1984.

Todo totalitarismo tortura, toda tortura es totalitaria.

Juan Antonio García Amado

Universidad de León.

 

 

"He aquí los dos platillos de la balanza: en uno hay un gramo, en el otro una tonelada; en uno está < < yo> > , en el otro < < nosotros> > , el Estado Único. ¿No es evidente que suponer que ese < < yo> > pueda tener derechos frente al Estado equivale a suponer que un gramo puede estar en equilibrio con una tonelada?" (Yevgeni Zamiatin, Nosotros)

"Los eunucos se agrupan para privar de su poder al pueblo, en cuyo nombre tienen la osadía de hablar. En realidad es lógico, ya que el deseo más íntimo del eunuco es castrar al hombre libre (...). El pueblo se compone de individuos concretos y libres, mientras que el Estado los reduce a números. Donde predomina el Estado, también la muerte es un valor abstracto" (Ernst Jünger, Eumeswill).

"Pero a mis torturadores no les interesaban los distintos grados de dolor. Únicamente les interesaba demostrarme lo que significaba vivir en un cuerpo, solo como un cuerpo, un cuerpo que puede abrigar ideas de justicia solo mientras esté ileso y en buen estado, y que las olvida tan pronto como le sujetan la cabeza y le meten un tubo por la garganta y echan por él litros de agua salada hasta que tose y tiene arcadas y sufre convulsiones y se vacía. No vinieron para sacarme a la fuerza el relato de lo que les había dicho a los bárbaros ni de lo que los bárbaros me dijeron a mí (...). Vinieron a mi celda para enseñarme el significado de la palabra < < humanidad> > , y me enseñaron mucho en el espacio de una hora" (J.M. Coetzee, Esperando a los bárbaros).

"El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?" (G. Orwell, 1984)

 

1984 y nosotros, que nos queremos tanto.

Cuando leo 1984, la novela de Orwell, o cuando veo la película de Michael Radford, que la refleja muy fielmente (o la versión cinematográfica anterior de la novela, dirigida en 1956 por Michael Anderson y protagonizada por Edmon O´Brian, Jan Sterling y Michael Redgrave), se me impone la impresión de que estamos ante un portentoso collage, un collage en el que se mezclan y superponen momentos de la historia del siglo XX que nos resultan (o nos deberían resultar; no se pierda de vista lo que de real se contiene en las ideas sobre el olvido inducido que en la propia obra se recrean) tremendamente familiares, por repetidos, por padecidos, porque forman parte de la infame centuria que acaba de terminar. Como conjunto, como peripecia completa, los hechos que 1984 narra son ficción. Pero prácticamente cada uno de sus momentos, cada episodio, puede ubicarse en algún lugar y momento del siglo XX; o, más bien, en varios; u hoy mismo.

Puesto que hemos de hablar de la tortura y de su tratamiento en la película, no podré entretenerme en ilustrar con pormenor lo que acabo de afirmar. Pero la tentación es demasiado fuerte y no me resisto a dejarlo planteado al menos como juego, ya que como discurso no cabe aquí; y aun a riesgo de que los guardianes de la neolengua, que crecen y crecen (y engordan y engordan), me tilden de frívolo. Mas el propósito no es de frivolizar, es de jugar con la inteligencia y la complicidad del lector no atrofiado por el Gran Hermano. Vamos allá por un breve rato. Quien busque la cálida comodidad de la doctrina, que pase sin más al apartado próximo.

En las dos columnas siguientes vamos a situar dos enumeraciones. En la columna de la izquierda agrupamos, cada uno con su número, hechos o afirmaciones que en la película aparecen. En la columna de la derecha situamos, señalados por letras, hechos, personajes o lugares de la historia real del siglo XX. No se te escapará ya, amigo lector, que estamos ante el típico juego o test de relacionar los números de la izquierda con las letras de la derecha. Sólo me queda indicarte que puede haber varias letras para un número, aunque no hay número sin, al menos, una letra. Podría decirte que las respuestas verdaderas figurarán al final, pero no; si no las conoces, no hay nada que hacer: te pudo el Gran Hermano.

 

 

 

1. El enemigo, tanto interno como externo, lo inventa el Partido.

2. Videovigilancia, escuchas...

3. Pantallas de tv interactiva.

4. Racionamiento de chocolate y alimentos en general.

5. Carestía y dificultad para conseguir cosas tales como cuchillas de afeitar en Estado autoproclamado justo.

6. Sólo los cuadros dirigentes (Nomenklatura) acceden a vino, café auténtico...

7. Machacona insistencia en los logros económicos y productivos del régimen.

8. Mantenimiento de la población en permanente estado de excepción ante las insidias y conspiraciones de un enemigo polimorfo e inasible.

9. El régimen devora a sus propios servidores, como parte de su dinámica vital y de autoperpetuación.

10. Censura lingüística

11. Deformación y censura de la historia reciente.

12. Práctica sistemática de la tortura.

13. Empobrecimiento del idioma y del vocabulario popular.

14. Convicción de que los proletarios son como animales.

15. Ejecuciones públicas y/o transmisión televisiva de las mismas.

16. Todos vigilan a todos.

17. Oposición al orgasmo

18. Proscripción de todo elemento individualizador (vestido, adorno...) y obsesión por la uniformidad.

19. Conversión de la intimidad personal en espectáculo público.

20. Trenes cochambrosos con niños de uniforme que cantan himnos patrióticos.

21. Aumento del analfabetismo (al menos el funcional)

22. El destino de cualquier ciudadano se decide en los despachos de unos pocos

23. A los proletarios se les da pornografía y novelas o canciones que escriben las máquinas.

24. Culto a la imagen del jefe supremo.

25. Los jefes supremos son auténticos tarados mentales, paranoicos, resentidos...

26. No se admite más lealtad que la lealtad al Estado.

27. El sistema organiza los atentados contra el sistema.

28. El que ayer se proclamó enemigo se torna hoy amigo, por un nuevo pacto; y a la inversa.

29. A la tortura pura y dura la llaman cura o rehabilitación, redención...

30. El individuo no es más que una célula del gran cuerpo del Estado.

31. El Partido no yerra, pues su mente es colectiva e inmortal.

32. La obediencia no basta, se exige adhesión ciega, amor al gobernante.

33. Quien no es fiel al partido no es humano.

34. Hasta las leyes científicas están subordinadas a la doctrina y el interés del Partido.

35. Neolenguaje, lenguaje políticamente correcto: ciertas cosas ya no pueden llamarse por su nombre de siempre.

 

a) Cualquier país de nuestro entorno hoy

b) EEUU/Bush

c) Cuba/Fidel

d) España "de" Franco

e) URSS/Stalin

f) Alemania nazi/Hitler

g) China/Mao

h) Chile/Pinochet

i) Argentina/Videla & Cia

j) Camboya/Pol-Pot

k) Irak/Sadam Hussein

h) República Democrática Alemana...

i) Iglesia(s)

j) Machismo de siempre (= radical)

k) Feminismo radical

l) Nacionalismos "radicales" (éstos o aquéllos...).

....... (añada cada cual lo que quiera, sin faltar a la coherencia).

Sí, ya sé. La mayor parte de los números se corresponden con la mayor parte de las letras. Pero eso no tiene nada de malo. Lo malo es que la mayoría de nosotros, querido lector, seguramente hemos militado en o simpatizado con algunos de los individuos y sistemas menos presentables que se agrupan en la columna de la derecha. Mejor no removerlo.

Se ha dicho muchas veces que George Orwell (1903-1950. Su verdadero nombre era Eric Arthur Blair) es uno de los mejores retratistas del totalitarismo a secas. Del de cualquier signo. Se implicó y los vio de cerca. Vino a España a luchar contra el fascismo y se topó con que al otro lado estaban los esbirros de Stalin y no eran precisamente mejores. Sí, paciente lector, no te alarmes: unos y otros, los de Hitler y los de Stalin eran (y son) lo más putrefacto que ha dado el siglo XX. Y lo digo así por respeto a la neolengua que rige entre nosotros, aquí y ahora, que, si no, lo diría al estilo de mi pueblo, tan políticamente incorrecto.

 

La tortura en 1984 y otras torturas.

A día de hoy podríamos establecer las siguientes tesis de partida:

a) Antes de la Edad Moderna se torturó prácticamente siempre y en la mayor parte de las culturas importantes, si no en todas. Y en la nuestra con saña y, a menudo, en nombre de dios o poniéndolo por juez o testigo de excepción.

b) A medida que la filosofía racionalista se va imponiendo en nuestra cultura occidental y que su reflejo llega a la filosofía penal, con Beccaria (1738-1794) como personaje más notorio, la tortura deja de ser usual y legal.

c) En otras culturas se siguió y se sigue torturando sin mayores reparos ni remordimientos. Hasta hoy. Pero muchos relativistas culturales dirían que lo que en nosotros contaría como torturas (o como tratos crueles, inhumanos o degradantes, en terminología de los documentos internacionales de derechos humanos y de muchas Constituciones, como la nuestra) en muchos casos debe admitirse en otras culturas, como parte de sus señas de identidad, de los usos que identifican y aglutinan a la comunidad. Léase, por ejemplo, el debate que en muchos países latinoamericanos tiene lugar sobre el respeto a las reglas y usos de los pueblos indígenas y sobre si deben prevalecer o no sobre las cláusulas de derechos humanos contenidas en las Constituciones de tales países y que vetan la tortura y los castigos crueles y degradantes. Y ahora alguno ya me estará respondiendo mentalmente que también en las cárceles de esos Estados se tortura inconfesadamente y que también las condiciones de vida en ellas son degradantes. Buen ejemplo, este razonamiento, del viejo hábito de justificar el perdón del mal de los unos por la presencia del mal en los otros. De eso, entre otras cosas, feneció el progresismo del siglo XX.

d) Cuando decimos cultura no decimos una época y un espacio geográfico y con unas señas comunes en sus pueblos. Decimos, ante todo, cultura jurídico-política, decimos Estados regidos por una serie de normas protectoras y garantes de la integridad del individuo frente a los otros individuos y, sobre todo, frente al Estado mismo. Porque no se puede olvidar que cuando, en este espacio y esta época moderna, esa cultura jurídico-política se interrumpió o se eliminó, prácticas como la tortura volvieron a convertirse en regla y a ser sistemáticamente utilizadas por los Estados. Los ejemplos son claros y ya se mencionaron antes, en la tabla del juego: Alemania nazi, Italia de Mussolini, España de Franco, Argentina de Videla y demás parásitos uniformados, Chile de Pinochet, y todos y cada uno de los países que vivieron bajo gobiernos autodenominados comunistas.

e) Aun en nuestra cultura y en los momentos de plena vigencia de las Constituciones democráticas y protectoras de los derechos humanos, la tortura y los tratos a ella asimilados han estado presentes en todos o la mayoría de los Estados, si bien como excepción y siempre tratando de ocultarse y de evadirse de un triple y muy efectivo control: el de la opinión pública, el de las organizaciones de defensa de los derechos humanos y el de los tribunales, tanto nacionales como internacionales. Porque ésa es la sutil diferencia que muchas veces no pueden ver los que quedaron para siempre miopes por el deslumbramiento del Padrecito Gran Hermano: que en la cultura jurídico-política liberal-democrática la opinión pública es básicamente libre aunque todos traten de manipularla (pero manipular no es exactamente lo mismo que amordazar o reprimir); que las organizaciones de derechos humanos pueden actuar con libertad sólo dentro de estos Estados democráticos, y que en estos Estados los jueces son independientes, por mucho que se les quiera controlar. Y pronto –esperemos- habrá una nueva prueba de cómo esa independencia frena las tentaciones tiránicas de democracias abocadas a la histeria autoritaria: aguardemos –y confiemos- a ver qué dice el Tribunal Supremo de los EEUU sobre Guantánamo y algunas otras ocurrencias.

f) Pero la tentación de la tortura acecha siempre bajo la cara amable de los Estados e, incómoda bajo los controles y las cortapisas, quiere hacerse visible y normal, como si tal cosa cupiera sin que el andamiaje entero del Estado de Derecho se viniera abajo. Y llegamos así a una de las más sorprendentes polémicas jurídico-políticas de nuestros días, del momento mismo en que estas líneas se escriben, al inicio del año 2004. Pues en países como EEUU y Alemania se están discutiendo en serio propuestas para legalizar ciertas prácticas de la tortura en determinados supuestos. Va a ser verdad el cuento con que nos torturaban de pequeños nuestros queridos educadores: que el diablo es incansable y acecha siempre.

Unas pocas palabras para resumir esta polémica que acabo de mencionar.

En Alemania, a comienzos del 2003, fue detenido el estudiante de Derecho Magnus G., acusado del secuestro del niño Jacob von Metzler, de once años, hijo de una acaudalada familia de banqueros. La policía le interrogó e inicialmente el detenido se negó a revelar el lugar en el que tenía encerrado al niño. Cunde la preocupación en los responsables de la policía. Está reciente el caso Hinze, similar a éste y en el que, después de detener a un secuestrador, no se llegó a tiempo para salvar la vida al secuestrado. Finalmente Magnus G. confiesa: dice dónde se halla el niño y que lo mató al poco de secuestrarlo, pues el niño lo conocía bien. Magnus G. le cuenta luego a su abogado que se le obligó a confesar bajo tortura y el abogado denuncia el asunto. De inmediato, el Vicepresidente de la policía de ese Estado de Alemania, Hesse, sale a la palestra y manifiesta que fue él quien ordenó por escrito a los policías que interrogaban a Magnus G. que primero lo amenazasen con causarle dolor y después, si seguía sin confesar, lo sometiesen a prácticas efectivamente dolorosas, como doblarle de determinada forma los brazos o presionarle de ciertas maneras en el oído, eso sí, bajo supervisión de un médico de la policía y de un atleta especializado en deportes de lucha. Pero Magnus G. habló ya tras las meras amenazas. En concreto, y según su testimonio, cuando los policías le dijeron que le iban a meter en una celda con un negro gigantesco que lo violaría. Increíble, pero cierto, al parecer.

En verdad esas prácticas a que se alude aquí, y hasta semejantes amenazas, caen plenamente bajo las prohibiciones contenidas tanto en la legislación alemana como en los tratados internacionales de derechos humanos y contra la tortura suscritos por Alemania y que son, por tanto, parte del derecho vigente en tal Estado. La ilegalidad del proceder es clara. Lo llamativo y totalmente inusual es que un alto responsable de la policía asuma que dio la orden y hasta muestre el escrito con que lo hizo. Parece bastante obvio que el propósito último de tal arrebato de sinceridad y de que se exponga a sufrir sanción penal y/o disciplinaria es el de aprovechar lo emotivo que el caso resulta para la opinión pública para generar una discusión sobre la legalización de la tortura en supuestos así, en un ambiente propicio para ello. De hecho, en días posteriores a la aparición de tales noticias en los medios de comunicación, las encuestas de opinión daban que un 63% de los ciudadanos estaban a favor de semejante reforma legal.

En los EEUU idéntica posibilidad se suscita de modo distinto y en el contexto de la histeria y la aprensión provocada por los atroces atentados terroristas del 11-S. Un reputado profesor de Derecho en Harvard, llamado Dershowitz, muy conocido también como abogado triunfador en defensas tan famosas como la de O.J. Simpson, publica un pequeño trabajo en el que argumenta lo siguiente. Las policías de todo el mundo, incluso las de los más civilizados países, recurren a la tortura en ciertos casos de dramática necesidad de obtener información del detenido. Pero lo hacen de modo oculto y no pueden reconocerlo, pues la ley no les ampara, por muy grave que sea lo que esté en juego. Ahora nos pide Dershowitz que nos pongamos en el siguiente caso: la policía detiene a un peligroso terrorista, del que se sabe con certeza que ha colocado una bomba de relojería que va a estallar en pocas horas en un lugar muy concurrido de la ciudad y que va a causar una muerte horrible a cientos o miles de personas. Pero el detenido se niega a declarar dónde está la bomba. ¿Debería estar permitido a la policía torturar a ese detenido para obtener esa crucial información? Dershowitz mantiene que sí, pero no de cualquier manera. Propone que la ley, para supuestos como éste, tan graves y dramáticos, haga lícita la tortura, pero estipulando al tiempo los controles sobre la misma. En particular, debería ser autorizada por un juez y ejecutada bajo presencia médica. Además, debería la ley tasar también el tipo de tortura que en concreto se puede infligir. Y propone Dershowitz el siguiente ejemplo al respecto: introducir agujas esterilizadas bajo las uñas del interrogado. Han sido muchos los que, irónicamente, han escrito que es todo un detalle que Dershowitz se preocupe de precisar que las agujas estén esterilizadas; no vaya a dañarse la salud del torturado...

En la escasa, hasta hoy, literatura jurídica que aboga por un uso legal de la tortura, se parte siempre de tales ejemplos extremos. Es una constante la referencia a la bomba de relojería o programada para estallar en poco tiempo y matar a miles de personas inocentes. Así lo plantea también el catedrático de Derecho Público de Heidelberg que en Alemania suscitó el tema en los años noventa, llamado W. Brugger. Y así lo había hecho ya en los años setenta otro profesor alemán, Albrecht. Y aquí hay algo curioso, en lo que conviene reparar. Muchos de los actuales defensores de la tortura se apoyan en esos ejemplos extremos, pero con el propósito de que la tortura se torne práctica legal en otros supuestos menos dramáticos, ya sea porque la persona en riesgo sea una sola, ya porque no se trate de obtener información sobre una bomba que va a explotar de inmediato, sino de desmantelar reales o supuestas células terroristas que representen un peligro potencial de atentado futuro. Se ve claramente en el caso alemán y norteamericano. En el primero, lo que se trata de justificar es el uso de la tortura para rescatar con vida a secuestrados, como el niño von Metzler. Y en el caso norteamericano, lo que se quiere justificar es el uso de la tortura para que los detenidos de los grupos terroristas islámicos delaten sus planes y a los miembros del grupo. Así se vio en Norteamérica con la interesada cuestión que al respecto plantearon varios medios oficiales cuando se detuvo a Khalid Shaikh Mohammed, uno de los jefes de Al-Quaeda.

No hay espacio aquí para entrar en el análisis de esta discusión en EEUU y Alemania, discusión en la que, por fortuna, son muchas más las voces críticas y de rechazo de cualquier modo de legalizar o institucionalizar la práctica de la tortura, aun en los supuestos más extremos. Pero de esa discusión, que no podemos resumir, sí cabe extractar gran número de razones e ideas para contraponer dos modelos de Estado: el totalitario, que admite la tortura, convive con ella, vive de ella y se perpetúa en ella, y el Estado de Derecho, incompatible por definición con cualquier admisión de la tortura y que la persigue en todas sus formas, caiga quien caiga. Y tertium non datur.

El perfecto modelo de Estado totalitario, y, por tanto, torturador por definición (pues no se ha conocido en nuestros tiempos ni Estado totalitario que no torture sistemáticamente ni Estado habitualmente torturador que no sea totalitario) nos lo ofrece la obra que comentamos, 1984. El otro modelo, el del Estado de Derecho, que se define antes que nada por el culto escrupuloso de los derechos fundamentales del individuo, comenzando por el más básico, el de no ser rebajado por la tortura al nivel de los objetos o las bestias (que por cierto, hoy en día tampoco pueden ser torturadas, afortunadamente), lo iremos repasando, en sus caracteres, por contraste. Y no está de más recordar tal cosa, en estos tiempos de acechanzas.

Estado de Derecho y Estado torturador: una convivencia imposible.

Un Estado de Derecho que admita y practique la tortura es un imposible conceptual, es como un círculo cuadrado. ¿Por qué? Iré desgranando a continuación las razones principales y contraponiéndolas a lo que la película nos muestra y tan bien conocemos por la historia del siglo XX; al menos los que hayan o hayamos logrado sustraernos a las estrategias de manipulación y forzado olvido que la película nos enseña y que a diario contemplamos.

En lo que sigue, encerraremos en recuadro los párrafos de la película que vienen al caso por representativos de la postura totalitaria.

a) Individuo o grupo: ¿cuál vale más?

El moderno Estado constitucional de Derecho tiene su eje central en la filosofía del racionalismo, que señala al ser humano individual como supremo bien. Esta idea halló su expresión más terminante en la afirmación de Kant de que nadie puede ser usado como instrumento al servicio de ningún fin colectivo. El individuo no es medio para nada, es en sí mismo supremo fin, y en pro de ese fin deben operar el Estado y el Derecho. Y el núcleo de esa supremacía moral del individuo está en su autonomía, en la libertad que debe poder ejercer sin más límite que el respeto a la libertad de cada uno de los demás. En el pensamiento medieval no era así, el sujeto individual sólo se concebía subordinado a la comunidad y a fines colectivos suprapersonales, tanto terrenales como trascendentes. Y tampoco es así para los movimientos totalitarios que han contaminado la modernidad y que retornan sin parar.

Para los totalitarismos, sintetizados en la novela de Orwell y en la película que comentamos, el más alto valor lo representa el grupo, llámese Estado, Nación, Partido, Raza, Pueblo, Clase..., y el individuo sólo es digno de consideración y respeto por relación al grupo, en lo que sirva al grupo y en lo que al grupo interese; el sujeto individual no es más que una célula de ese organismo colectivo. Y si el individuo no se pliega al grupo, se le "cura"; si no se somete o, más aún, si lo perjudica, se le suprime, del mismo modo que se elimina con cirugía una célula enferma que pueda contagiar a otras.

Sólo el grupo puede pensar, sólo él ve la verdad y tiene derecho a imponerla, sólo él sabe cuál es la suprema conveniencia y el máximo bien. Como ejemplo, recordemos la denodada lucha de muchos de los más importantes juristas nazis, como Karl Larenz, para eliminar de la doctrina jurídica la idea de derechos subjetivos individuales frente al Estado, pues, pensaban, sólo el Estado es titular de derechos y los individuos los tienen, si acaso, por su concesión y mientras no se los retire.

En 1984 asistimos a la perfecta recreación de la lucha del individuo resistente frente al Estado total que quiere absorberle toda particularidad que lo identifique frente a la masa del todos. Por eso Julia quiere mostrarse ante Winston con un vestido, y no con uniforme. Por eso Winston le pregunta si le gusta estar en particular con él. Todo lo que signifique diferencia de uno frente al Uno colectivo se debe extirpar. Hasta el orgasmo, placer individual por antonomasia, es enemigo del Estado. Porque en el placer físico se contiene una de las supremas afirmaciones de uno mismo frente a las cadenas colectivas, como bien saben tantas Iglesias, que lo persiguen también como enemigo del alma que se quiere dominar.

Consumada con éxito la negación de lo individual, el sujeto deja de creer en sí mismo y de creer en sus propias experiencias y sensaciones. Ya sólo el Estado habla a través de él.

b) La dignidad del individuo, cuestión de ser o no ser.

Para el pensamiento político y jurídico del moderno Estado de Derecho, el término que sintetiza ese superior valor del individuo es dignidad. Una precisa definición de su contenido es extraordinariamente difícil, muchos dirían que tarea imposible o absurda, y seguramente es cierto. Pero se sabe qué contenidos el pensamiento moderno ha querido sintetizar en tal palabra: que hay en el ser humano un núcleo que se debe respetar como intocable, porque si se toca, si se daña, el ser humano deja de ser tratado como ser humano y se convierte, a los ojos de los demás y a los suyos propios, en una pobre bestia, en un objeto, en una piltrafa. Los alemanes, bien escarmentados con el nazismo, lo expresaron con rotundidad en el artículo 1 de su Constitución de 1949: "la dignidad humana es inviolable". Al sujeto se le podrá limitar su libertad en aras de la convivencia, se le podrá educar, se le podrá, incluso, castigar; pero para todo ello hay un límite infranqueable, en todo ello debe ser respetado como persona que piensa por sí, elige por sí y busca por sí la felicidad. Y venía siendo prácticamente unánime la opinión de que la tortura es el más grave atentado contra esa dignidad, como veremos, más aún que el matar. Matar puede tener justificación (legítima defensa, estado de necesidad, guerra defensiva...); torturar, jamás, pues la tortura es la suprema deshumanización, del torturado, por supuesto, y hasta del torturador. Se puede morir o matar sin perder o quitar la dignidad; torturar, no.

O´Brian, el torturador, sabe qué busca con la tortura, sabe que no se trata de obtener confesiones, pues ésas puede inventarlas el Ministerio correspondiente, sino de acabar con el sentimiento de sentirse hombre que tiene Winston Smith. Por eso torturan incluso a los que de antemano confiesan, como Parsons.

c) Lealtades y amores: el verdadero amor lo es al Gran Hermano.

La democracia del Estado de Derecho convierte en esenciales las instituciones que se erigen para el ejercicio y garantía de los derechos, ya sean esos derechos de libertad, políticos, sociales, etc. Pero quienes ocupan cargos institucionales, las personas que mandan, son perfectamente fungibles. No hay por qué amar al Jefe, porque la verdadera jefatura es la de la ley, y la lealtad que el Estado de Derecho necesita es lealtad a las reglas del juego, no a los gobernantes, por muy carismáticos que sean, por muy sabios que se los considere. En cambio, en los totalitarismos hay una permanente y apoteósica exaltación de las virtudes del supremo mandatario, del Caudillo, del Führer, del Duce, del Padrecito, del Supremo Timonel, del Gran Hermano, en suma, aunque muchas veces no sea más que la marioneta movida por los hilos de otros, un pelele ridículo que no tiene nada de la virtud y el valor que se le imputa; o, lo que es peor y vale para casi todos: un tarado. En 1984 la caricatura de esa mitificación del Supremo Jefe llega a su más radical plasmación, pues el Gran Hermano ni existe, es la personificación del poder total para mejor manejo de las masas, que siguen mejor a las personas que a las ideas; aunque ideas que merezcan tal nombre tampoco hay en tales casos, sólo lo que sea funcional en cada momento para la perpetuación del poder. Por eso cambian los proclamados enemigos, las consignas, los credos, todo lo que haga falta; y sólo permanece el fantasma, la máscara, el Gran Hermano.

Toda otra persona o institución que atraiga las lealtades o el amor del súbdito debe ser cuidadosamente desterrada: la pareja, la familia... y uno mismo como ser que se autoestima. Todos los totalitarismos lo hacen así; igual que tantas sectas que conocemos bien y medran aquí mismo. Al individuo sólo se le domina plenamente cuando se le desteta, se le desarraiga, se le aísla de lo suyo y de los suyos y se le hace creer que su razón de ser es servir a un Señor más alto, que es un Misterio, pero que lo ama.

d) Poder sin política: todo el poder para el que lo tiene.

La política como arte y como disciplina nace con los griegos y es participación del ciudadano en los asuntos públicos, en el gobierno de la polis. Con el moderno Estado de Derecho se recupera la idea, ajena por completo a las teocracias medievales, de que lo que el Estado haya de ser y lo que en él haya de hacerse no está predeterminado por designio divino o en la escritura de la Creación; o de que la labor de gobierno corresponde a quien la reciba en herencia, por nacimiento. La idea de sociedad como contrato social y de la política como gestión del conjunto de los intereses individuales con base en las reglas pactadas para bien de todos, vuelve a hacer de la política noble arte de regir el Estado, con respeto a las reglas que nacen del acuerdo y buscan el acuerdo. Hay ahí muchos conceptos (soberanía popular, representación, imperio de la ley...) que forman parte de la mitología de la Modernidad, pero que se hacen operativos en cuanto los ciudadanos creen en ellos. Y que cumplen una extraordinaria función cuando esa fe es firme y la lealtad a las reglas profunda: nos aseguran a todos frente a la arbitrariedad del gobernante, o al menos frente a las más crueles, y nos permiten mantener el control sobre quien nos manda. Porque, y aquí está la clave, el poder no es un fin en sí mismo, sino un medio al servicio y para el bien de ése que ya sabemos fin más alto: el individuo, con su inseparable autonomía, con su dignidad, con su personalidad, con su autoestima.

Por el contrario, en los totalitarismos, que siempre tienen mucho de iglesias, el poder se justifica por razón de una finalidad que trasciende todo lo individual. Se dice que el bien que lo justifica es el del Grupo, y que en realidad es el Grupo mismo, el supremo Organismo, el que lo ejerce, valiéndose de los mejores, de los elegidos, de los visionarios que captan mucho más allá de lo que ve el hombre solo, el sujeto simple. Y todo para que en nombre de ideales, estos sí extremamente inasibles, sea posible sacrificar a quien afirme su humanidad frente al Grupo, frente al Poder. Por eso el poder totalitario es poder total y que se perpetúa según una dinámica inhumana. Propaganda, consignas, credos, ideales, banderas, guerras, normas..., todo lo engulle, todo lo crea por sí mismo para su propio alimento, para su perpetuación, para el mantenimiento de la bota sobre el rostro de los hombres y las mujeres. Porque el peligro es la rebelión de los individuos, la obsesión totalitaria es acabar con cualquier seña de individualidad, fabricar clones, hacer a los seres humanos en serie.

e) Fe, no razón. El bueno es el que no piensa.

El Estado de Derecho nace de y para la libertad de pensamiento. El totalitarismo tiene en ella su mayor enemigo, y lo sabe. Para que el moderno Estado apareciera fue necesario que se rompiera el monolitismo religioso en Europa. Para que surgiera el Estado de Derecho hizo falta que los perseguidos por su fe postulasen el soberano derecho de cada cual a abrazar las convicciones que más le agraden, ya sean religiosas o morales, sin más limite que el respeto a la persona libre de los demás. El destino de los primeros librepensadores fue la hoguera. El de los siguientes, la huida. El producto de su sacrificio, nuestras libertades para creer lo que nos dé la gana y exponerlo a quien quiera oírnos. Y, de resultas, se hizo libre también la ciencia, pues la libertad científica garantiza que lo que uno demuestra con hechos no lo pueda callar nadie por ser pecaminoso o por no convenir a los que mandan.

Los sistemas de Gran Hermano no respetan la verdad, la fabrican a su medida y antojo. Por eso fracasan sistemáticamente en su empeño de ponerse en la vanguardia de la ciencia. Porque en cuanto la ciencia les dice lo que no quieren oír o lo que no encaja en la cosmovisión que venden, se convierte en enemiga y el científico de turno es llevado al paredón o al "sanatorio". El siglo XX conoció casos de auténtico esperpento. La biología y, en particular, la genética soviéticas acumularon retrasos de décadas porque un charlatán llamado Lysenko (1898-1976) convenció al Gran Hermano de allá de que las leyes de Mendel y el evolucionismo de Darwin eran "reaccionarias y decadentes" y, en consecuencia, incompatibles con los principios del materialismo dialéctico, doctrina oficial del régimen. En la Argentina de la tiranía militar se prohibió en las escuelas la teoría matemática de conjuntos, por sospechosa de ser apología larvada del asambleísmo insurgente. Mucho antes, otros totalitarismos habían quemado a Giordano Bruno o a Miguel Servet. Y Galileo se libró por desdecirse a tiempo, como bien se sabe.

Winston Smith, nuestro protagonista, sabe que la lucha por la verdad forma parte de la lucha por el pensamiento libre, y que sin éste nadie es persona. Pero es una batalla difícil bajo el totalitarismo, que se preocupa antes que nada de privar al pensamiento de toda materia prima: de la información verdadera, de la libre expresión de las ideas, y hasta del lenguaje, convertido en 1984 en una herramienta que hay que descargar de todo posible uso subversivo, es decir, reflexivo y libre. Otra seña de los totalitarismos, en los que la lista de lo que se debe decir va acompañada siempre de lo que ni siquiera se puede nombrar. Y todo eso lo vigila la policía del pensamiento, que siempre existe, se llame como se llame.

Por eso el mayor crimen es el pensamiento libre, lo que en esta obra se llama el crimen mental.

Para eliminar el libre pensamiento nada más práctico que suprimir la memoria mediante la manipulación sistemática y organizada de la historia. Y frente a los hombres sin historia es fácil sembrar el miedo, construir enemigos artificiales, infectar de temor al otro, generar cohesión social por el terror al fantasma que nos acecha. No hay totalitarismo que no cree enemigos para consumo de sus súbditos, tanto enemigos interiores como exteriores.

f) Todos iguales, pero algunos con privilegios.

Si el Estado de Derecho nace de la convicción del valor de todo ser humano por el hecho de ser humano, la igualdad está en el núcleo mismo de tal Estado. Porque si ese máximo valor lo tiene el sujeto humano por ser humano, todos los humanos lo tienen, y en ese común atributo se igualan. Por eso el derecho no puede tratarlos distintamente en lo que son iguales, no puede discriminarlos. Pero ahí se hizo patente pronto un talón de Aquiles del Estado liberal. La igualdad ante el derecho, el hecho de que las normas jurídicas no nos otorguen derechos distintos en función de que seamos altos o bajos, guapos o feos, hombres o mujeres, blancos o negros, etc., etc., significa que todos tenemos idéntico derecho a suscribir contratos, adquirir propiedades, fijar nuestro domicilio, casarnos, etc., etc. Pero que el derecho diga que todos jurídicamente podemos, que tenemos derecho a hacerlo, es una cosa; que efectivamente podamos, otra. Todos tenemos derecho a comprar un Ferrari o una gran mansión. Algunos, además, pueden, porque tienen los recursos económicos para ello; la mayoría no puede.

La aguda crítica de Marx y los primeros pensadores socialistas puso de manifiesto esta falla del sistema, que la igualdad formal ante el derecho es compatible con, y hasta favorece la perpetuación de las desigualdades materiales, y hasta su aumento. Los más desfavorecidos se organizaron para defender sus intereses frente a los pudientes y salir de la miseria lacerante que les impedía una vida digna. De esa lucha y de su instrumentalización por organizaciones y avispados burgueses salieron dos cosas, una buena, otra mala. La buena, el progresivo reconocimiento y garantía de los derechos sociales (derecho a la educación pública, a la salud, a la vivienda digna, derechos de los trabajadores –vacaciones pagadas, sindicación, jornada limitada, seguro social...-) y su incorporación a las Constituciones. La mala, la promesa de que una revolución que suprimiera las libertades individuales, irremisiblemente contagiadas del egoísmo burgués, traería a todos la felicidad en una sociedad de iguales. En unas partes triunfó la solución primera. En otras, la segunda, en dos versiones extremas que se tocan en mucho: nacionalsocialismo y comunismo. En lo que queda de esto último las libertades siguen ausentes, pero al visitante extranjero un cuerpo de mujer le cuesta lo que vale aquí un pintalabios. O menos. Como en otras partes donde no se hizo la "revolución". Ciertamente. El horror no empalidece cuando sus responsables son de nuestro/a bando/a.

Pero, al fin y al cabo, era una transacción: suprimimos la libertad pero acabamos con los privilegios y alcanzamos la igualdad. ¿En qué quedó? La historia es, a día de hoy, inmisericorde: la libertad, en efecto, pereció, la miseria creció, pero ciertamente se repartió entre el pueblo. Y unos pocos, los de la Corte del Gran Hermano, que en algún lugar se llamaron Nomenklatura, coparon los privilegios y saborearon los placeres propios de las élites perversas del otro lado. También esto lo supo ver Orwell cuando la mayoría de los ingenuos intelectuales no se atrevía ni a sospecharlo. No olvidemos que en el sistema que rige la convivencia entre los animales de Rebelión en la granja, otra sátira genial de Orwell, el Mandamiento Único es: "Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros".

g) Matar el alma: la tortura.

Los juristas y los filósofos que son buena gente y no cobran del Gran Hermano sostienen una y otra vez que la tortura jamás puede tener justificación, porque mata en el ser humano algo más importante que la vida, mata la diginidad, esa extraña propiedad que no podemos definir mientras la tenemos pero cuya pérdida se capta fácilmente. Se pierde siempre con la tortura, aunque no sólo con la tortura, también con el hambre, con la miseria, con la ignorancia, con el miedo radical. Pero estamos con la tortura. El mejor testimonio de cómo la tortura devasta propiedades esenciales de lo humano que hay en nosotros nos lo da un muy citado texto de Jean Améry, que la sufrió de manos de la Gestapo antes de ser internado en el campo de concentración de Auschwitz. Es el mismo que dejó escrito que "la tortura no fue un elemento accidental, sino la esencia del Tercer Reich" (las citas de Améry son de su libro Más allá de la culpa y la expiación, publicado en España por la editorial Pre-Textos en 2001, con traducción y notas de Enrique Ocaña). Merece la pena la siguiente cita, aunque sea extensa:

"No se ha dicho gran cosa, cuando alguien que jamás ha sufrido una paliza asevera con énfasis ético-patético que con el primer golpe el detenido pierde su dignidad humana. He de confesar que no sé exactamente qué es la dignidad humana (...). Por tanto, ignoro si quien recibe una paliza de la policía pierde la dignidad humana. Sin embargo, estoy seguro de que ya con el primer golpe que se le asesta pierde algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo. En la confianza en el mundo intervienen varios supuestos: la fe irracional en el férreo principio de causalidad, injustificable desde un punto de vista lógico, por ejemplo, o la convicción, igualmente ciega, sobre la validez de las inferencias inductivas. Pero el supuesto más importante de esta confianza –y el único relevante en nuestro contexto- es la certeza de que los otros, sobre la base de contratos sociales escritos o no, cuidarán de mí, o mejor dicho, respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico. Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, sólo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir.

Con el primer golpe, no obstante, se quebranta esa confianza en el mundo. El otro, contra el que me sitúo físicamente en el mundo y con el que sólo puedo convivir mientras no viole las fronteras de mi epidermis, me impone con el puño su propia corporalidad. Me atropella y de ese modo me aniquila. Se parece a una violación, a un acto sexual sin el consentimiento de una de las partes. Por supuesto, mientras subsista siquiera la más mínima esperanza de defenderse con éxito, se activa un mecanismo en virtud del cual puedo contrarrestar la violación de fronteras cometida por el otro. Por mi parte, me expando en la legítima defensa, objetivo de mi propia corporalidad, restablezco la confianza en la continuidad de mi existencia. El contrato social muestra entonces otro texto y otras cláusulas: ojo por ojo y diente por diente. Se puede organizar la vida también según esa máxima. No es posible cuando es el otro quien te rompe los dientes y te deja el ojo morado, cuando tú mismo sufres indefenso al enemigo en que se ha convertido el prójimo. Cuando no cabe esperar ninguna ayuda, la violación corporal perpetrada por el otro se torna una forma consumada de aniquilación total de la existencia.

La esperanza de socorro, la certeza de ayuda forman parte, en efecto, de las experiencias fundamentales del ser humano y sin duda también del animal (...). Incluso en el campo de batalla las ambulancias de la Cruz Roja llegan hasta los heridos. En casi todas las situaciones de la vida el daño físico se experimenta al par que la expectativa de auxilio: la segunda compensa a la primera. Con el primer golpe, empero, el puño del policía, que excluye toda defensa y al que no ataja ninguna mano auxiliadora, acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar".

Los nuevos apologetas de la tortura hacen un razonamiento primariamente utilitarista. Sus secuaces jurídicos argumentan en términos de ponderación de derechos. Veámoslo sintéticamente.

Dicen los primeros que ciertamente la integridad física y moral de un detenido es un bien de la máxima relevancia y merece gran respeto. Pero que el mal que con la tortura se le causa puede estar compensado por el bien que para otros, o para la sociedad en su conjunto, se sigue. Un ejemplo bien simple, incluso demasiado, pero que traduce este modo de ver. Si el derecho de cualquiera a no ser torturado vale diez veces más que el derecho de cualquiera a la vida, torturar a uno sólo estará justificado cuando con ello se salve la vida de... once o más. Y si la relación es de uno a mil, pues de mil uno o más. Pero siempre está presente esa idea de que no hay en el individuo esferas absolutamente infranqueables, que no hay bien de una persona cuyo sacrificio no pueda hallar justificación en los bienes que para otra(s) persona(s) se logran o en los males que se le(s) evitan. Lo que varía es el precio. Amputarme violenta y deliberadamente un dedo meñique costará menos, en términos de cuánto deben ganar otros con ese sacrificio que se me hace, que castrarme. Y cuanto más dolor se me cause con ello, más caro en términos de sus necesarios beneficios para otros. Pero límite, lo que se dice límite, no hay al sacrificio que se me pueda hacer por el bien del prójimo, o por evitar su mal. O sea, nada es plenamente mío, ni mi piel, ni mis órganos, ni mi confianza en el mundo, como diría Améry, pues todo se me puede quitar cuando merece la pena, aunque yo no haya hecho nada para merecer esa pena.

Muchos ya me estarán replicando que sutilmente he deslizado el tema al campo de la tortura de inocentes y que quienes defienden la tortura lo hacen sólo para el caso en que no confiese un culpable cuya acción haya puesto en peligro la vida o la integridad de un buen número de personas. Y a estos les podríamos responder: sí, como Winston Smith, por ejemplo. Porque no podemos perder de vista las enseñanzas de la historia. Se trabaja con el ejemplo de la bomba que va a matar a miles de personas y se quiere luego que la ley permita torturar al sospechoso de haber secuestrado a una, como en Alemania. ¿O acaso no caben errores cuando un policía o un juez dictaminan que un detenido es culpable del delito que se investiga?

Súmese a esto que los que justifican la tortura quieren, como sabemos, compensar el mal que supone con los males que se evitan. Pero hete aquí que difícil será encontrar casos en que un Estado haya torturado o torture para proteger la vida o la integridad física de otros ciudadanos. Siempre se tortura para salvaguardar bienes que se escriben con mayúscula: el Interés de la Nación, la Independencia del Estado, la Seguridad Pública, la Salud del Pueblo, la Virtud Popular... Siempre acaba tratándose de la tortura de sujetos de carne y hueso a cambio de la protección de entidades abstractas que no son más que los camuflajes con que el totalitarismo se envuelve y que no esconden otra cosa que el desprecio de sus paranoicos gobernantes ante los sujetos individuales, ya sean los torturados, ya sus propios ciudadanos, que se tornan súbditos.

Y, sobre todo, no podemos perder de vista el llamado problema de la pendiente resbaladiza o de la rotura de las compuertas. Allí donde para la tortura deja de regir una interdicción moral y jurídica de carácter absoluto y sustraída a cualquier cálculo de conveniencia, se abre en el casco del barco social una ranura que, por el empuje de la marea, se va agrandando hasta que la nave se hunde y ya nadie puede estar nunca seguro, tal como ocurre en los totalitarismos. Hoy se tortura para rescatar a un secuestrado, mañana para anticiparse a un atentado, pasado para prevenir una conspiración... y así hasta que un día, pronto, se tortura porque es usual torturar y porque se ha descubierto que la gente es más dócil y controlable cuando se la aterroriza que cuando se le respetan los derechos.

¿Cómo se traduce todo esto en la discusión jurídica? Del siguiente modo. Las Constituciones de nuestro medio cultural recogen listas de derechos fundamentales de especial protección y garantía, como el derecho a no ser torturado, pero también a la vida, a las diversas libertades –pensamiento, expresión, información, movimientos, credo religioso-, los derechos políticos inherentes a la práctica de la democracia, etc.-. Y lo mismo hacen las diversas Declaraciones, Pactos y Convenios de Derechos Humanos y Libertades. La doctrina jurídica y los tribunales repiten una y otra vez que los derechos fundamentales no tienen un carácter absoluto. Esto significa que la esfera en que cada derecho nos protege llega hasta la esfera en que entra en conflicto con otro, y que ahí se ha de decidir, en el caso concreto y para el caso concreto, cuál predomina y hasta dónde sobre el otro. Con un ejemplo se aprecia con nitidez. La Constitución ampara mi libertad de expresión; también mi derecho al honor y a la propia imagen, y el de mi vecino. Así que si yo digo que mi vecino es un ladrón ejerzo mi libertad para expresar mis ideas y opiniones, pero daño su honor y su imagen a los ojos de los demás y de sí mismo. ¿Puedo o no puedo hacerlo? Depende de las circunstancias del caso concreto, de cómo lo he dicho, con qué palabras, en qué lugar, ante quién, con qué pruebas o indicios, con qué intención, cuántas veces, etc., etc. El tribunal que examine el caso tendrá que ponderar las circunstancias precisas en que tiene lugar ese conflicto entre un derecho fundamental mío y otro derecho fundamental de mi vecino, y en función de tales circunstancias decidirá que en esta ocasión prevalece el derecho x, mientras que en otro conflicto entre los mismos derechos, pero con otros pormenores fácticos, dominará el derecho y. De manera tal que de mi afirmación me puede en términos jurídicos resultar que ejerzo válidamente un derecho y nada se me puede reprochar jurídicamente o, al contrario, que he dañado ilegítimamente el derecho al honor de mi vecino y hasta he podido cometer un delito.

Así que estamos en que los derechos fundamentales pueden chocar entre sí y su conflicto se resuelve ponderándolos a la luz de las circunstancias del caso, lo que es tanto como decir, valorando el juez cuál tiene más razones a su favor para prevalecer en este caso. ¿Sucede así con absolutamente todos los derechos fundamentales? Los partidarios de la legalización de la tortura para ciertos supuestos entienden que sí, es decir, que cuando mi derecho fundamental a no ser torturado se topa con el derecho de otro(s) a la vida, a la libertad, a la seguridad, etc., hay que ver qué importa más en ese caso. Y que si es más lo que importa, si pesa más el derecho que se quiere proteger en unos que el que se daña en el que es torturado, el derecho fundamental a que no me torturen tiene que rendirse ante esos otros derechos del otro o de los otros.

¿Qué alternativa hay frente al razonamiento anterior? Sólo una, considerar que sí hay algún o algunos derechos fundamentales que tienen carácter absoluto, que encierran prohibiciones que bajo ningún concepto y pase lo que pase se pueden rebasar; que no son susceptibles de ponderación frente a otros derechos, pues se parte de que frente a cualesquiera otros derechos ganan siempre, en cualquier circunstancia, bajo cualquier condición, aunque se acabe el mundo. Pero, tranquilos, que no se conoce ningún caso, salvo en las calenturientas hipótesis de ciertas mentes teóricas, en que de la tortura de alguien dependiera la salvación entera del mundo. No, todos los torturadores practican su oficio para darle gusto al jefe y justificar el sueldo, y todos los jefes que mandan torturar lo hacen, en el mejor de los casos, para rescatar al hijo del banquero –pobre muchacho, sin duda, que, por cierto, ya estaba muerto- o, en el peor, para castigar sin juicio al infiel o al disidente.

Así que junto a derechos fundamentales no absolutos, que pueden entrar en competencia entre sí y se sopesan caso por caso, los hay absolutos que son barreras infranqueables. Estos últimos son los menos. Por ejemplo, cuando una Constitución como la nuestra prohíbe la pena de muerte –art. 15, el mismo que consagra el derecho a la vida y la interdicción de la tortura- está fijando el derecho de cualquiera de nosotros a no ser castigado con la muerte, hagamos lo que hagamos. Es un derecho absoluto, lo que quiere decir que se gane lo que se gane castigándome a mí a morir, se salve quien se salve condenándome a muerte –podríamos inventar hipótesis tan pintorescas para este caso como las que forjan los amigos de los torturadores para avalar su empeño-, el derecho no permite que se me condene a muerte y se me ejecute. Pues bien, considerar que el derecho a no ser torturado es un derecho absoluto supone lo mismo, y lo excluye de toda ponderación. Significa verlo como un derecho que no tiene precio, y así lo contemplan todos los juristas que hoy se oponen a los neotorturadores. Lo otro, el pensar que el fin justifica los medios, aunque el medio sea la tortura en cualquiera de sus formas o el asesinato más vil, es la lógica que iguala a los terrorismos, al del Estado y al otro, aunque éste se ampare en dios o en la madre nación.

Y así, con carácter absoluto e incondicional lo contemplan también las declaraciones internacionales de derechos humanos. Del modo más claro se aprecia en el Convenio de Roma de 1950, para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, que en su artículo 3 proclama que "nadie podrá ser sometido a torturas ni a penas o trabajos inhumanos o degradantes" y que en el art. 15 expresamente determina que tal prohibición no podrá ser derogada por los Estados signatarios ni siquiera "en caso de guerra o de otro peligro público que amenace la vida de la nación". El derecho internacional, con este y otros múltiples preceptos, no deja vuelta de hoja: la tortura es ilegal y el Estado que la practica no tiene excusa jurídica posible.

Por mucho que se diga, por muy elaborados que sean los ejemplos de la diabólica tentación, no podemos dejar de ver –con el auxilio de la historia no reescrita- que la tortura siempre se practica como castigo y no como recurso procesal, pues como tal se sabe de su ineficacia y nula fiabilidad desde tiempo remoto. Es venganza de una persona, grupo o camarilla frente al tenido por criminal y al que no se puede matar o para el que la muerte no se considera pena bastante; o, peor aún y más frecuentemente, venganza frente al otro que se empeña en ser otro y no como queremos que sea, como uno, frente al distinto, al disidente; precio que el valiente paga por el íntimo resquemor de quien al torturar al que está indefenso se ve como realmente es: un cobarde, una porquería. Porque la tortura es el espejo, y la cara del torturado degradado refleja con toda nitidez el rostro deforme del torturador, y esto también lo expresó sublimemente Améry en la obra que antes se citó. De ahí que siempre se insiste en que con la tortura muere lo humano de los dos, del torturado y del torturador, y que la prohibición de practicarla los protege a ambos.

También esto lo retrata magistralmente 1984. Vemos que el torturador, O´Brien, está y se sabe moralmente muerto y convertido en puro engranaje de un sistema que se nutre de la carroña de los que destruye, comenzando por sus propios servidores. Y Winston y Julia perecen también, sucumben, mueren en vida y se niegan a sí mismos en su más íntima individualidad, la de los sentimientos y las sensaciones personales que los individualizan, cuando su cuerpo y su mente ya no pueden soportar más dolor. El poder les mata la individualidad porque consigue incrustarse en ella y da con la tortura que es exactamente a su medida. Winston sólo cede, sólo es vencido cuando la tortura le inflige algo más que dolor físico, pues O´Brien ha dado con su fobia más incontrolable y propia, y la explota: el pánico a las ratas.

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Prescindo de resúmenes, conclusiones y epílogos. A las personas de bien la sola mención de la tortura les produce el más profundo desasosiego; el mismo pánico que experimentó O´Brien, otra forma de pánico a las ratas.

Sólo me resta disculparme si en algún momento mi lenguaje afrenta al vigente Diccionario de Neolengua.

 

 

 

B IBLIOGRAFÍA

No hace falta decir que la película que hemos visto se basa en la novela del mismo título de George Orwell, cuya lectura es absolutamente recomendable. Más aún. Para comprobar la prodigiosa caricatura que Orwell fue capaz de trazar de los totalitarismos cuando pocos de los tenidos por intelectuales osaban pensar que la maldad trabajara con las dos manos, es muy ilustrativo leer también su otra gran fábula, Rebelión en la granja. Para explicarse lo que aprendió y reflexionó durante su tiempo de guerra en España es imprescindible leer sus recuerdos en su Homenaje a Cataluña. Y cualquier buena biografía de Orwell nos enseñará bastante sobre el concepto de dignidad. Pueden consultarse, de lo más reciente, las siguientes obras:

- J. Meyers, Orwell, Barcelona, Ediciones B., 2002, 448 págs.

- Ch. Hitchens, La victoria de Orwell, Barcelona, Emecé, 2003, 213 págs.

Las mejores recreaciones de los sistemas totalitarios nos las ha dado la literatura. Unas veces, mediante la construcción de utopías negativas, distopías, que, como la misma 1984, so pretexto de dibujar mundos imaginarios acaban resultando ferozmente familiares. Mencionemos unas pocas de tales obras, ya clásicas. Un mundo feliz, de A. Huxley, Farenheit 451, de R. Bradbury. Antes, y menos conocido, aunque muy significativo, , hay que mencionar al ruso Yevgeni Zamyatin y su novela Nosotros, escrita en 1921. En otras ocasiones, bajo forma novelada aparecen las memorias de quienes en carne propia padecieron los totalitarismos y sus torturas, o quienes fueron sus creyentes y luego abominaron de su espanto. Véanse Archipiélago Gulag, de A. Solzhenitsyn, Relatos de Kolyma, de V. Shalámov, El cero y el infinito, de A. Koestler, Si esto es un hombre, de Primo Levi, o La especie humana, de R. Altelme.

Es probable que la novela que mejor recrea los abismos de la tortura, la actitud de quienes la practican, las secuelas de los que la sufren y las relaciones que se traban entre torturadores y torturados sea la del reciente premio Nobel, J. M. Coetzee, titulada Esperando a los bárbaros.

Quien quiera adentrarse en la amplísima historia de la práctica legal de la tortura puede comenzar por dos extraordinarias obras. Con carácter general, la de E. Peters, La tortura (Madrid, Alianza, 1987); para la historia de la tortura en España es pieza clave la obra de F. Tomás y Valiente (asesinado por criminales y torturadores totalitarios) titulada La tortura judicial en España (Barcelona, Crítica, 2000).

Por último, a quien busque asidero teórico contra tanto terror y simpatice con el Estado de Derecho, aun a riesgo de ser tildado de cómplice de todas las injusticias que en el mundo son, hay que sugerirle que comience por un clásico nuestro y que tenga en cuenta que fue escrito aquí en tiempos de la dictadura, en 1966: Estado de Derecho y sociedad democrática, de Elías Díaz (última reimpresión en la Editorial Taurus en 1998).

En internet hay magníficas páginas sobre Orwell, con abundante información sobre su biografía, su obra y el significado en ellas de 1984. Ahí van algunas de las mejores direcciones:

- http://www.k-1.com/Orwell/

- http://www.netcharles.com/orwell/ctc/

- http://www.netcharles.com/orwell/

- http://home.planet.nl/~boe00905/Orwellhome.html

Al texto completo de las obras de Orwell, en inglés, se puede acceder en la siguiente dirección:

- http://www.gutenberg.net.au/plusfifty.html

El texto completo de la novela, 1984, en español, puede encontrarse en la red en

http://www.inicia.es/de/diego_reina/filosofia/etica/1984.PDF , o en

http://www.ucm.es/info/bas/utopia/html/1984.htm ,

aunque de la legalidad de tal presencia quien esto escribe no se hace responsable, y así lo avisa.

También son muy abundantes las páginas en que se analiza y se discute la novela 1984. Numerosos enlaces sobre el tema en:

- http://www.ucsolutions.com/nef/index2.htm

Seleccionamos una página italiana sobre el asunto:

http://web.tiscali.it/no-redirect-tiscali/bandini75/

 

FICHA TÉCNICA.

Título original: Nineteen-Eighty-Four.

Año: 1984

Duración: 114 minutos.

País: Reino Unido.

Idioma: inglés

Dirección: Michael Radford

Producción: Simon Perry

Guión: Michael Radford y Jonatham Gems

Música: Dominic Muldowney

Fotografía: Roder Deakins

Reparto: John Hurt (Winston Smith), Richard Burton (O´Brien), Suzanna Hamilton (Julia), Cyril Cusack (Charrington), Gregor Fisher (Parsons), James Walker (Syme), Andrew Wilde (Tillotson).

Los créditos al completo pueden verse en:

http://spanish.imdb.com/title/tt0087803/fullcredits

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