No sé en qué medida las letras del jazz influyen en los poetas norteamericanos,
pero sí que a nosotros los tangos nos vuelven en una recurrencia sardónica
cada vez que escribimos tristeza, que estamos llovizna, que se nos atasca
la bombilla en la mitad del mate
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Rechiflao en mi tristeza
Te evoco y veo que has sido
en mi pobre vida paria
una buena biblioteca.
Te quedaste allá,
en Villa del Parque,
Con Thomas Mann y Roberto Arlt y Dickson Carr,
con casi todas las novelas de Colette,
Rosamond Lehmann, Charles Morgan, Nigel Balchin,
Elías Castelnuovo y la edición
tan perfumada del pequeño
amarillo Larousse Ilustrado,
donde por suerte todavía
no había entrado mi nombre.
También se me quedó un tintero
con un busto de Cómodo,
emperador romano
cuya influencia en las letras
nunca me pareció excesiva.
Nairobi, 1976
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-Vos -me dice Calac que anda rondando
como siempre cuando huele a cinta de máquina- se diría que te pasaste
la vida en Nairobi.
-Pensar que le pagaban un sueldo increíble como revisor de la Unesco
-dice Polanco que ya se apoderó de mis cigarrillos-, y que el tipo no
hizo más que rascar la lira durante dos meses. Tienen razón, pero el
azar también: entre todos estos papeles sueltos, los poemas de Nairobi
buscan entrar primero y no veo por qué negarme. En el de arriba me gusta
cómo rehusé hundirme en la nostalgia de la tierra lejana; el recuerdo
de mi tintero ayudó irónicamente, porque la verdad es que nunca comprendí
que hacía la imagen en bronce de Cómodo en un instrumento de trabajo
nada afín a sus gustos.
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Ahora que lo pienso, cuando tenía veinte años la
evocación de un emperador romano me hubiera exigido un soneto-medallón
o una elegía-estela: poesía de lujo como se practicaba en la Argentina
de ese tiempo. Hoy (podría dar los nombres de quienes opinan que es
una regresión lamentable), el ronroneo de un tango en la memoria me
trae más imágenes que toda la historia de Gibbons.
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