El fin de la república
Roberto Laserna
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El proyecto
de Constitución Política del Estado aprobado por el MAS en Oruro intenta pone
fin a
Esta no es
una deducción alarmista o exagerada. Quien lea ese proyecto se dará cuenta de
que el planteamiento mencionado es explícito y claro, y forma parte del núcleo ideológico que lo caracteriza.
En efecto,
la ambiciosa intención de refundar el país implica el
reemplazo de la república por un Estado con doce adjetivos calificativos:
unitario, social, de derecho, plurinacional, comunitario,
libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y
con autonomías.
En todo el
texto la palabra república se la menciona indirectamente y apenas una vez, en
el preámbulo, para denostar el pasado. También desaparece la idea de nación
boliviana, como un referente común e integrador para todos. Queda el Estado,
solamente el Estado, como instrumento aglutinador y organizador de una sociedad
cuya fragmentación y dispersión se institucionaliza al detalle.
Esto no
pasaría de ser una anécdota si no fuera que, detrás de ella, hay una ingeniería
política que amenaza la democracia y pone en entredicho la existencia misma de
esta comunidad que ya tiene varios siglos de historia. Porque es posible que la
historia oficial nos diga que Bolivia se fundó en 1825, pero la historia real
no ignora que ella continúa los 400 años de Charcas y los previos de Kollasuyo. De manera que pasar de República a Estado “… (aquí la lista de adjetivos)” de Bolivia, es mucho más que
cambiar la definición de este país.
La idea de
república nació opuesta a la de monarquía, afirmando que el poder es una cosa
pública (de ahí viene el nombre: “res pública”), y no una cuestión privada o
circunscrita a la nobleza, a la familia elegida, o a la relación con los
dioses. En la idea de república está, en consecuencia, la idea de que el poder
es cosa de todos y debe resolverse públicamente.
Por lo
tanto, podría afirmarse que la república es la forma política primordial de la
democracia, porque encarna una organización en la que las libertades son
garantizadas por la división de poderes, que en definitiva implica la
existencia de controles mutuos para evitar el abuso y la acumulación de poder.
Si se pudiera expresar la idea de república en una fórmula, combinaría
libertades y controles.
De hecho,
las monarquías más modernas han adoptado formas republicanas, limitando el
papel del rey o de la reina al de referentes simbólicos y tradicionales y
otorgando al público la capacidad de definir y controlar los poderes del
Estado. Todo ello regulado por “constituciones” que, como pactos o contratos
supremos, están por encima de toda norma. En esos casos, y en sus historias,
puede observarse con mucha claridad que la construcción de la democracia ha
implicado la conquista gradual de libertades mediante la generación paulatina
de controles al poder, cualquiera que fuera su fuente u origen. Inicialmente,
esos controles limitaron el poder absoluto de los reyes, pero también fueron
controles para evitar los abusos que podían cometer unos ciudadanos contra
otros. Controles que, naturalmente, no sólo fueron explícitos en normas y
leyes, sino que han contado siempre con tribunales o instancias con la
autoridad suficiente como para garantizarlos y velar su cumplimiento.
El proceso
de formación de sistemas republicanos
fue lento y difícil en los países con una larga y fuerte tradición monárquica,
como Inglaterra, Holanda, Suecia o España. Fue mucho más rápido en las colonias
que, no por casualidad, a tiempo de liberarse de la tutela imperial se
constituyeron en su mayor parte como repúblicas. Bolivia estuvo entre ellas. En
Brasil ensayaron la monarquía, pero no tuvieron éxito y acabaron también
organizándose como república.
La idea de
república, con las múltiples experiencias de aplicación que ya tiene, se ha complejizado muchísimo. Sin embargo, en su núcleo está
todavía la idea de que es necesario diferenciar al Estado de la sociedad, y
establecer claros controles al poder para preservar la libertad.
En la
propuesta constitucional del MAS no solamente ha
desaparecido la idea de república, sino también la de nación, con la cual se
hace referencia a la identidad política de la sociedad. La razón es fácil de
encontrar cuando se recorre ese texto, a pesar de sus garrafales errores de
redacción y estilo: el Estado lo es todo para el MAS.
Según esa
propuesta, las iniciativas individuales y comunitarias serían sujetas a la
regulación y el control de los órganos de poder. Y éstos se formarían por
mayorías en jurisdicciones territoriales de manera tal
que las minorías serían excluidas o solamente llegarían a expresarse cuando
dejen de ser tales en otros territorios. La proporcionalidad en la formación de
los poderes públicos, que implica la posibilidad de compartir el poder y
concertar en la toma de decisiones, no tiene cabida en el proyecto del MAS a pesar de que el mismo menciona la necesidad de tomar
en cuenta la equidad de género, o la participación indígena. En efecto, si
todos los diputados se eligieran por mayoría simple en distritos, como lo
proponen, no hay manera alguna de impedir que todos, o ninguno, pertenezcan al
mismo grupo demográfico.
La
concentración del poder, perseguida en el diseño electoral e institucional
planteado en la propuesta del MAS, no es impedida por
la revocatoria de mandatos, que también es incorporada en el proyecto. Al
contrario, ésta reafirma la convicción de que, o el poder se ejerce de manera
plena y absoluta, o no se ejerce. Esta concepción absoluta y excluyente del
poder, como vimos, es opuesta a la idea de república, en la que se combinan
controles y libertades y en la que se aspira a que el poder político se
practique compulsando de manera continua y permanente las opiniones, los
intereses y las expectativas de los poderes sociales que surgen y desaparecen
cada día.
Así, el fin
de la república conlleva el riesgo de llevarnos al fin de la democracia.
Publicado en PULSO, 12 al 18 de enero de 2008