobijaba en los comités cívicos.
Había entonces, por supuesto, una relación de
mutua conveniencia. Al gobierno de Banzer le
interesaba tener válvulas que aliviaran la presión, y a los comités les
convenía ser reconocidos como interlocutores en la toma de decisiones. Pero no
hubo manipulación ni control. De hecho, fue un mal cálculo de Arce Gómez el que
marcó el vuelque definitivo de los comités hacia la democracia. Quiso
aglutinarlos en un comité cívico nacional ofreciéndoles compartir el poder a
cambio de renunciar a su independencia, y lo que obtuvo fue un valiente portazo
del único prefecto civil de entonces, el dirigente cívico cruceño Oscar Román
Vaca, en cuyo militante anticomunismo confiaban García Meza y Arce Gómez para
manejar al resto. Grave error, Román Vaca no estaba dispuesto a venderse al
centralismo bajo ningún pretexto.
Constitucionalismo
emergente
Poco después eligieron presidente del Comité
Cívico en Santa Cruz a Percy Fernández, y su
principal acto fue publicar
La demanda por la descentralización animó el
debate político, aportando con una propuesta específica a la lucha por la democracia.
Ésta dejó de ser un simple peldaño en la lucha de los sindicatos o una
reivindicación defensiva de los políticos, y empezó a tener un contenido
institucional concreto, una propuesta específica de reforma del Estado.
Descentralizar el poder era democratizar su ejercicio cotidiano, algo mucho más
profundo y duradero que el mero ejercicio electoral.
Con la bandera de la descentralización y en
torno a los comités cívicos, amplios grupos de empresarios, profesionales y
sectores de clase media se unieron a los grupos obreros y campesinos que
luchaban por la democracia, y le dieron a ésta una nueva vitalidad.
El gobierno de Siles Zuazo esquivó como pudo la demanda descentralizadora, y
nunca dejó de sentirse amenazado por los comités cívicos. Cada reunión que
celebraban sus dirigentes era interpretada como preludio de un posible golpe, y
cuando se planteaba con fuerza la descentralización se recuperaba el fantasma
del separatismo. En el gobierno de Paz Estenssoro se canalizó la demanda hacia
las municipalidades, convocándose a elecciones y creando espacios políticos
locales en torno a los Concejos Municipales. En la gestión de Paz Zamora volvió
a plantearse con fuerza la descentralización y aparentemente el gobierno
MIR-ADN estaba de acuerdo. Se formó una comisión cívica y multipartidaria para concertar
un proyecto de Ley que llegó a aprobarse en grande en el Senado. Como alguien
dijo entonces, si no quieres tomar una decisión, manda el tema a una comisión.
El gobierno Sánchez de Lozada-Cárdenas
retomó el tema, canalizándolo hacia una radical y profunda reforma municipal
que transfirió recursos y poder a las alcaldías, ampliando al mismo tiempo los
mecanismos de participación ciudadana en ellas. Pero la descentralización
departamental encontró un candado en la reforma constitucional pactada
entonces, pues se avanzaron detalles reglamentarios que en los hechos limitaron
el papel político de las prefecturas a simples bisagras entre el gobierno
nacional y los municipales. Esto fue ratificado por una Ley de
Descentralización.
Los comités cívicos, como otras organizaciones
sociales, habían sido desplazados de la arena política, institucionalizada en
el parlamento, los consejos departamentales y los concejos municipales, que era
ocupada por los partidos. Hasta que sobrevino la crisis de los partidos,
animada tanto por sus pugnas y errores como por el embate contestatario que las
aprovechó con eficiencia, y volvieron entonces las organizaciones sociales al
centro de la arena.
Autonomía ya!
La descentralización aludía a un espectro
amplio de situaciones y se prestaba a múltiples interpretaciones, tal como se
lo había podido comprobar entre 1981 y 1995. Por eso, cuando volvió a
plantearse, se lo hizo con un nuevo ropaje: autonomía. Ella proporciona,
además, una imagen mucho más atractiva y vigorosa de lo que se desea, y ajusta
la idea de la descentralización a un modelo institucional mucho más preciso.
El camino recorrido en estos últimos años está
fresco en la memoria y no hace falta referirlo. Están los nuevos estudios sobre
viabilidad de las autonomías, los proyectos formulados, el referéndum, los
cabildos y, ahora, los proyectos de estatutos autonómicos. Como hace un cuarto
de siglo, la demanda nace de Santa Cruz, cuenta con un amplio y fuerte respaldo
de fuerzas regionales, y se postula como un proyecto de realización de la
democracia.
Es cierto que a momentos da la impresión de que
la autonomía es una trinchera defensiva que erigen las fuerzas más liberales
del país, asentadas en las regiones más abiertas y donde se ha desarrollado una
economía de mercado más integrada y, por tanto, parece sobre todo una
estrategia coyuntural destinada a evitar el avasallamiento estatista
que anima a una fracción del gobierno. Es posible que algo de eso tenga. Pero
cuando se recuerda, como lo hemos hecho acá, la historia política de la
autonomía, no hay lugar a engaño. Esta demanda tiene raíces muy profundas y una
genealogía y proyecciones que son auténticamente democráticas.
A mayor descentralización, mayor democracia,
decíamos en los 80. La experiencia de los municipios ya nos lo demostró, pero
ha resultado insuficiente para desalentar la tentación autoritaria y
centralista que parece intrínseca al estatismo. Es indudable que esa tentación
está presente en el gobierno actual ya que en el MAS
hay por lo menos una fracción importante que tiene vocación totalitaria. Basta
observar la desaparición del concepto de república en el proyecto de reforma
constitucional que aprobó la mayoría oficialista, y registrar la ampliación de
roles al Estado y su definición total, que absorbe incluso la idea de nación,
donde antes podía reconocerse la sociedad.
Obviamente, esa no es la única fracción en el MAS, pues de otro modo no se habrían incorporado elementos
de populismo indigenista que también socavan la concepción autoritaria y
centralista, dando a la gestión de gobierno y a su proyecto constitucional esa
imagen desordenada y contradictoria. Pero éstos son elementos que contienen otros
riesgos, tan peligrosos como el autoritarismo, porque hacen de las identidades
étnicas el fundamento de la organización política, exactamente como lo hizo
Toledo en la colonia, exacerbando la discriminación cultural y el racismo.
Las autonomías departamentales, en la medida en
que transfieren capacidad de decisión a las sociedades regionales y las
reconocen referidas a un territorio, son más abiertas e incluyentes, y encuentran
su sostén en la voluntad de las personas, en los ciudadanos, sujetos políticos
primordiales y fines últimos de la democracia. Esa es su fuerza y de ahí nace
el poder que las regiones muestran hoy.
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