Un continente desaparecido

Gianni Miná

Ediciones Península, 1997

 

 

«Aprendí a leer camino del colegio. Tenía entonces tres años y la Conchita, la hija menor del lechero de mi calle, me llevaba de la mano. Fue mi maestra de párvulos en las Escuelas Pías de San Antón y la primera mujer de la que estuve enamorado. Ella me enseñó las letras en los anuncios de hojas de afeitar y de pastillas contra la tos que ilustraban aquellos entrañables tranvías de color rojo que, repletos de humanidad, iban y venían por el Paralelo y por la ronda de San Antonio.

    Hacíamos el camino de casa al colegio jugando a descifrar aquellos signos que se exhibían en los rótulos de las tiendas y daban nombre a las calles. Nos entreteníamos juntando letras para formar palabras y haciéndolas sonar. Algunas las aprendí fácilmente. Las había oído antes en casa: carnicería, vitaminas, Franco... En cambio otras me deslumbraban y hacían que mi imaginación se desbordase: pesca salada, ultramarinos, vulcanizados... Y, a esas palabras, mi fantasía les daba sus propias y sorprendentes interpretaciones mientras ella, que tanto empeño puso en hacerme entender las cosas, no tuvo más remedio que dejar muchas respuestas en manos del tiempo y de otros maestros menos delicados.

    Pero leer, lo que se dice leer, saboreando las palabras y emocionándome con historias en las que uno mismo perfila los rostros de los personajes y colorea el paisaje, lo aprendí cuando ya tenía pelos en las piernas y corría detrás de las muchachas y delante de la policía en mis años de universidad. Aquellos claustros y sobre todo las muchas horas ganadas a la vida sobre los mármoles del bar de la vetusta casa de estudios me proporcionaron amigos y maestros impagables. que me ayudaron a descorrer el velo del solitario placer de la lectura.

    Aunque en general siempre me manifesté bastante precoz, fui un lector tardío, y uno de los primeros libros fundamentales que cayeron en mis manos, uno de esos compañeros de por vida que a fuerza de leerlos y de volverlos a leer acaban por grabarse en lo más profundo y sensible de la memoria, fueron las Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke, a las que recurrí en alguna ocasión para rubricar, con uno de sus fragmentos, largas y vehementes discusiones de amanecida o para deslumbrar a alguna muchacha que no espera menos de uno cuando uno esperaba tanto de ella.

    Hoy, en ese afectuoso apuro en que me encuentro presentando el libro de un amigo, vuelvo a recurrir al viejo Rilke y a un fragmento de sus cartas a Franz Xavier Kappus, el joven poeta, en el que comentando una obra de Jacobsen le responde: "naturalmente usted tiene razón plena, incuestionable, al contrario de aquel que escribió el prefacio. Lea lo menos posible cosas de crítica estética; o son opiniones de escuela petrificadas y escurridas de sentido por un endurecimiento ya sin vida o hábiles juegos de palabras en los que hoy aparece esta opinion y mañana la opuesta... Solamente el amor puede comprenderlas y tratarlas y ser justo con ellas... Dése usted siempre la razón y désela a sus sentimientos ante cada discusión, nota crítica o prólogo de tal laya".

    Es evidente que si utilizo esta cita es porque estoy plenamente de acuerdo con la respuesta de Rilke al joven poeta desde antes, dejemos esto claro, que por cuestiones de mi oficio tuviese que soportar más de una impertinencia "escurrida de sentido en la que hoy aparece una opinión y mañana la opuesta" y porque, francamente, no acabo de entender cuál puede ser la función de presentar un libro cuando el libro está ahí, cuando lo indicado es leerlo y cuando todo el mundo es libre de hacer la interpretación y el juicio que éste le merece.

    Me anima a escribir estas líneas el afecto al autor, del que voy a hablar más que del libro, que al arriesgarse eligiéndome para esta presentación me da una muestra más de confianza. La lectura de Un continente desaparecido ha ventilado la memoria y voy a tratar de aprovecharlo.

    De forma más o menos intuitiva se puede deducir que, cometiendo un crimen, de cualquier índole, se pierde más que se gana. Un crimen siempre se traduce en un error que a corto o largo plazo acabamos pagando todos; por tanto no sería exagerado asegurar que la maldad, en el fondo, es un claro síntoma de falta de inteligencia.

    Paralelamente, creo que la inteligencia conduce inexorablemente a la bondad o, más bien, nos acerca a aquellas pequeñas conductas que podríamos calificar como socialmente buenas, y, de la misma forma que el conocimiento alimenta la calidad del ejercicio de la inteligencia, ambos, conocimiento e inteligencia son los nutrientes básicos de lo que entendemos por bondad.

    Gianni Miná es uno de los hombres que llevan a esta conclusión y que me han ayudado a mantenerla. En una época en que hay cierta tendencia a confundir bondad con la estupidez, reivindico el derecho de este hombre a alinearse junto aquéllos, que en palabras de Antonio Machado, son "en el mejor sentido de la palabra, buenos".

    Su curiosidad de periodista libre le lleva a hurgar en realidades a menudo incómodas y le permite hablar en profundidad de un continente cuyos avatares ha compartido por más de treinta años, con el que ha crecido y soñado, donde se ha enamorado y ha sembrado hijos, con el que se ha derrumbado y se ha vuelto a levantar. Él forma parte de los que no abandonan a esta América Latina de finales del siglo XX, ejemplo del fracaso y de los horrores del neoliberalismo, a ese continete que pretenden desaparecer en nombre de la mala conciencia del mundo occidental y de la utopía derrotada.

    Con la ética por delante, Gianni Miná se sitúa junto a los más débiles, no sólo en nombre de la justicia sino porque sabe que es la fórmula más eficaz para progresar. En las antípodas del estéril individualismo, dispone de aquella lucidez inteligente que permite saber que no existe un auténtico progreso si éste conlleva la miseria de otros hombres. Él sabe que o nos salvamos todos o no se salva nadie.

    No lanza ninguna opinión que no sea consecuencia de rastrear la realidad y buscar la otra cara de la moneda, aquella que a menudo queda oculta cuando los grandes intereses falsean la realidad proyectando informaciones torcidas para hacernos ver aquello que conviene que veamos.

    Reconforta saber que existen personas que, como él, han renunciado a situarse en las ambigüedades de los lugares cómodos, fáciles o placenteros, aunque ello conlleve una angustiosa sensación de soledad.

    Gianni Miná sueña con un mundo humanizado y se niega a renunciar a este sueño. Sabe que la especie humana puede dar más de sí y con este libro parece decirnos: "Al menos que por mí no quede".»