Etiqueta y prelaciones
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Siempre
me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato.
Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de
vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a
los tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan
desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo
de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se
puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo
y sufrirlo como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la
calle Humboldt llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba
a las chicas, pero en nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre
no existe, y mucho menos otros rebuscados y espamentosos como Chirola,
Cachuzo o Matagatos, que abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz.
Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar
el caso de mi tía la segunda. Visiblemente dotada de un trasero de
imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la
fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle
el apodo brutal de Anfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más
decente y familiar de la Culona. Siempre procedemos con el mismo tacto,
aunque nos ocurre tener que luchar con los vecinos y amigos que insisten
en los motes tradicionales. A mi primo segundo el menor, marcadamente
cabezón, le rehusamos siempre el sobrenombre de Atlas que le habían
puesto en la parrilla de la esquina, y preferimos el infinitamente
más delicado de Cucuzza. Y así siempre.
Quisiera aclarar que estas cosas no
las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan
sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar
los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones.
No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas, y
basta que alguno de nosotros oiga en la cantina frases
como: "Fue un partido de trámite violento", o:
"Los remates de Faggioli se caracterizaron por un
notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio",
para que inmediatamente dejemos constancia de las formas
más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir:
"Hubo una de patadas que te la debo", o: "Primero
los arrollamos y después fue la goleada". La gente
nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que recoja
la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío
el mayor, que lee a los escritores argentinos, dice que
con muchos de ellos se podría hacer algo parecido, pero
nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.
Cortázar, Julio; Historias de cronopios y de famas, Buenos Aires, Sudamericana, 1994
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