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Relaciones sospechosas

They say miracles are past; and we have our philosophical persons to make modern and familiar things supernatural and causeless. Hence it is we make trifles of terrors; ensconsing ourselves into seeming knowledge, when we should submit ourselves to an unknown fear.

Shakespeare,
All's Well that Ends Well



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Encuentro con el mal


   El tiempo es molesto. Un escritor debería tener el privilegio de reificar su imaginación en las encrucijadas más lunares de la vida; incapaz de hacerlo -y hacerlo sería acaso horrible- se contenta con alinear palabras e inventar con tres tristes tigres de papel y lápiz a De Quincey en el autobús 92 que une la Porte de Champerret con la Gare Montparnasse, una noche de invierno de hace diez años. Nadie como De Quincey para vivir un encuentro que todavía llevan a su perfección algunas de mis pesadillas, él que había sido capaz de abrirse paso en las más aterradoras de las noches londinenses para mostrar a Williams moviéndose con pisadas de humo, la cara inexplicablemente pálida, el pelo de un asombroso amarillo anaranjado. La palidez anormal de Williams fue sentida por De Quincey como una clave de sus absurdos asesinatos; quizá esta vez también hubiera desentrañado el rasgo definitorio de lo que nosotros, apeñuscados en un autobús parisiense, éramos incapaces de entender. Se vuelve del trabajo en plena ola de frío, se está casi bien en la plataforma cerrada del autobús, mirándose las caras huecas en ese silencio que es la ley no escrita en París. No sé dónde subió el hombre del sobretodo y el sombrero negros, en algún momento estuvo entre nosotros, como nosotros debió alcanzar sus tickets al guarda metido en su casilla y quedarse entre los demás mirando el suelo, frotándose los ojos en otros sobretodos, en otros guantes y periódicos y bolsos de mujeres. Ya al pasar el puente de Alma, antes de la primera parada de la Avenue Bosquet, algunos lo notaron y se retrajeron, buscando una distancia protectora entre otros pasajeros todavía ajenos. Muchos bajaron en la parada de la École Militare; se entraba en el último tramo del trayecto y el autobús estaba caliente de aire viciado, de cuerpos laxos debajo de incontables chalecos y bufandas. En algún momento tuve conciencia del miedo que se había venido instalando poco a poco en esa plataforma donde a nadie se le hubiera ocurrido imaginar que alguna vez tendría miedo. No sé describir una cosa así; era un aura, una irradiación de mal, una presencia abominable. El hombre del sobretodo negro, con el cuello subido tapándole la boca y la nariz, y el ala del sombrero sobre los ojos, sabía o quería que eso fuese así; en ningún momento miró a nadie, pero era todavía peor, la amenaza que emanaba de esa incomunicación se volvía tan insoportable que los pasajeros estábamos como unidos y a la vez indefensos, esperando cualquier cosa. Recuerdo que el guarda, un hombre de pelo gris y aire apacible, miró al hombre y casi inmediatamente miró a los tres o cuatro pasajeros que seguíamos de pie en la plataforma. Fue como si nos aliáramos, y el hombre del sobretodo supo que nos aliábamos y siguió inmóvil, tomado con una mano de la barra vertical, los ojos clavados en sus zapatos; era todavía peor y duraba infinitamente. No había ya mujeres y los hombres no nos movíamos, pero sé que cada uno esperaba el momento de bajar como una fuga, una devolución a la vida de fuera.
   Decir que era el Mal no es decir nada; conocemos sus caras sonrientes y sus muchos juegos amables. Lo insoportable (y eso lo sentía el guarda en su simplicidad, lo sentíamos todos desde nuestros diferentes horizontes) era la falta de todo signo manifiesto; la locura puede darse como una cosa así, que de pronto un lápiz sea la muerte o la lepra sin dejar de ser nada más que un lápiz en una contradicción que anula toda defensa, y la razón es sobre todo defensa. El hombre seguía inmóvil, la cara casi oculta, mirando sus zapatos; de ahí salía como una mancha de vacío, un hedor de sombra, una potencia. Estoy seguro de que si hubiera levantado bruscamente la cabeza para mirar a cualquiera de nosotros, la respuesta habría sido un grito o una carrera a ciegas en busca de la salida. En esa suspensión del tiempo jugaban fuerzas que ya nada tenían que ver con nosotros; el miedo era una materia viva en la que se abrían paso la noción confusa de lo que iba a suceder si alguien de fuera subía desaprensivamente y empujaba el bulto espeso pegado a la barra vertical. En esa alianza por debajo de toda inteligencia, esa aterrada comunicación por la boca del estómago y el pelo de la nuca, cualquier ruptura parecía aún más insoportable que la lentísima carrera del 92 en la noche. Cuando en la parada de la Avenue de Lowendal no subió ni bajó nadie, comprendí que me tocaba acercarme al hombre para alcanzar la campanilla, y en ese mismo momento vi, vimos todos, que su mano resbalaba por la barra de apoyo buscando el botón de llamada. Sé que me quedé lo más atrás posible, con la esperanza de que otros bajaran también en la parada de la rue Oudinot, pero nadie se movía, él había tocado la campanilla para bajar y el 92 seguía corriendo por la avenida, acercándose a la parada, frenando al fin lentamente para no patinar en la capa de nieve y escarcha. Cuando bufaron las puertas automáticas y el hombre, con un movimiento brusco y a la vez interminable, giró dándonos la espalda para bajar, el guarda esperó con la mano sobre la palanca que cerraría la puerta, hasta que tres de nosotros nos decidimos al mismo tiempo a descender. La avenida nos cegaba con su silenciosa oscuridad, y había que moverse con precaución para no resbalar en la escarcha. Los que habíamos bajado juntos esperamos que el autobús arrancara para atravesar la avenida, sin hablar (¿qué hubiéramos podido decirnos, qué relación legítima había entre nosotros?) y como avergonzados de esa complicidad que tardaba en romperse. El hombre había subido a la acera después de cruzar la franja con árboles paralela a la calzada, y estaba inmóvil en la esquina de la avenida y la rue Oudinot sin mirar hacia nosotros. A su espalda se alzaba el paredón del instituto de ciegos, quizá entraría allí o en cualquiera de las casas de retiro de ese barrio lleno de conventos y jardines tapiados. Mis dos compañeros empezaron a cruzar la avenida, resbalando en la escarcha, y los seguí de cerca sabiendo que tendría que internarme por la rue Oudinot solitaria como siempre a esa hora y que quizá el hombre echara a andar tras de mí. Los otros dos se perdían ya avenida abajo, rumbo a la rue de Sèvres que brillaba a lo lejos; caminaban juntos, manteniendo la alianza. Yo resbalé y tuve que abrazarme al tronco de un plátano; cuando alcancé a mirar furtivamente hacia atrás, la esquina estaba desierta. Seguí viajando muchos meses en el 92, a las mismas horas; me tocaron con frecuencia el mismo guarda de aire apacible y algunos de los compañeros de aquella noche. El mal no volvió a subir, y nosotros, como en realidad no nos conocíamos, jamás hablamos de aquella noche; por lo demás, son cosas que no se hacen en París.
   A propósito de Williams, la insistencia de De Quincey en describir las características anormales de su rostro, su impresionante palidez contrastando con el cabello de un amarillo anaranjado, apunta claramente a algo que va más allá del deseo de aterrar al lector. De Quincey debió darse cuenta, como después Dostoievski en el final de El idiota, que ciertos niveles del crimen están condicionados por valores diferentes, en un sistema donde el juicio y la conciencia comunes son como tragados por el horror sin nombre que mueve al mismo tiempo al criminal y a la víctima. No se trata solamente del miedo que estimula y facilita una serie de asesinatos en cadena como en los casos de Jack the Ripper o del Vampiro de Düsseldorf; incluso en un asesinato que no se ha visto precedido por el renombre de un criminal anónimo, pueden darse circunstancias que estaría tentado de llamar ceremoniales, una doble lanza encadenada del victimario y la víctima, un cumplimiento.
   La victimología existe hace años como disciplina, y es por así decirlo la antimateria de la criminología. Baudelaire, que sabía de estas cosas, fue quizá el primero en intuir la alianza profunda del verdugo y su víctima ¿Qué habría hecho yo la noche del autobús 92 si el hombre de sobretodo negro me hubiese seguido por la rue Oudinot desierta? No lo sé, desde luego, pero puedo excluir algunas cosas que no habría hecho, y una de ellas hubiera sido la de huir a la carrera, estoy persuadido de que lo absurdo de la situación me lo hubiese impedido. Probablemente habría provocado un acto cualquiera de mi seguidor, haciéndole frente, dirigiéndole la palabra, pidiéndole fuego; pero ésa hubiera sido una conducta de víctima, el primer paso de la ceremonia.
   El estudio del doctor Karl Berg sobre Peter Kürten (a quien todos seguimos viendo con el rostro de Peter Lorre, pero que no se le parecía, puesto que a quien se parecía muchísimo era nada menos que a Max Jacob, que se hubiera divertido la mar) muestra en algunas víctimas un comportamiento que sólo grandes novelistas han sido capaces de presentir. Si en la literatura de crímenes son poco convincentes, el relato de Rogozhin sobre el asesinato de Nastasya y la descripción de Mersault en la playa africana se inscriben para siempre en esa memoria que reconoce; hay en ellos el aura de fatalidad y de consentimiento que aquella noche me tocaría vivir en la plataforma de un autobús. La resistencia física de la víctima lleva muchas veces a no reparar en la aquiescencia más profunda, pero ahora sé, como lo sabían Nastasya y muchas de las víctimas de Kürten o del Ripper, que la absurda negativa a huir era ya una aceptación, aunque luego hubiera una lucha desesperada para evitar el estrangulamiento o el cuchillo. El caso de María Butlies es un impecable epítome de esta abolición de las defensas más vitales. En plena atmósfera de pánico, cuando ya el anónimo "vampiro" había asesinado, violado y desangrado cantidad de mujeres y niñas en Düsseldorf y se vivía bajo la amenaza permanente de un nuevo crimen, María Butlies se dejó cortejar por un caballero bien vestido que la llevó a un parque y le hizo el amor, esforzándose de paso por estrangularla en el momento decisivo. En el estudio de Charles Franklin sobre Kürten se recuerda que varias mujeres habían sufrido el mismo tratamiento que por alguna razón no llegaba a completarse, pero que ello no les había impedido encontrarse en otras ocasiones con Kürten, desde luego sin sospechar que se trataba del vampiro. María Butlies no solamente sobrevivió a la tentativa de estrangulación, que debió tomar por un capricho estimulante, sino que aceptó ir a casa de Kürten, donde éste hubiera podido asesinarla, como ya lo había hecho con Rudolf Scheer. Pero el consentimiento inconsciente va todavía más allá; María, impresionada por la conducta de Kürten, escribió a una amiga describiéndole la aventura en el parque y el miedo que había tenido. La amiga comprendió inmediatamente que se trataba del vampiro y llevó la carta a la policía. María estaba lejos de ser una retardada mental, vivía en Düsseldorf y era capaz de escribir cartas con el recuento de sus experiencias amorosas. ¿Cómo explicar ese bloqueo, esa amnesia fulgurante en torno a la amenaza que suponía el vampiro para las muchachas de la ciudad? La especial relación que tantas veces se entabla entre el asesino y el asesinado puede ser de orden casi hipnótico, crear una atmósfera inhibitoria semejante a la que conocimos la noche del autobús 92; se presiente allí una sutil suspensión de las defensas, una anestesia mental que algunos criminales -Kürten, el Ripper, Landru, Christie y el casi inconcebible Bela Kiss- tienen el poder de dispensar a sus víctimas con el mismo gesto con que les ofrecen el brazo o les compran una flor.


Jack the Ripper blues

I've no time to tell you how
I came to be a killer,
But you should know, as time will show,
That I'm a society's pillar.


De un poema enviado por Jack a un
periódico londinense, 1888.


   Sobre las cartas y los poemas atribuidos a Jack en la época de los asesinatos se discute todavía en su patria, tierra feliz para la que no existe el tiempo cuando se trata de combinar el placer con la solución de un enigma. Como el agua y la sed se inventan mutuamente, no sorprenderá que Gran Bretaña haya producido algunos de los más memorables misterios de la historia junto con los más arduos esfuerzos para resolverlos. ¿Quién fue Shakespeare? ¿Quién Jack the Ripper?
   Los argentinos podemos estar contentos: Jack murió en Buenos Aires. Por su parte, los rusos no ocultarían su satisfacción si pudieran sustituir la frase anterior por esta otra: Jack murió en San Petersburgo. Last but not least, los ingleses sonríen amablemente: Jack murió en su patria, puesto que era nada menos que el médico de la reina Victoria. Como se ve, esto se parece bastante a las tres cabezas auténticas de San Juan Bautista que decoran considerablemente otras tantas iglesias de Italia. Desecho sin vacilar la teoría fomentada por el oro de Moscú y esgrimida por William Le Queux, según la cual el Ripper era un tal Pedachenko, psicópata distinguido que la Okrama habría enviado a Londres para fastidiar y desacreditar a la policía inglesa. En efecto, aunque siempre he temblado ante la sospechosa actitud de los rusos para dominar las lenguas extranjeras, sin duda como primer paso hacia la dominación de todo el resto, no veo a ningún Pedachenko capaz de escribir, entre uno y otro asesinato, este poemita del que se podría decir cualquier cosa menos que no es cockney:

I'm not a butcher,
I'm not a Yid,
Nor yet a foreign skipper,
But I'm your own light-hearted friend,
Yours truly, Jack the Ripper.


   Lamento que Charles Franklin, que me secunda en esta desdeñosa eliminación de la teoría eslavófila, se muestre igualmente escéptico con respecto al médico de la gorda soberana y, sobre todo, que no parezca comprender la grandeza de la teoría argentina. Por lo pronto, eliminar así no más al médico de la gorda revela poco sentido de las esquinas peligrosas, como les hubiera llamado Priestley, de esos "if..." que hubieran podido transformar quizá bellamente la historia a partir de la nariz de Cleopatra. Basta imaginar a Jack cumpliendo en tan vasto y real campo operatorio lo que modestamente debió conformarse con hacerle a Mary Kelly y que, para protección de personas impresionables, resumo en nota cabeza abajo. El ejercicio imaginativo (usted ya habrá leído la nota porque no se cree una persona impresionable) se ve favorecido si se piensa en la famosa fotografía de la reina Victoria a caballo, y la otra en que tiene por la brida al mismo animal que no se sabe cómo ha podido sobrevivir al paseo. Frente a tales documentos es fácil comprender que Jack trepidara, pero aquí estamos perdiendo el tiempo porque jamás he creído en esa teoría; no en vano soy argentino, y la hipótesis de Leonard Matters es la que halaga mis mejores sentimientos. Así, aunque siempre sostendré que el Ripper era un cirujano (pues de sus calificaciones profesionales no se dudó nunca, y los documentos disponibles prueban que todas las mutilaciones fueron practicadas con un profundo conocimiento de la anatomía y del manejo del bisturí), apoyaré con perseverancia a los que después de desechar a vagos anarquistas eslavos y a médicos reales, se inclinan con el debido respeto ante el doctor Stanley, fallecido a fines del siglo en la ciudad de Buenos Aires después de confesar la saga sangrienta a una familia dividida entre la estupefacción y la pataleta.
   Si estoy convencido de que el doctor Stanley era el Ripper, ignoro en cambio las razones de su exilio en la Argentina, a menos de imaginarlo como una especie de contrapartida simétrica de Juan Manuel de Rosas. En este plano de espejos y de repeticiones fuera del tiempo histórico, hay otro elemento que apoya la teoría. Franklin sostiene que Stanley quiso vengar a su hijo, a quien Mary Kelly había confiado una considerable sífilis años antes de su metódico fraccionamiento. Quizá para irse haciendo la mano, o porque confundió a las chicas que debían parecerse mucho en esas capotitas y esos faroles de gas, Jack sólo llego tras una larga práctica a Mary Kelly y con ella cerró la serie, probando por lo menos que la venganza quedaba cumplida y que el resto podía convertirse en historia argentina, como ya ha pasado con tantas cosas inglesas. Ahora bien, en su estudio sobre el caso, Franklin aduce con su habitual ligereza que la teoría está llena de agujeros, empezando porque Mary Kelly no sufría de sífilis. No seré yo quien acuse a esa nena de un mal que quizá no padecía, pero la experiencia me enseña, como debió enseñarle a Franklin, que cualquier alusión más o menos ilustre a la sífilis es cuidadosamente disimulada apenas entra en juego Buenos Aires; de Pedro de Mendoza, primer fundador de esta laboriosa ciudad, los manuales de historia decían púdicamente "que estaba ya muy enfermo" al llegar al Río de la Plata, cuando la verdad es que las francachelas del saco de Roma lo habían puesto en las mismas condiciones que al hijo del doctor Stanley. Creo dejar así bastante pulverizada al argumentación anglófila de Franklin.
   Ah, cómo me gustaría saber de la vida de Jack en Buenos Aires, si alguna vez salía de eso que llamaban "la colonia inglesa" y que en realidad venía a ser exactamente lo contrario, para darse una vuelta por el barrio sur o bajar hasta la recova, donde los olores y algunas caras podían recordarle Whitechapel y Spitalfields. A lo mejor algún malevo se burló de su acento en el mostrador de un cafetín; a lo mejor le curó el hígado a alguno de mis tíos abuelos. ¿Por qué le tengo afecto a Jack? Hace rato que una señora me está acusando sotovoche de mal gusto quizá porque la notita supra la dejó más bien infra. Vea, señora, en primer lugar yo hice lo necesario para que no la leyera, pero además lo que a usted le molesta verdaderamente es que se hable con tanto desenfado de la reina Victoria, y por eso le voy a explicar por qué le tengo más afecto a Jack y a Mary Kelly que a la gloriosa soberana. En la idea figurada que me hago de un mundo mejor, Jack había venido a la tierra para destripar a la reina. Cuando digo Jack, cuando digo reina, quizá usted ya me entiende; y si todavía no está claro entérese de que un tal Henry Mayhew, citado por Franklin en su estudio sobre el Ripper, comprobó que en tiempos de la gloriosa soberana las condiciones de vida en Londres eran tan monstruosas que el número de prostitutas pasaba de ochenta mil. El desempleo, la miseria, el despotismo social, no dejaban a esas mujeres otro reino que el de la ginebra, las enfermedades venéreas o el cuchillo; ¿para una Moll Flanders, ¿cuántas acababan como la Nancy de Oliver Twist? Desde luego, los estadígrafos y la mofletuda soberana no se enteraban de nada. Y nada resume mejor el paraíso victoriano que la frase de una de las muchachas del East End, cuando le aconsejaban que cesara de trabajar en la calle para no encontrase con el Ripper: "Bah, que venga. Cuanto antes mejor, para una como yo".
   Así, señora, por muy horribles que fueran los crímenes del Ripper, parecen obras de beneficencia frente a este hipócrita genocidio que en tantas partes del mundo está lejos de haber cesado; y por eso, en mi mundo figurado, Jack sigue ahí para destripar a la reina Victoria, y el poema que puse como epígrafe es irónicamente cierto y Jack es un pilar de la sociedad. En su película sobre Peter Kürten, el francés Robert Hossein vio muy bien el problema: la ciudad de Düsseldorf, que tiembla ante los repetidos asesinatos del vampiro, tolera impasible las palizas de los nazis a los judíos, las primeras destrucciones de bibliotecas, los desfiles de las juventudes hitleristas. Voilà, madame.


Para terminar con las relaciones sospechosas


   Hace años imaginé a Jack de una manera más personal, buscando esa cara que ocultaba la probable máscara, y lo dije así:


Jack the Ripper

Como no he conocido la intimidad, como
   las manos
me muestran solamente su comercio con
   peniques y anillos,
y puesto que el día es una lavabo donde flotan
   pelos, y la noche
inalcanzablemente es otra vez el vientre
de donde me arrojó mi madre antes de que
   nos ahogara la cerveza,

necesito este espejo triangular,
algo que me hunda en el misterio
para después, oculto en niebla
   y respetabilidad,
mirar su roja nube,
lamerla sollozando.

Cortázar, Julio; La vuelta al día en ochenta mundos, México, Siglo Veintiuno Editores, 1984 (Tomo II)



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[1]Thomas De Quincey. On Murder Considered as One of the Fine Arts, en Selected Writings, Random House, New York, 1937, pp. 1033 ss.
[2]Cf. Charles Franklin, A Mirror of Murders, Transworld Publisher, London, 1964. Los curiosos podrán apreciar pintorescas variantes de este mismo episodio cuando se ocupan de él Colin Wilson y Pat Pitman (Enciclopaedia of Murder, Pan Books, London, 1961)
[3]De Quincey no ignoraba esta dialéctica, y vale la pena citar sus propias palabras:
   In particular, one gentle-mannered girl, whom Williams had undoubtedly designed to murder, gave in evidence that once, when sitting alone with her, he had say, "Now, Miss R., supposing that I should appear about midnight at your bedside armed with a carving knife, what would you say?" To which the confiding girl had replied, "Oh. Mr. Williams, if it was anybody else, I should be frightened. But, as soon as I heard your voice, I should be tranquil." (Op. cit, pp. 1034-5).

[4] [2]
[5]Citada por Franklin, Colin Wilson, etc.
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