Parada Obligatoria

Joan Barril

Editorial Planeta, Madrid 1999

    

 

 

«La vida, como los transportes públicos, está salpicada de paradas. Algunas, la mayor parte, son discrecionales, o sea, a criterio del conductor, aunque de vez en cuando la vida nos retiene en tremendas paradas obligatorias. En las discrecionales nos detenemos sencillamente porque algo o alguien quiere apearse o montarse al carro y, en cualquier caso, subir o bajar, aceptar o renunciar, creer o dudar son cosas que bien merecen un alto en el camino aunque sea a costa de perder un poco de tiempo. Al fin y al cabo, el tiempo es como el dinero: si lo tienes y lo gastas, ya no lo tienes, pero si lo tienes y no lo usas es como si no lo tuvieras. 

    Siempre son deseables las paradas discrecionales. Tal vez no nos hacen mejores pero, en cualquier caso, nos hacen crecer. En cambio, en las paradas obligatorias la Providencia o el Destino toman la manija y deciden dónde y cuándo echar el freno sin tener en cuenta la opinión del conductor. 

    Las paradas obligatorias no son la muerte, pero la muerte está revoloteando por ahí y su presencia gaseosa nos lleva a pensar en ¿Cómo sería el mundo sin nosotros? ¿Qué diría la gente?, o como en una canción de juventud en la que uno se preguntaba ¿Quién certificaría que había muerto de muerte natural?, ¿Cuál de todos mis amores llevaría flores al funeral...? 

    Mire usted por dónde, una parada obligatoria puede ser un paseo prodigioso por el filo entre lo que fuimos y lo que creímos ser. 

    Eso es lo que ha hecho Joan Barril. Se ha apropiado de un personaje en la bisectriz de la edad y le ha colocado en el límite de las fronteras del cuerpo y del espíritu. No son sólo los huesos y los músculos los que recibieron la peor parte de su accidente de circulación. En esta Parada obligatoria también la historia acumulada se deshilacha y se fragmenta. La inminencia de la muerte ha dejado al protagonista flotando entre sus falsedades. Creía tener un hijo y tal vez nunca fue padre. Creía ser un docto profesor de una supuesta ciencia y se descubre a sí mismo siendo el justificador de la injusticia económica. Creía tener una amante amantísima y en realidad sólo tiene un pañuelo bordado que representa todas y cada una de las mentiras del amor. 

    Con estos mimbres se puede tejer una novela, pero Joan Barril ha ido más allá y, en vez de servirnos una taza calentita de ficción de ésas que ayudan a conciliar el sueño, ha querido poner al lector en la bandeja de la realidad oculta. De ahí que Parada obligatoria no sea una novela en el sentido estricto de la palabra. Más bien se parece a esos formularios donde el texto esencial ya está escrito y quedan unos espacios en blanco que cada quién rellena con sus fantasmas con la esperanza de quitarles la sábana y de esta forma vencer el miedo que le dan. 

    En Parada obligatoria nadie está donde realmente quisiera estar. Es una gran parábola de la felicidad ausente y de la infelicidad que quien más quien menos carga en su propia mochila. Es éste un libro, que por fuerza, arrastra al lector hacia el fondo de sí mismo y le descubre los límites de la felicidad curiosamente desde el quicio de la amargura. 

    Pero en este libro hay algo más que ideas. En Parada obligatoria se encuentran los rastros del oficio de la buena escritura. Desde las primeras páginas nos sentimos acolchados por una prosa cocida a fuego lento y por unos párrafos que merecen dejarse fundir en la boca como un caramelo. ¿He dicho oficio? por supuesto que hay oficio. Barril es un escritor de largo recorrido. Más de 12.000 artículos de opinión y creación en distintas cabeceras de la prensa catalana y española son bastante más de lo que Pavese definía como el oficio de escribir. Pero a fuerza de leer se aprende a valorar más la destilación que el torrente, a descubrir que el vaso de aguardiente siempre es más fértil que la inundación. Este libro es ese vaso de aguardiente con el que brindamos por todo lo pasado y por lo mucho que nos queda. Brindamos por la vida que hay en este libro y porque siempre reconforta que alguien nos haga entender que la exaltación de la vida no es otra cosa que el elogio de la duda.»