EL MODELO RENTISTA DEL SUBDESARROLLO
FINANCIANDO LA POBREZA
Roberto Laserna
Todas
las teorías vinculan desarrollo e inversión. Unos favorecen la privada mientras
otros la pública. Pero muchas veces ocurre que aún con elevados niveles de inversión
se logra muy poco y no se alcanza la sostenibilidad. ¿De
qué depende? Aquí se plantea que no es de la cantidad o el carácter del gasto
fiscal, sino de cómo se lo financia. Y puede ocurrir que una sociedad, con los
recursos que la naturaleza le da, termine financiando su propio subdesarrollo.
Gasto
fiscal y crecimiento
El impacto del
gasto fiscal en la economía configura uno de los campos de mayor controversia.
Por un lado, muchos autores sostienen que el gasto fiscal aporta poco a la
economía y puede más bien ser perjudicial porque desalienta la iniciativa
privada, distorsiona el funcionamiento del mercado y absorbe esfuerzos
laborales que deberían dedicarse a la innovación.
Esta
posición tiene respaldo teórico y también empírico. Estudios comparativos y de
correlación demuestran que no existe una relación consistente entre gasto
fiscal y crecimiento económico. En algunos casos sí se verifica un impacto
positivo pero en otros se detecta incluso una relación inversa, en la que los
aumentos del gasto son acompañados por un crecimiento más lento. Quienes
estudiaron esta temática encontraron, además, que tiene poca relevancia que el
gasto fiscal sea ejecutado a través de servicios públicos recurrentes o de
inversiones en infraestructura.
Otros
autores sostienen lo contrario. Afirman que el gasto fiscal es un dinamizador
de la economía porque aumenta la demanda agregada creando nuevas oportunidades
de empleo, y por tanto de consumo e inversión. Algunos van más allá,
argumentando que el gasto fiscal produce bienes públicos que son decisivos para
mejorar la competitividad y asegurar una rentabilidad mínima para los sectores
más innovadores.
En respaldo
de sus teorías, este otro grupo de autores exhibe también estudios concretos de
crecimiento económico coincidente con elevado gasto fiscal. Cuando encuentran
casos contradictorios los atribuyen a otros factores: la ineficiencia en el
sistema de planificación, la corrupción de las burocracias, la inadecuada
asignación de recursos públicos en favor del gasto corriente y en desmedro de
la inversión o, más recientemente, el excesivo énfasis en infraestructura y la
escasa atención a la inversión social, es decir, educación y salud.
Un grupo
más cauteloso de economistas elude las generalizaciones y, si se les consulta sobre
el impacto del gasto fiscal en el crecimiento, responderán: “depende”. Apelando
a casos específicos mostrarán que en algunas recesiones el gasto fiscal
contribuyó a restablecer el dinamismo de la economía, por lo que fue luego
necesario reducirlo pues había el riesgo de que generara inflación. En otros
casos destacarán la composición de las inversiones públicas o en qué se
invirtió realmente para explicar un éxito concreto o un fracaso particular. Y,
por supuesto, en el marco de la nueva economía institucional, encontrarán casos
que demuestren que no importa cuánto ni cómo se gasten los recursos fiscales,
sino quién lo hace, es decir, qué tipo de estado o de organismo público.
Cuestión
de financiamiento
Lo curioso
es que en este largo e importante debate muy pocas veces se ha planteado el
tema del impacto que tiene el financiamiento del gasto fiscal. Por supuesto que
sí hay y mucha preocupación por cómo y de dónde obtener recursos para respaldar
la intervención económica de los gobiernos, y en esa perspectiva se han tratado
aspectos del sistema impositivo, la contribución de la cooperación
internacional o el uso de las rentas generadas por la explotación de recursos
naturales. Pero el énfasis ha estado en los aspectos financieros, buscando responder
a preguntas como ¿de dónde obtener los recursos programados? ¿Cómo financiar
los planes de inversión y desarrollo? ¿Cuánto se necesita recaudar y por qué
procedimientos? ¿Cómo combinar impuestos, donaciones y créditos para lograr el
mayor monto posible o el que sea necesario?
Lo que no
se ha estudiado es el impacto que tiene el uso de una u otra fuente, no sobre
los que contribuyen o aportan, sino sobre el comportamiento de los agentes económicos
y, en particular, sobre los receptores o beneficiarios del gasto o la inversión
fiscales. Sostengo que para los procesos
de crecimiento económico que forman parte del desarrollo, importa menos cuánto
gasta el gobierno, y en qué lo hace, que de dónde obtiene esos recursos.
Los
recursos naturales
Si el gasto
fiscal, sea de inversión o corriente, en infraestructura o en servicios, es
financiado con rentas –es decir, con ingresos provenientes de la explotación de
una riqueza existente como la de los recursos naturales--, su impacto sobre la
economía es mínimo o incluso puede ser perjudicial y conducir a que se financie
con ellos la reproducción de la pobreza y el subdesarrollo. Este tipo de financiamiento
provoca serias distorsiones en el comportamiento de productores y consumidores y
crea oportunidades para la corrupción. En efecto, cuando el gasto fiscal se
financia con rentas por la explotación de recursos naturales, los productores y
consumidores se organizan para ganar influencia y poder político a fin de obtener
un beneficio mayor de los gastos públicos. Tienden, así, a invertir más
esfuerzos en la captura de la renta que en el desarrollo de sus capacidades
productivas o de competencia en el mercado, y ponen en tensión el sistema
institucional convirtiendo los conflictos en un hábito, y las crisis en oportunidades
para imponer sus intereses particulares.
Lo grave de
todo esto es que el resultado de las inversiones financiadas de este modo
tiende a ser inevitablemente negativo, porque los costos son menospreciados o
simplemente no forman parte del análisis. Se piensa que estando disponible una
riqueza, lo importante no es cuánto se gasta en distribuirla sino cuánto le
llega a la organización o al grupo. Y así, esos costos crecen sin límite, pues
incluyen corrupción, desperdicio, sobredimensionamientos,
ineficiencias y todo lo que puede implicar una gestión pública inadecuada. La
debilidad institucional es una causa y una consecuencia de este fenómeno, pero
el subdesarrollo se convierte, sobre todo, en su resultado principal.
El
resultado es bastante similar cuando el gasto fiscal se financia con recursos
de la cooperación internacional. Probablemente habrá, por parte de los
donantes, mayor preocupación por los costos y se intentará controlarlos, pero
para los actores económicos no habrá diferencia. Su acción estará de todos
modos destinada a capturar una parte de esa riqueza que ha sido generada fuera
de su circuito económico… sin que le cueste nada.
Lo que
tenemos, en ambos casos, es un modelo de subdesarrollo que se financia con las
rentas obtenidas de los recursos naturales.
Cuando, por
el contrario, los gastos fiscales se financian con impuestos, es decir, con las
contribuciones del público que son parte de la riqueza que las propias personas
generan como agentes económicos, el gasto puede ser menor pero será más
efectivo. En ese caso, tanto los funcionarios como los ciudadanos serán más
conscientes de los costos y estarán más preocupados por los resultados, por lo
que tanto su ejecución como su recaudación serán supervisados
con más cuidado. Las obras públicas no parecerán regalos y por tanto no serán
aceptables si son innecesarias o sobredimensionadas, y en general se repudiará el
despilfarro pues los ciudadanos sabrán que es su propio dinero el que financia
la acción estatal. En ese entorno se desarrollan relaciones de mayor respeto entre
gobernantes y gobernados y, sobre todo, de mayor responsabilidad. Y se
convierte en objetivo de interés común que las instituciones funcionen regidas
por el derecho, es decir, por normas universales, explícitas y obligatorias
para todos. La reducción del despilfarro y el aumento de la eficiencia marcan
de tal manera la diferencia que sólo en este caso el gasto fiscal contribuye al
esfuerzo social por superar el subdesarrollo y afirmar el progreso.
En
consecuencia, el problema no es a cuánto asciende el gasto fiscal y tampoco
quién lo ejecuta. El problema es cómo y de dónde se financian las inversiones y
los servicios públicos.
¿Cómo
andamos en Bolivia?
En Bolivia
ha cambiado radicalmente el destino y la magnitud de la inversión pública, pero
no sus resultados. Cuando ella iba más a proyectos productivos y de
infraestructura, generó magras tasas de crecimiento económico. Desde 1985 ha aumentado
y se destina a educación, salud y saneamiento. Mejoró las condiciones de vida
pero tampoco dinamizó la economía.
En ambos periodos
se ensayaron diversas fórmulas políticas (militares, partidos, líderes
populistas y tecnócratas, poca y mucha intervención internacional) sin que los
resultados fueran muy diferentes. Lo común ha sido la fuerte dependencia del
gasto fiscal respecto de dos fuentes de financiamiento: las rentas por
explotación de recursos naturales y la cooperación internacional. Eso es lo que
ha mantenido débil a nuestro sistema institucional, cuya vulnerabilidad es ventajosa
para los grupos corporativos y para quienes tienen “influencias”. Eso es lo que hace que nuestra democracia sea
precaria. Y eso es lo que explica por qué las inversiones públicas, decididas
al margen de consideraciones sobre la relación entre su costo y su beneficio,
no estimulan el desarrollo.
Peor aún,
aquí está la clave del subdesarrollo que financiaremos con las rentas del gas.
La disputa por el IDH que acaban de protagonizar alcaldías y universidades, entidades
públicas que actuaron como si fueran gremios, muestra que ya empezamos a
recorrer ese camino. Un camino de pequeñas victorias que, sin embargo, suman una
gran derrota. A ella conduce el modelo rentista de subdesarrollo. Un modelo
que, sin embargo, no es inevitable.
Publicado
en Pulso, semana del 1 al 7 de Octubre de 2005