Ya hacia el final de este maelstron casero donde pasado y presente resbalan por el embudo entrechocándose, la escritura se volvió casi automática. Yo que nunca había aceptado una gratuidad que no me fuera paradójicamente impuesta por un impulso irresistible -que entonces llamaba intuición y no gratuidad-, vi escribirse cosas en las que textos pasablemente ininteligibles se abrían paso quieras que no y era preciso dejarlos, estaban ahí por algo y ese algo era la razón de todo lo demás. Me hacía gracia pensar en los tiempos en que pulía sonetos en las soledades pampeanas, en los eriales de Bolívar, de Chivilcoy, de Mendoza. Todo era embudo ahora, me veía caer en el poema giratorio succionado por su espiral, golpeado por los restos flotantes del naufragio, códigos, sintaxis, prosodias.



Fue un tiempo en el que la naturaleza imitó más que nunca el arte. En casa de unos parientes apareció una heladera eléctrica jamás imaginada en la familia, y que compraron empeñándose hasta las uñas. Para celebrarlo hicieron una fiesta a la que tuve que ir.

Salvo el crepúsculo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara, 1996, pág. 343



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