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Parece que ha dejado de ir al almacén los sábados,
no se lo ve en la esquina de Otamendi,
empiezan a extrañarlo en casa de las chicas de arriba.
Ayer a la hora del almuerzo no se lo oyó silbar
y cosa rara no protestó porque los tallarines estaban
demasiado cocidos.
Quizá al final el canillita se dé cuenta
de que el señor de saco piyama no le compra más Clarín,
y en impuesto a los réditos alguien acabe por llenar una
boleta rosa
(primer aviso) que un cartero entregará a un chico
que le dará a su madre que mirará y no dirá nada.
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Esto fue escrito hace por lo menos veinte años. Una vez más la
naturaleza habrá imi- tado al arte.
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Al final de esta guitarreada no seamos malos con Cómodo, el de mi
tintero. No hace mucho descubrí un viejísimo poema que incluso llegó
a publicarse en una revista universitaria de esas que apenas alcanzan
a durar el número cero; si no estoy mezclando recuerdos, un Murena
joven y entusiasta vino a pedirme colaboración a la Cámara Argentina
del Libro donde yo trabajaba allá por el cuarenta y siete, y se lo
di fresquito y lujoso; hoy lo leo preguntándome si algo en mí no veía
ya lo que nos esperaba en nuestra famosa tierra de paz y prosperidad.
También Cómodo desde un palacio pudo mirar las plazas donde los dioses
despojados de toda potestad se mezclaban con vagabundos y borrachos
en un mismo clamor por panem et circenses.
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Salvo el crepúsculo, Buenos Aires, Ed. Alfaguara,
1996
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