(22/01/2003)
Forzar la tregua, forjar la paz
Roberto Laserna*
En 1998 el INE realizó una encuesta sobre aspiraciones
y expectativas. Lo hizo para Naciones Unidas y fue parte del Informe de
Desarrollo Humano del año 2000. En esa ocasión, casi el 90 por ciento de los
consultados afirmó que en Bolivia es posible llegar a acuerdos en temas
conflictivos. Cuando se plantearon posibles situaciones de enfrentamiento, esa
proporción bajaba considerablemente. Solamente el 57 por ciento creía posibles
acuerdos entre los partidos políticos —lo cual es sorprendente dado que nuestra
democracia ha funcionado en base a acuerdos a veces inesperados—, y un 66 por
ciento consideraba viable un acuerdo entre el Gobierno y las organizaciones
campesinas.
Por supuesto, esa encuesta fue levantada antes
de los traumáticos incidentes de abril y septiembre del año 2000, cuyo impacto
puede haber disminuido el optimismo de la gente pero, al mismo tiempo, haber
aumentado su respaldo a opciones pacíficas de solución de conflictos.
Menciono estos datos para recordar a los
actores del conflicto que la gente los juzgará según su capacidad para
establecer acuerdos viables, es decir, aplicables y capaces de dar soluciones.
Tomar en cuenta esa expectativa social no es
suficiente. Es necesario que los actores del conflicto, y sobre todo los
impulsores del diálogo, tanto los activos como los miles de bolivianos que los
alentamos, aprendamos las lecciones del pasado. Especialmente la más importante
de ellas: que la negociación forzada es estéril. La historia reciente
abunda en ejemplos de acuerdos logrados en condiciones de conflicto, cuando una
de las partes fue obligada por presiones de la otra a aceptar lo que no podía o
quería cumplir. Ese tipo de acuerdos tienen la utilidad de dar salida a
conflictos abiertos y restablecer la paz, pero de una manera precaria porque el
mismo acuerdo se convierte en una amenaza que una de las partes puede utilizar
luego para demostrar la falta de voluntad de la otra y así tener argumentos que
justifiquen otro enfrentamiento.
La negociación forzada no puede generar sino
falsos compromisos y, en el largo plazo, lo que hace es agravar más que
resolver los problemas. La concertación requiere que las partes estén de
acuerdo en llevarla a cabo y se comprometan anticipadamente con sus resultados.
Recordemos que un acuerdo o contrato implica de sus firmantes la renuncia a
ciertos derechos o privilegios, implica una cesión de poder. Y para que eso
ocurra las partes deben sentir que tienen suficiente libertad como para
privarse de una parte de ella en una negociación que culminará con un
compromiso.
Demandar que se realice bajo presión es la
demostración más clara de que no existen intenciones de alcanzar un acuerdo
efectivo, sino de conseguir, en el mejor de los casos, apenas un papel que será
esgrimido en el próximo enfrentamiento como evidencia de la falta de seriedad,
de voluntad o de interés de la otra parte.
Esta reflexión vale también para quienes
quieran jugar el papel de mediadores o facilitadores. No se puede forzar la
paz, pero sí se puede forzar la tregua, es decir, el levantamiento de las
medidas de presión y de las consecuentes acciones desplegadas para reprimirlas.
Y la mejor manera de avanzar hacia la paz sería que, al acordarse esa
tregua, se puedan también acordar las reglas de una concertación real. Esa que
nos permita, lejos de la violencia, encontrar soluciones eficaces a los
problemas de los campesinos y empresarios del Chapare, dar respuesta a los
desafíos de la integración comercial, aliviar a las angustias de los jubilados
y deudores, y diseñar las mejores formas de utilizar nuestros recursos
naturales para dinamizar el desarrollo con equidad.
(Publicado en Los Tiempos y La Razón, 22 de Enero de 2003)