CHILE Y BOLIVIA: ¿PAZ, PERO NO AMISTAD?

Roberto Laserna

 

El Tratado de Paz y Amistad entre Bolivia y Chile cumple 100 años sin que existan relaciones diplomáticas ni conversaciones para resolver los problemas que distancian a los dos países.

Al firmarse el Tratado regía la doctrina expuesta por el embajador Konig en 1900: los “derechos nacen de la victoria”. Una doctrina tan vigente que en Chile se la recuerdan a cada boliviano que reclama salida al mar y a cada chileno que expresa curiosidad o simpatía por ese reclamo.

En Bolivia también se la recuerda en la historia oficial que define a la República como víctima continua de agresiones y despojos, de derechos perdidos. Con ella se quiere crear espíritus rebeldes pero, en los hechos, cultiva resentimientos, desconfianza y fatalismo.

Quienes deciden la política exterior en Bolivia y Chile saben que esa mentalidad es un obstáculo al desarrollo y por eso hablan de superar el siglo 19 para enfrentar juntos los retos del presente. Ese discurso atribuye al otro una posición arcaica que, sin embargo, es compartida.

El mar, el puerto, la hermandad, el intercambio pierden relevancia cuando llega el tema de la soberanía. Bolivia reclama salida soberana al mar, y Chile cierra filas en defensa de la soberanía que conquistó en la guerra. Ahí terminan los discursos y renace la desconfianza.

¿Habrá algún concepto más propio del siglo 19 que el de soberanía, especialmente cuando se refiere al Estado nacional, también propio de ese tiempo? 

La soberanía es tan arcaica que pierde vigencia cada día que avanzamos en el siglo 21. En muchos casos ha sido desmantelada por voluntad de los Estados en sus procesos de integración. Europa es el caso más notable. Pero en otras dimensiones, la soberanía ha sido erosionada por la globalización.

Chile ha encarado ambos procesos con decisión y eficacia, logrando aprovechar muchas de sus ventajas. Su acuerdo de libre comercio con Estados Unidos es, indudablemente, una cesión de soberanía basada en cesión similar de la contraparte, pero también lo ha sido la política de apertura económica que aplica desde los años 70. Al abandonar el Pacto Andino Chile defendió, en el fondo, su derecho soberano a ceder soberanía.

Desde entonces, los chilenos comprobaron que la apertura y la integración -es decir, la cesión de soberanía-, son eficaces para aumentar sus oportunidades y bienestar. En esa lógica, es difícil comprender su reticencia a tratar de otra manera la demanda boliviana cuando incluso otorga en concesión a un consorcio privado la administración del puerto de Arica, cediendo otra vez algo de soberanía.

Obviamente, para los chilenos debe ser difícil comprender la demanda boliviana que, a su modo, pide soberanía sobre el mástil donde ondearía su bandera ya que en todo lo demás regirían normas acordadas por las partes. Y debe ser más incomprensible aún que, por ese símbolo, los bolivianos arriesguemos oportunidades fundamentales para nuestro propio desarrollo.

La respuesta hay que buscarla en la desigual solidez institucional de nuestras democracias. La boliviana se encuentra asediada por movimientos populistas conservadores y el gobierno tiene pocos mecanismos para defender su estabilidad. Uno de ellos, de alcance inmediato, es el nacionalismo, al que también apelaron los populistas en su supuesta defensa del gas. La chilena es más fuerte pero, por lo visto, tampoco suficiente para evadir el grillete nacionalista.

Y no importa si un pueblo pierde más que el otro. Que los dos perdamos es un lujo inmoral porque en medio están la pobreza y el subdesarrollo.

La opción más razonable y la única que puede ser beneficiosa para chilenos y bolivianos es la de avanzar en la integración hasta el punto en que la soberanía, o su cesión, sean del todo irrelevantes. La Guerra será entonces memoria de un siglo que ya pasó y de un dolor que logramos vencer.

No dará el primer paso quien tenga la voluntad sino, sobre todo, el poder para hacerlo.

 

(Publicado en Diario Financiero, Santiago de Chile, 29 de noviembre de 2004)

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