Dos ejemplares de un mismo tenor
(Cuento)

I

P

ara esta altura del a�o, en la oficina del senador Sebi�n ya no cabe un alfiler. Pilas y pilas de carpetas y legajos se amontonan en los cuatro rincones e Ivette, su flamante querida con forma exterior de secretaria privada, sonr�e, socarronamente, reclinada en su sill�n del escritorio contiguo. Cualquiera que entrase sin golpear se topar�a con sus incre�bles piernas c�modamente estiradas a lo largo del mueble, la observar�a limarse el me�ique de la mano izquierda, y soplarlo: �La cantidad de papeles in�tiles que el Estado nos manda guardar, �no?�, le dice a su jefe. �l, extremadamente recatado y reservado �o al menos en sus comentarios�, aparta la vista de la hoja tres (secci�n espect�culos) del diario por un momento, para articular un l�nguido y medianamente audible �gatita, tus modos, por favor. Alguien podr�a escucharte...�

Sebi�n se acerca a la ventana, para �leer el futuro�. �En la borra de caf�, asiente, y lo termina de un �ltimo sorbo. Se estira, despereza por tercera vez en lo que va de esta primera media hora, y �predice� la ma�ana porte�a, su ma�ana, que se ir� desplegando, en po�ticas pinceladas anaranjadas, en lo que �l gusta de caracterizar como una �previsible, cin�tica rutina�, ensayando, desde hace un par de semanas, ya: �...vemos a los distintos representantes del motor obrero diario, que van cayendo, somnolientos a�n, a sus respectivos puestos de trabajo...� ��Se les habr� dado por imaginarse, alguna remota vez, que los yanquis los pueden estar observando, divertidos, encima, desde cualquiera de sus sat�lites?�, piensa, y mueve la cabeza hacia los costados, incr�dulo.

�De todos, no hac�s uno con onda, che�, se dice Juan Jos� Sebi�n, desde hace unos pocos d�as, flamante senador electo por el partido Frente Unido de Recuperaci�n y Solidaridad, bajando la persiana americana...

Marcelo �el �Chelo��, mueve con la pala ancha los restos del past�n de ayer y alza los ojos hacia la ventana, casi una fracci�n de segundo despu�s de que el flamante pol�tico la acabara de cerrar. �Ah� est�: ya lleg�, se dice, satisfecho. Se limpia con el primer trapo que encuentra y, r�pidamente, se apresura a llegar a la canilla para lavarse con agua y Federal.

Cruza la obra con paso firme e indiferente al ��D�nde vas, Chelo?� inquisidor del capataz de obra, que mira el reloj y calcula, angustiado, que unos veinte minutos, m�s o menos, cae el maestro mayor, o peor, el ingeniero. Resignado, apura un �Chelo: no te tardes, �eh?� Se da vuelta. Lo miran los dem�s. Agrega �...y dec�le a la minarda que donde se trabaja no se come, �t�?�; los otros vuelven a sus cosas. Entonces, �l tambi�n.

Y Marcelo, despreocupado de todo, como hipnotizado, ya avanza escaleras arriba, hacia el Congreso de la Naci�n.

II

Ivette rezonga. Odia tener que ir a atender. Prefiere el tel�fono. �Y si es el m�vil de �l, mejor�, asiente. Disfruta como loca el decirle a su mujer que �el senador sali�; �quiere que le tome el mensaje?�

Abre. Una se�ora ha conseguido burlar a Seguridad. Viene a pedir.

Ivette se da vuelta, entornando la puerta, tras de s�. Le comenta por lo bajo.

�l es pr�ctico: �dec�le.., no s�: dec�le lo primero que se te ocurra.�

Ivette piensa igual que �l, por ende, act�a.

Minutos despu�s, los golpes se repiten.

Demandan atenci�n.

�Momento�, vocifera, fastidiada; logra, a duras tientas, pasar por delante del escritorio contiguo, y recibe su palmada en las nalgas. Ivette odia que �l le haga eso. Y para colmo de males, viene siempre adosada a la maldita frase �ay, gatita, gatita... vamos: �cu�ntas querr�an hoy estar en tu lugar..!�

Llega al picaporte y para entonces no sabe qu� cosa es peor: si tener que levantarse de su c�modo, privilegiado lugar o su cachetazo machista-autoritario.

Abre.

Nadie.

Vuelve, contenta: menos trabajo.

III

Marcelo se ha escondido. No esperaba que otra persona compartiera su oficina. �Hay que sacarlo de alg�n modo� se dice para s�. Mira afuera. Mira el reloj. �Sacarlo..., o limpiarlo ah� dentro, y salir de raje�.No le queda mucho tiempo: el suficiente como para matarlo y retirarse del lugar.

Espera que el pasillo se vac�e. �Pinches y m�s pinches�, rezonga, �el c�ncer del pa�s�, sentencia. Enfila otra vez hacia la puerta, unos minutos despu�s, ya con todo tranquilo a sus espaldas.

Sebi�n piensa. Concluye: �Llaman, y se van... alg�n periodista que se est� equivocando de oficina. O la vieja esa, otra vez...�

Marcelo vuelve a golpear, pero esta vez, m�s en�rgicamente.

Ahora s�, Sebi�n ya est� nervioso... El coraz�n comienza a latir m�s r�pido. Minuto despu�s, galopa a todo lo que da.

La secretaria entreabre la puerta, y el pie la empuja, sorpresiva y bestialmente, hacia un costado, con tanta mala suerte que se golpea la cabeza y se desploma enseguida, inconsciente.

Sebi�n observa la escena sin lograr reaccionar. Lo ve apenas... viste un oberol.., est� parado dentro del rinc�n m�s sombr�o de la oficina; lo ve acercarse a ella, tomar a Ivette de la mu�eca derecha, para soltarla, despreocupadamente, unos segundos despu�s.

Marcelo lo enfrenta, y Sebi�n lo mira a los ojos. Sabe lo que el tipo este puede hacer.

Y predice.

R�pidamente, intenta abrir el cajoncito, sin lograrlo. La mano fr�a es m�s veloz, y hunde ferozmente la u�a, todav�a sucia de cal y cemento, en su cuello. Sebi�n trastabilla y cae al piso. Salta el chorro de sangre, empapando la cara del agresor.

Marcelo pasa la mano y prueba la sangre del senador �Jota Jota� Sebi�n, �el flaco Sebi�n, el del barrio�, el mismo que le neg� �usar sus influencias pol�ticas� para salvar a su hijo de la leucemia �su �nico hijo�, aduciendo �que no le recordaba, ni a vos ni al pibe� y �que no ten�a tiempo para nadie en particular, sino para todos a la vez�, aquel al que �se le hab�an asignado tareas m�s necesarias, �sab�s, pibe?�.

Sebi�n... el mismo �flaco� Sebi�n que un d�a de verano de hace unos cuantos a�os atr�s casi se ahoga en el arroyo del balneario, si no hubiese sido por �l.

A�os despu�s, el �empleado del pueblo� ha decidido, arbitrariamente, ser indiferente a su desesperaci�n...

Marcelo Garc�a, muerto en vida por el dolor que a cualquiera causa la p�rdida de un hijo, se deleita, empero, en su angustia, observando a Sebi�n temblar de horror y espanto, vi�ndolo ah�, tan humanamente indefenso cuando, al lamerse, los colmillos le han crecido repentinamente el triple de lo normal.

El �Chelo� toma al pol�tico de las solapas y lo levanta, acerc�ndolo a su boca f�tida y nauseabunda; por su cabeza pasa, fugazmente, la imagen de la rumana solidaria que, despu�s de tanto insistirle, ha decidido, al fin, bendecirlo con el poder m�s maligno que alguna vez haya pisado la faz de la tierra.

Le queda, todav�a, media hora m�s para la salida del sol...

 
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