Nacionalismo sin nación
Roberto Laserna*
Bolivia es una nación inconclusa o incompleta. Son
muchos los estudiosos que lo afirman. Algunos van más lejos y simplemente dicen
que no es (todavía) una nación. Siguiendo ese razonamiento, se diría que es un Estado
sin nación. Pero también es un país lleno de nacionalistas. Tan poca nación
para tanto nacionalismo quiere decir que éste es o bien estéril, o bien falso.
Tal conclusión puede parecer excesiva; algunos incluso
la encontrarán ofensiva. No está en mi ánimo exagerar ni ofender, pero sí lo
está el provocar una reflexión que contribuya a comprendernos a nosotros
mismos.
Para ilustrar esta problemática veamos dos casos: el
ALCA y la capitalización. Durante años, quizás décadas, hemos vivido inundados
de productos extranjeros, una gran parte de ellos provenientes de EEUU. Nuestro
nacionalismo no nos ha impedido consumir esos bienes de contrabando ni tampoco
imitar los patrones de consumo generados afuera. Las barreras arancelarias no
sirvieron para proteger nuestras industrias ni nuestra agricultura, y mucho
menos para mejorar su capacidad competitiva. Con o sin aranceles elevados, la
nuestra ha sido una economía siempre abierta y vulnerable. Y durante años hemos
reclamado la oportunidad de exportar hacia ese enorme mercado que existe en
Norteamérica, donde los productores sí gozan —con aranceles, controles
sanitarios y subvenciones— de una protección efectiva y real de su Estado. La
eliminación de esas barreras ha sido por mucho tiempo una reivindicación de los
productores latinoamericanos, y por eso las iniciativas de libre comercio
encontraron siempre resistencia en los gremios laborales y en los productores
protegidos de EEUU. No es extraño que quienes más se oponen al ALCA sean los
nacionalistas yanquis.
Los tratados de libre comercio, en estos momentos y si
se negocian adecuadamente, pueden equilibrar las oportunidades. Nuestra
economía ya es abierta, nunca pudo ser muy cerrada, de modo que la obligación
de la apertura pesa más para los otros que para nosotros. Pero he aquí que el
nacionalismo discursivo renace para definir al ALCA como una nueva amenaza,
como si por la magia de las palabras fuera a aumentar la capacidad competitiva
que las empresas transnacionales ya tienen.
La capacidad que les permite llegar a nuestros
mercados radica menos en los tratados que en su tecnología, pues los aranceles
que podamos o no establecer no son obstáculos para ellas. Los que sí pueden
ganar son nuestros productores, que podrán combatir y denunciar con mayor
eficacia las subvenciones que el Gobierno de EEUU otorga a los suyos
(tabaqueros, algodoneros, soyeros y ganaderos, entre otros). Quien diga que
esto no ocurrirá no sabe que la Organización Mundial de Comercio ya multó a los
EEUU con cuatro mil millones de dólares, por denuncia de los campesinos
europeos perjudicados con las subvenciones.
Que el ALCA entraña riesgos es algo que no se puede
negar pero también ofrece oportunidades, y dependerá de nosotros el saber
aprovecharlas. Entre ellas está la de atraer inversiones y generar empleos
aquí. Y quienes interpretan esta posibilidad como una amenaza de explotación de
la fuerza laboral boliviana deberían comparar los ingresos de un trabajador
asalariado con los de un pequeño campesino, o los de un obrero en la industria
de punta con los de un artesano de la microempresa. Ellos son la nación de
carne y hueso en la cual debiéramos pensar.
El otro caso que exacerba el nacionalismo es el de la
capitalización. Aún hoy no faltan quienes, confundiendo al Estado con la
nación, lamentan la entrega de nuestras empresas al capital extranjero,
olvidando que éste llegó con inversiones que, entre otras cosas, han convertido
la promesa del gas en una realidad. Ahora somos socios de esas empresas; no de
manera abstracta a través del Estado, sino de un modo muy concreto, a través
del Fondo de Capitalización Colectiva que administran las AFP. El Bonosol se
financia con las utilidades de este Fondo —son acciones— o con su venta
paulatina.
Lo que el Gobierno propone ahora es que las acciones
de este Fondo no se vendan a cualquier postor, sino a los bolivianos mismos,
usando para ello los ahorros de jubilación que están en el Fondo de
Capitalización Individual. Así pues, es equivocado pensar que nuestras
jubilaciones subvencionarían el Bonosol, pues en verdad serían invertidas en la
compra de acciones de las empresas capitalizadas.
Es sorprendente que los nacionalistas no apoyen la
propuesta gubernamental que, en los hechos, permitiría que por lo menos la
mitad de esas empresas siga en nuestras manos y no pase, como ellos temían, a
control del capital extranjero. Algunos afirman que los ahorros de largo plazo
"son sagrados" y no deben tocarse. Pero si así fuera perderían valor,
por lo que deben invertirse para generar utilidades. Toda inversión es
incierta, pero un nacionalista de verdad tomaría en cuenta, además, el
beneficio político que representa mantener la participación boliviana en las
empresas.
En este marco, es comprensible que el MIR apoye la nueva
forma de financiar el Bonosol, pues avanza en su propuesta electoral de
"Recuperar Bolivia para los bolivianos". La que no es comprensible es
la actitud de quienes antes se opusieron a la capitalización y ahora se oponen
al Bonosol que, financiado como lo plantea el Gobierno, evitaría que esa
presencia crezca y daría al mismo tiempo un beneficio contante y sonante a los
ancianos.
Este nacionalismo sin nación ni seres humanos, que es
más de forma que de fondo, no es solamente el resultado del patrioterismo
cultivado en las horas cívicas y en los desfiles. Es también una tentación
permanente para los demagogos, que lo remueven y lo agitan para ganar
popularidad. La nación tiene sentido solamente si la consideramos un medio para
servir a quienes la habitan. No puede ser un objetivo en sí misma y menos un
valor absoluto. El verdadero nacionalismo empieza pensando en la gente, sigue
pensando en la gente... y sólo al final recurre a los símbolos. Debe ser una
práctica, no un discurso.
Publicado en La Razón, 16/11/2002, y en Los Tiempos, 17/11/2002