El río
|
Tamaño de fuente
|
|
|
|
|
|
Y
sí, parece que es así,
que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a
tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche,
mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad
o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha,
porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así,
eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra
vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa
si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles
mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí
dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido
cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo
me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo
alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo,
has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome,
y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño,
como si de verdad soñaras que has salido y que después
de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una
vez más, para dormir después con la cara empapada de un
llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora
en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de
veras.
Me das risa, pobre. Tus determinaciones
trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una
actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente
crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas
patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos.
Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera
la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta,
con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose
en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para
sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente
su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves,
escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho
quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que
es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por
tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía
por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus
gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña
que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo
y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable
de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma
los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios
sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes
creerme.
Pero si es así me pregunto
qué estás haciendo en esta cama que habías decidido
abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta
que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando
el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado
enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de
desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas
breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas
amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño
te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación
o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a
rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda
servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra
vez si en algún momento te habías ido, si eras tú
la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que
yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte,
no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún
momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró
la puerta, soñé que te habías ido mientras tú,
creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de
la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer
es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza.
La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el
terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento
que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te
han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote,
pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él,
es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada
sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a
tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca
y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana
que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea
que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos,
el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa,
pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos
por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos
para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme
de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes,
lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño
voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de
manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin
se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas
ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la
almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea,
y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua,
demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle
rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado
y tus ojos abiertos.
De Final del juego
Cortázar, Julio; Ceremonias,
Barcelona, Seix Barral, 1994
|