Enzo Maqueira
Cortázar: el descubrimiento del otro y el regreso a
Latinoamérica
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Julio Florencio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en Bruselas y murió
70 años más tarde en París, una tarde fría de la cual muchos todavía tienen
el recuerdo. Tenía cinco años cuando su padre, agrega- do cultural de la
embajada Argentina, pudo retornar a su país después de deambular por Europa
esperando el fin de la guerra. La familia se instaló en una casona de
la ciudad de Banfield, allí donde Julio corría con las piernas rectas
para fingir un vuelo y se encerraba a leer Tarzán en una habitación
oscura.
Buenos Aires lo recibió más tarde. Ya era un muchacho inmenso,
flaco y desgarbado, que escribía poesías y no podía despegarse de cuanto
libro pasara cerca de sus manos. Recordaba perfectamente el francés que
había aprendido en Bélgica, y su castellano sufría con una 'r' afrancesada
que nunca pudo quitarse. Leía a Rimbaud, Flaubert, Freud, Joyce; dedicaba
horas a un trabajo sobre Keats, buscaba desesperadamente el encuentro
con otros jóvenes como él y miraba hacia Europa con nostalgia.
Su educación terminó con un intento frustrado de estudiar
Letras y con el título de Maestro Normal bajo el brazo. El primer tren
que tomó lo dejó en medio de la llanura pampeana, en la pequeña Bolívar
donde impartía clases de geografía. Todos dormían la siesta mientras él
leía. Seguía escribiendo poesías y cartas que enviaba con tristeza a sus
amigos en Buenos Aires. Se sentía lejos del mundo bajo el poncho abrasador
de la pampa. Otro tren lo dejó en Chivilcoy. Una ciudad un poco más grande
pero el mismo vacío y la misma añoranza. Europa estaba muy lejos aún.
La política lo devolvió a Buenos Aires. Un grupo de militares
tomó el poder y Cortázar fue acusado de poco fervor patriótico. Así terminaron
cuatro años en un pueblo donde se escondía el amor platónico con una estudiante,
los primeros cuentos y el primer enfrentamiento con un gobierno que luego
se llamaría peronismo y lo alejaría definitivamente de esa parte del mundo.
Pero antes un paso fugaz por la Universidad de Cuyo. A la
vera de la Cordillera de los Andes, el profesor 'Largázar' impartía sus
clases de literatura inglesa y francesa. Ahí estaba al frente de una clase,
ostentando su metro noventa y sus buenos modales, su corrección y una
erudición asombrosa.
El peronismo no tardó en tomar la casa. Perón ponía un pie
en la Casa de Gobierno cuando Cortázar renunció a su cargo en la Universidad.
De vuelta en Buenos Aires, soportó con estoicismo la invasión popular
que sobrevino a la Nueva Argentina del General. Intentaba escuchar sus
conciertos de música clásica mientras por los altoparlantes un grupo de
descamisados vociferaban 'Perón, Perón, qué grande sos'. Escribía las
páginas de su futuro Bestiario abstrayéndose de la ignorancia y
el vacío, la provocación morena que inundaba la ciudad desde el interior
del país.
No tardó en 'mandarse a mudar'. En 1951, el buque Provence
zarpó del puerto de Buenos Aires y lo dejó en Marsella. De allí a París
sin escalas. Finalmente había llegado. Todos los museos estaban a su alcance,
todas las bibliotecas le ofrecían Goethe y Kafka y Dostoievsky y Mallarmé
y Sartre y la nouvelle vague y Natalie Sarraute... Hablaba francés, discutía
de literatura, no hacía falta encerrarse para escuchar sus discos de jazz
o deambular sin sentido. Pero entonces descubrió al prójimo.
Era, al fin y al cabo, un extranjero. Estaba, para qué negarlo,
en un país poco hospitalario. Sus amigos, naturalmente, eran extranjeros.
Así comenzó un largo periplo de regreso a su continente.
Las ficciones fantásticas de Bestiario se convirtieron
en el realismo crudo de "El perseguidor". Allí engendró un Charlie Parker
propio, un genio ¿derrotado? por las drogas y el alcohol en oposición
a un crítico que es testigo y parte. Estos polos opuestos son las dos
fuerzas que se escondían en Cortázar. Crítico y creador, buceador realista
y escapista fantástico al asombro y lo maravilloso. En "El perseguidor"
las dos fuerzas se enfrentan como un signo inequívoco de una realidad
que comenzaba a ocupar un nuevo espacio en su vida, una realidad más cercana
al hombre y a sus conflictos.
Del descubrimiento del hombre llegó el descubrimiento de
América Latina. Cuba vivía el final de la dictadura de Fulgencio Batista
y la entrada triunfal de los barbudos liderados por Fidel Castro. Como
tantos otros intelectuales, Cortázar sintió el llamado de la Revolución:
"Yo vivía en Francia cuando estalló la revolución cubana, cuando la lucha
en Sierra Maestra. Es decir, que todo eso era a nivel de telegramas: a
los franceses les importaba un bledo, y los cables era de fuente norteamericana,
o sea bastante deformados y sin muchos detalles. Sin embargo, algo, una
cuestión de olfato, me dijo que eso era importante. Que eso no era, una
vez más, un levantamiento contra un dictador. Yo no tenía una declaración
precisa de lo que era el gobierno de Batista. Lo asimilaba cualquiera
de los otros dictadores del momento, pero algunas declaraciones de Fidel,
cuando recibió a aquellos periodistas yanquis, Matthews y demás, me abrieron
los ojos. Había una cuestión de tono y me dije: 'Esto es diferente'. No
se me ocurrió directamente ir a Cuba. Yo estaba instalado en mi vida europea
con muy poca, prácticamente ninguna connotación o participación de tipo
ideológico o político con el socialismo, una cuestión de simpatía teórica
y nada más, la actitud típica de un liberal que se imagina de izquierda.
Entonces, cuando los cubanos me invitaron a ir como jurado del Premio
Casa de las Américas, recuerdo muy bien la impresión que me hizo. Es curioso
(una vez más debo apelar a la dimensión poética): tuve la sensación de
que golpeaban a mi puerta, una especie de llamada. Y Dios sabe que los
cubanos hacían lo que han hecho siempre, es decir, llamar para un cierto
trabajo a gente que suponen honesta, pero que no está necesariamente en
su línea (...) En ese mismo plan me llamaron a mí: sin embargo, yo sentí
por unas vías irracionales que eso era una especie de encuentro, una especie
de cita, una especie de cita en la oscuridad con algo. Y fui a Cuba y
me di cuenta de que había hecho muy bien en ir, y que, efectivamente,
era la cita, porque me bastó un mes ahí y ver, simplemente ver, nada más
que dar la vuelta a la isla y mirar y hablar con la gente, para comprender
que estaba viviendo una experiencia extraordinaria, y eso me comprometió
para siempre, con ellos y con el camino que luego fueron siguiendo"1
Seguía viviendo en París, pero ahora se sentía latinoamericano.
Mientras algunos criticaban su cómoda vida europea, él iba y venía de
Cuba, colaboraba con la Casa de las Américas y bregaba por un mundo más
justo, sin imperialismo ni opresión, sin hambre ni explotación. Seguía
escribiendo y seguía jugando. Se encerraba en su departamento parisino
a armar móviles y juguetes de madera, tecleaba en su vieja Remington las
páginas de Rayuela, era cada vez más reconocido y se sentía cada
vez más comprometido con un continente que lo necesitaba.
Era joven. Su cara no envejecía a pesar de que los años se sumaban. Tenía cincuenta y cuatro años y recorría el Mayo Francés confundido en las barricadas de estudiantes y repartiendo volantes. Entraba como el mayor exponente de la década gloriosa de la literatura latinoamericana y todavía tomaba el metro y se bajaba en cualquier estación, en cualquier nuevo barrio que recorría con los ojos abiertos, curioseando como algunos de sus gatos.
Pero los ´70 representaron las dictaduras. El gobierno de
Allende en Chile cayó derrocado por Pinochet y Cortázar organizó la ayuda
a la resistencia. Desde París (sí, desde su cómoda vida europea), proyectaba
publicaciones, pronunciaba discursos, acogía a los exiliados, formaba
parte de los tribunales de condena a la dictadura. Aunque todavía guardaba
la fantasía para sus cuentos, la revolución cubana y la denuncia a la
tiranías de América saltaban a la vista en cada nueva página. El libro
de Manuel (1973), Fantomas contra los vampiros multinacionales
(1975), Alguien que anda por ahí (1977), son algunos de los libros
que consagró a su lucha política. Los derechos de algunas de estas publicaciones
fueron cedidos a la resistencia chilena. Otros derechos, como los de Nicaragua
tan violentamente dulce (1983), fueron para el pueblo nicaragüense.
La revolución sandinista fue otro de sus grandes amores, otro de los cambios
históricos que apoyó en sus páginas y en sus actos, en las conferencias
que daba alrededor del mundo y en los viajes repetidos a Managua. En uno
de los últimos no dudó en instalarse en medio de la balacera de la frontera
con Honduras, allí desde donde Estados Unidos preparaba una invasión.
A pesar de sus esfuerzos la batalla parecía perderse. Las
dictaduras avanzaban en América Latina y ni Cuba ni Nicaragua eran suficientes
para frenar tanto avance imperialista escondido bajo escudos nacionales
y marchas militares. Argentina cayó en 1976. Cortázar tenía ya 62 años
y ahora era verdaderamente un exiliado. "El exilio físico es mi problema
personal, yo lo puedo tomar bien o lo puedo tomar mal. Lo que es terrible
es el exilio cultural, el hecho de que la junta de Videla en la Argentina
haya prohibido la publicación de mi último libro de cuentos porque en
ese libro había dos cuentos que les molestaban, eso significa un exilio
cultural. Veintidós millones de compatriotas míos se han visto privados
de leerme. Ese corte, ese exilio, es terrible; porque en unos pocos años,
el hecho de que esos países, Chile, Argentina o Uruguay, estén separados
de la producción científica, artística e intelectual de sus mejores creadores,
va a dar en esos países una especie de desierto espiritual en donde es
perfectamente fácil lavar los cerebros y condicionar a los jóvenes, y
crear lo que los regímenes de esos países buscan, que es crear robots,
crear gente incapaz de pensar por sí misma".2
El escritor afrancesado recibió la ciudadanía francesa en
1981. El intelectual comprometido con la causa latinoamericana seguía
luchando por la resistencia chilena, pasaba largos meses trabajando en
Cuba y Nicaragua, viajaba a dictar conferencias revolucionarias en el
corazón de las Universidades de Estados Unidos, y condenaba públicamente
las dictaduras del continente. Mientras tanto no cesaba de escribir informes,
recoger testimonios, insistir con la toma de conciencia de un mundo que
miraba poco hacia abajo. Muchos seguían criticándolo; otros, como el poeta
Haroldo Conti, escribió antes de ser un desaparecido más: "Yo aprecio
esto en Cortázar y se lo agradezco, y creo que es bueno que se quede allá
aunque sea nada más que para eso. Porque cuando enmudezcan todas las voces,
habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que
denuncie y ayude, que movilice y congregue".3
Ya poco quedaba de la vida de Cortázar cuando Argentina volvió a la democracia. Pudo viajar a Buenos Aires pocos días antes de la asunción de Alfonsín. Salía de un cine de la calle Corrientes cuando una manifestación que clamaba por los derechos humanos alcanzó a distinguir su figura por sobre todas las cabezas. "Ahí está Cortázar", gritaron. En un segundo estaban junto a él. Madres de Plaza de Mayo, periodistas, estudiantes, todos lo rodeaban y lo llenaban de besos y abrazos. Cortázar estaba feliz, Conti tuvo razón. Apenas le quedaban algunos meses de vida. La leucemia avanzaba y lo esculpía lentamente en el recuerdo. Volvió a París prometiendo regresar a Buenos Aires. La lucha debía continuar, la democracia era solo un comienzo. "Se creen ya 'en democracia', los ilusos; les insistí en que ahora hay que edificar la democracia, y no sobre una base paternalista y piramidal, Alfonsín reemplazando a Perón en el mito. ¿Serán capaces? Ojalá, ¡pero cuántos 'chantas' hay por allá!. Esperemos y peleemos".4 El 12 de febrero de 1984 sobrevino la muerte. Fue sepultado dos días después, en el cementerio de Montparnasse. Hacía frío y un rayo de sol apenas se filtraba entre los árboles. Un grupo de latinoamericanos esperaban acurrucados; los ojos hinchados, el silencio y las lágrimas. Todo era muy triste en ese cuadro parisino. Debajo de una lápida grisácea descansaba finalmente un escritor que había aprendido a amar la revolución y llevarla hasta las páginas de sus libros. A miles de kilómetros de distancia, en un continente teñido de sangre, sudor y lágrimas, un pueblo entero continuaría con una lucha cada vez más utópica, cada vez más eterna.
Enzo Maqueira. Escritor
y periodista argentino, autor de Cortázar de cronopios y compromisos
y Julio Cortázar. El perseguidor de la libertad
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