La Bicicleta de Frances



HERBIE NICHOLS: SONRISA DE INTERIORES


Al ser el jazz una música de enorme riqueza, en la que abundan los buenos discos, es normal que muchos de ellos pasen desapercibidos, incluso para los aficionados más entregados. Sin embargo, escaseando a su vez en el género los compositores de auténtico talento, no deja de sorprender que uno tan brillante como Herbie Nichols se viera relegado al mayor ostracismo.

La música de este pianista es especial. Rara y difícil, si quieren, pero a la vez bonita, atractiva y amable. Tenía un estilo personal en el que se fundían de manera natural be-bop, clásica (se habla de las armonías de Bela Bartok y Erik Satie), swing, jazz tradicional de Nueva Orleans y folklore del Caribe. Nacido en Nueva York en 1919, de padres antillanos (Trinidad y Saint Kitts) y estudiante de piano clásico desde los nueve años, aprendió a amar por igual el calypso que a Ellington, Art Tatum, Jelly Roll Morton, Bach, Beethoven o Chopin. Además, su insaciable curiosidad le acercaría a sonoridades africanas y brasileñas, tanto en su vertiente culta como popular.

Con el músico que tenía mayor afinidad, y al que suele comparársele, es Thelonious Monk. Aun sin resultar tan atonal ni tan excéntrico pulsando las teclas como su vecino neoyorquino, compartió con él amistad, humorismo y elementos compositivos: gusto por las estructuras no convencionales, los ritmos exóticos y las melodías audaces. Ambos aunaban modernidad y clasicismo, complejidad y accesibilidad, heterodoxia y academia, nocturnidad y luminosidad.

A partir de 1937 podemos encontrarlo en diferentes agrupaciones interpretando diversas modalidades de jazz, desde Dixieland hasta be-bop. No obstante, lo atrevido de su propuesta retrasaría el momento de registrar material propio. En el 52 participó en una oscura sesión colectiva, de ambiente poco propicio a sus intereses, que produjo para él tres temas -dos tradicionales y una versión de Gershwin- interesantes pero no muy relevantes. Así que habría de aguardar tres años más para que Blue Note le diera la verdadera alternativa, la oportunidad de grabar libremente sus originales invenciones.

La espera mereció la pena. Puede que nos hayamos perdido la evolución del artista: errores, aciertos y divagaciones. A cambio nos entrega, de golpe y porrazo, el fruto madurado con cariño e ilusión durante largos inviernos. Para entonces Herbie, de 36 años, tenía las ideas clarísimas, el estilo definido y numerosos temas a los que dar salida. De esta forma, entre el 55 y el 57, publicaría de carrerilla tres elepés con Blue Note, “The Third World” y dos volúmenes de “Herbie Nichols Trio”, y un cuarto con Bethelem, “Love, Gloom, Cash, Love”. Son cuatro fantásticos álbumes repletos de piezas juguetonas que rezuman misterio, gracia y hermosura. Títulos como “Cro-Magnon Nights”, “2300 Skiddoo”, “The Gig”, “Lady Sings the Blues”, “It Didn’t Happen”, “The Spinning Song”, “Query”, “Every Cloud”, “Love, Gloom, Cash, Love” o “Portrait of Ucla”, ya sean más recogidos o chispeantes, transmiten la felicidad que su autor pretendía. Uno se imagina en el local, escuchándole embobado, con la sonrisa apuntada en el rostro.

La totalidad de estas grabaciones fueron ejecutadas en formato trío: piano, batería y contrabajo. Son interpretaciones ajustadas, que oscilan entre tres y cinco minutos, centradas en la exposición de la tonada y no en la improvisación o los vanos exhibicionismos. Para ello contó con un plantel de instrumentistas de primera acostumbrados a tareas complicadas. Los omnipresentes baterías Art Blakey y Max Roach, también colaboradores del primer Thelonious. Al McKibbon, bajista vinculado al jazz latino que había trabajado para Dizzy Gillespie, George Shearing o el mismo Monk. Y los no menos experimentados Teddy Kotick (bajo), George Duvivier (bajo) y Dannie Richmond (batería).

Por desgracia, a diferencia de Thelonious, Nichols no logró imponer su modo de hacer. Los discos tuvieron una nula aceptación y las discográficas nunca volvieron a confiar en él. Como tampoco le era sencillo conseguir actuaciones, ni se sentía demasiado bien entre sus competitivos compañeros de profesión, decidió concentrarse en la creación. Hasta el final de su vida, que le sobrevendría en 1963 a consecuencia de la leucemia con solo 44 años, continuaría depositando música escrita en la Librería del Congreso.

Durante los años posteriores a su fallecimiento su figura permaneció olvidada. Sin embargo, a partir de los ochenta ha sido suficientemente reivindicado dentro de los círculos del jazz más inquieto. Frente a las contadas versiones realizadas en su día por Mary Lou Williams y Billie Holiday (la más famosa de todas, “Lady Sings the Blues”), hoy son varios los trabajos que artistas como Roswell Rudd, Misha Mengelberg o Frank Kimbrough (Herbie Nichols Project) han dedicado a recrear sus composiciones, prestando particular atención a las que no llegó a grabar.

En cuanto a las reediciones, la mejor opción es “Complete Studio Master Takes”, excelente recopilación editada por Lone Hill Jazz en 2005, que reúne los cuatro LPs en un doble CD. Existen además reproducciones de cada uno de los álbumes, aunque son caras y difíciles de conseguir. Y para fans insaciables está disponible la caja de 3 cedés, “The Complete Blue Note Recordings” (Blue Note, 1997), con todo lo registrado para el sello, incluyendo inéditos y tomas alternativas. Eso sí, tengan en cuenta que deja fuera el indispensable “Love, Gloom, Cash, Love” de 1957.

En fin, hagan como gusten pero no dejen de escuchar a Herbie Nichols. Un tipo para el que la risa era algo sagrado y a quien los sinsabores padecidos no pudieron extirpar el optimismo. El hombre que reía con ganas en su interior, hasta cuando su semblante aparentaba decaimiento.
Joselete Pérez


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