La Casa del Hada

                       ROSETTA Y EL ANGEL

                          
   Por Alberto Ramos


El rechazo de muchos espectadores al tratamiento distanciado que se da a la tragedia de una juventud sin horizontes en Rosetta, realizaci�n franco-belga de los hermanos Luc y Jean Pierre Dardenne exhibida en el �ltimo festival de cine de La Habana, acusa no s�lo lo arraigado del acomodamiento a las convenciones de una dramaturgia cada vez m�s simplificada y complaciente respecto a las espectativas del p�blico, sino tambi�n el intento involuntario de evadir alusiones inquietantes a su experiencia personal por parte del espectador. Lo cual es una l�stima, porque Rosetta es un testimonio de profunda ra�z cristiana que trasciende el retrato sociol�gico del paro, la pobreza y las familias en crisis para desembocar en una hermosa par�bola sobre la presencia del perd�n y la misericordia en el mundo moderno.

Rosetta es una joven desocupada, que vive en un aparcamiento de tr�ilers con su madre alcoh�lica. Al comienzo del filme la echan del trabajo una vez terminado el per�odo de prueba, presumiblemente para evitar obligaciones legales en el futuro. La primera impresi�n que recibimos de la muchacha es la exasperada vehemencia con que se niega a aceptar el despido, registrada por una c�mara nerviosa y solidaria, que en lo adelante la sigue en su angustioso itinerario, interrogando su rostro silencioso, los gestos mec�nicos que convocan al ritual obsesivo y recurrente de la sobrevivencia: pesca furtiva en el bosque, venta de ropa usada, renovaci�n infructuosa del subsidio. Con ese estilo documental, �spero, inquisitivo y sincero que asociamos al cine del ingl�s Ken Loach, en unas pocas escenas queda completo el retrato de Rosetta, criatura impulsiva que sufre y se niega a compartir la derrota de su madre (arranca furiosa las plantas que aquella siembra resignada junto de la casa) y cuya soledad subraya la caricia de aire c�lido que dibuja un secador de pelo sobre su piel.

Cuando el joven Riquet se acerca para hablarle de otro trabajo, la violenta reacci�n inicial de Rosetta, su rechazo a priori sin que medien palabras, transmite una visi�n negativa del mundo, de ego�smo y hostilidad. Ya en el nuevo empleo, no tiene una frase de consuelo para la muchacha que despiden fr�amente ante ella. Paralizada por la obsesi�n de conservar su puesto, es incapaz de expresar a los otros la misma solicitud de Riquet hacia ella. Incluso la hospitalidad del joven encuentra una sucesi�n de negativas absurdas, de tensiones insoportables que terminan enferm�ndola. Al quedarse dormida, sus palabras dan cuenta de la agitaci�n que la abruma. �Te llamas Rosetta. Encontraste un amigo. Tienes un trabajo. No caer�s en el hoyo�. Cuando el patr�n la despide, resume su aspiraci�n a una existencia digna con una sola frase: �Una vida normal�.

Desde lo profundo, de nuevo, llega la llamada del amigo: Riquet en la moto que se acerca al escondite del bosque donde pesca ilegalmente. Poco despu�s, cuando el muchacho cae al pantano mientras la ayuda a recuperar los anzuelos, ella apenas consigue superar la tentaci�n de dejarlo ahogarse. Pero luego, una vez que Riquet le ha confesado que enga�a a su jefe, no puede resistir y lo denuncia ante aquel, quien la premia con el puesto del joven. Pero al hundirlo, parad�jicamente, Rosetta ha dado un primer paso hacia su salvaci�n.

Primera la acosa el ruido de la moto, la inocencia traicionada del joven.
- Por qu� lo hiciste?
- Para tener un trabajo...No quer�a que salieras del agua.
Riquet quiere salvar en ella una humanidad viva, aunque lacerada.
- Pero me ayudaste.

Luego, como al final de La strada, el reencuentro desencadena la crisis. �l aparece un d�a para comprar una torta y una cerveza. Lo atiende con indiferencia, distante. Pero la mirada del muchacho despierta algo en ella, quiz� le revela en un instante todo el horror de su falta. Para ella la vida no ha cambiado desde entonces, sigue siendo una insoportable sucesi�n de frustraciones cotidianas: el alcoholismo irremediable de la madre, las escapadas al bosque, el encierro en el cuarto. Est� desolada. Deja el trabajo.

Se oye por tercera vez el ruido de la moto, como la trompeta de un �ngel que viene a su encuentro. Riquet, que perdonar�a a Rosetta setenta veces siete si fuese necesario, da vueltas a su alrededor mientras ella avanza como un aut�mata, abatida. La llamada del otro se hace m�s insistente, su presencia m�s intensa y cercana. Rosetta no resiste m�s, tropieza y cae al suelo llorando. Cuando Riquet la ayuda a incorporarse, ella parece contemplar una visi�n. De sus labios podr�an brotar las mismas palabras que pronuncia Michel en la prisi�n al final de Pickpocket, aproximando su rostro a la amiga: �Oh, Jeanne, qu� camino tan extra�o he tenido que seguir para llegar hasta ti!�. Son las palabras que Gelsomina nunca lleg� a escuchar de labios de Zampan�, pero una lejana tarde se convirtieron en el llanto de un hombre frente al mar.





PORTADA
1