A comienzos de los años 70’
descubrieron petróleo en Nigeria. La crisis que sobrevino poco después
permitió que ese país desarrollara una floreciente industria que prometía
superar las condiciones de pobreza en esa parte de África. En los 35 años
siguientes, Nigeria obtuvo cerca de 350 mil millones de dólares, a precios de
1995, por sus exportaciones petroleras.
En ese mismo periodo, sin embargo, el ingreso promedio por habitante decreció
en Nigeria, y el número de pobres aumentó de 19 millones a 90 millones. Así,
si la pobreza alcanzaba al 36 por ciento de los nigerianos a comienzos de los
70’, hoy afecta a casi el 70 por ciento de la población. El desarrollo de la
industria petrolera no añadió nada al progreso del país, y más bien parece
haberle causado un daño enorme.
Por supuesto, el problema no es el recurso mismo ni la industria como tal.
Como en muchos otros países dentro y fuera de África, uno tras otro los
gobiernos fueron elaborando promesas nacionalistas y populares que, sin
embargo, no lograron encubrir la corrupción ni pudieron evitar el típico
despilfarro de recursos en que caen las burocracias paternalistas. Tampoco
evitaron el impacto destructivo de esa industria.
El dramático fracaso nigeriano se suele atribuir a la corrupción. Sin
embargo, un factor mucho más importante ha sido el desperdicio de riquezas,
su inversión inadecuada, la escasa o nula relevancia que han tenido las
acciones desarrollistas emprendidas por el Estado y la cooperación
internacional, pese que fueron frecuentemente animadas por las mejores
intenciones. Nigeria está llena de carreteras y puentes que se deterioran por
falta de uso, de mercados y escuelas que no llegan a utilizarse como tales,
de fábricas que no alcanzan a producir, de alimentos regalados, de tierras
abandonadas y bosques destruidos.
Nigeria es un caso extremo, pero no es excepcional. Más cercano a nosotros es
el caso de Venezuela. Los estudios sobre el desarrollo demuestran que ningún
país en el mundo superó la pobreza y la desigualdad de su gente con base en
la explotación y exportación de minerales o hidrocarburos.
Los mayores éxitos corresponden a países que lograron evitar que sus
economías fueran dañadas por ese tipo de industria. Y no les resultó fácil.
Bolivia tiene mucho que aprender de esas experiencias, pero los bolivianos
parecemos empeñados en ignorarlas.
El fracaso de los petrodólares en el desarrollo se debió a su concentración
en organismos públicos vulnerables a la presión de grupos. Con las rentas
petroleras y mineras fluyendo hacia sus arcas, esos organismos, sean
ministerios o prefecturas, alcaldías o universidades, se transforman en
empresas de gasto y convierten a los ciudadanos en consumidores pasivos y
dependientes de la inversión pública. Como las entidades públicas reciben, a
nombre del pueblo, las rentas petroleras, no tienen estímulo ni necesidad de
obtener recursos cobrando impuestos, y por tanto ni ellos ni los ciudadanos
asumen responsabilidades para la rendición de cuentas. Puesto que se cree que
el dinero sale de la tierra, se acepta fácilmente la idea de que “no importa
que robe siempre que haga obras”, en la ilusoria esperanza de que algo de
ellas terminará por servir. El resultado es que el dinero se malgasta y la
oportunidad se disuelve en la ineficiencia cuando no en la corrupción.
Con una institucionalidad débil y debilitada por el corporativismo, con
recursos concentrados en los organismos públicos, con éstos convertidos en
grupos de presión que buscan disponer de una parte de la renta petrolera, ¿no
estamos yendo por el camino de Nigeria? Y si es así, ¿cómo hacemos para
evitarlo?
* El autor es economista y PhD en Sociología
La Prensa, 16 de septiembre de 2005
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