La noche boca arriba
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Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
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A
mitad del largo
zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró
a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón
donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la
joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez;
llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se
filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque
para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó
en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa,
el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más
agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle
larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias
villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído,
pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó
llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día
apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer
parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de
las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la
izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de
debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía
una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía
soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no
parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él,
lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio
fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta.
Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima,
supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero
el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así
va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un
trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña
farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los
cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde
pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo
que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus
señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no
le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por
toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;
unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que
la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural",
dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos
rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía
poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles
llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar
dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en
una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole
la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura.
Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera.
Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera
sido por las contracciones del estómago se habría
sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y
veinte minutos después, con la placa todavía húmeda
puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la
sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado,
se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de
mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó
otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien
parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba
lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un
olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una
fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía
que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y
su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor,
como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se
revelara contra eso que no era habitual, que hasta
entonces no había participado del juego. "Huele a
guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de
piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un
sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un
arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos,
probablemente del otro lado del gran lago, debían estar
ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía
esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había
sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía
allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra
florida. Había que seguir, llegar al corazón de la
selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la
calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a
correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En
el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió
una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó
desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el
enfermo de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el
sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras
trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente
de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió
sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los
labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los
ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio
llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama,
una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada
con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido
opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y
cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna
cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un
relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y
a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una
película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de
oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de
pan, más precioso que todo un banquete, se fue
desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y
solamente en la ceja, donde lo habían suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando
los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul
oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua
por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer
hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas
o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena
oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles
era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me
salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón
de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las
ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.
Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad
y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la
calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a
verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla.
La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal,
subió como el escorpión de los pantanos hasta su
cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo
apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae
las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo
tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio
en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida
había empezado con la luna y llevaba ya tres días y
tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de
la selva, abandonando la calzada mas allá de la región
de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el
rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes
dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su
fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro
lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un
salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en
el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas,
muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el
primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban
las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de
al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía,
la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un
ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un
diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese
acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se
puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente
se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una
botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del
gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la
sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no
debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La
ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera
pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar
el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar.
Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver
nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese
hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni
siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias
inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento.
De todas maneras al salir del pozo negro había sentido
casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo.
Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un
alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado.
Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la
oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá
pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas.
La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando
poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo
sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas
direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los
tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de
lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el
contacto con su amuleto, y supo que se lo habían
arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía
salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre
las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta.
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras
del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que
rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba
porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el
grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó
en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en
los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó
de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía
las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de
goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió
como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su
brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor
se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes
que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la
ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno
de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron
manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos
que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor
de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían
agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el
final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que
por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se
alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno
de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin
fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado
el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió de un brinco a la noche del
hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda
que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus
vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la
botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida
contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes
que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y
se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber
que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía,
que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo
que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le
costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más
fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano
sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó
a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras
roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a
acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y
los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían
verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando
pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso
protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la
noche y la luna mientras lo subían por la escalinata,
ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto
estaban las hogueras, las rojas columnas de humo
perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de
sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo
creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil
en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía
la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con
el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra
vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño
maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas
avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y
rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme
insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la
mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado
del suelo, también alguien se le había acercado con un
cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él
boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
De Final del juego
Cortázar, Julio; Ceremonias,
Barcelona, Seix Barral, 1994
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