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Ya hacia el final de este maelstron casero donde pasado y
presente resbalan por el embudo entrechocándose, la escritura
se volvió casi automática. Yo que nunca había aceptado una gratuidad
que no me fuera paradójicamente impuesta por un impulso irresistible
-que entonces llamaba intuición y no gratuidad-, vi escribirse
cosas en las que textos pasablemente ininteligibles se abrían
paso quieras que no y era preciso dejarlos, estaban ahí por
algo y ese algo era la razón de todo lo demás. Me hacía gracia
pensar en los tiempos en que pulía sonetos en las soledades
pampeanas, en los eriales de Bolívar, de Chivilcoy, de Mendoza.
Todo era embudo ahora, me veía caer en el poema giratorio succionado
por su espiral, golpeado por los restos flotantes del naufragio,
códigos, sintaxis, prosodias.
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