LOS DERECHOS DE LOS TRABAJADORES EN LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA. UNA LECTURA.

Juan Antonio García Amado

Catedrático de Filosofía del Derecho

Universidad de León

SUMARIO.

O.- Preliminares. 1.- Los trabajadores son ciudadanos. 2.- Pero ni todos los ciudadanos son trabajadores ni todos los trabajadores son ciudadanos. (a) No todos los ciudadanos son trabajadores. (b) No todos los trabajadores son ciudadanos. 3.- Los ciudadanos que trabajan siguen siendo ciudadanos mientras trabajan. 4.- Los ciudadanos que trabajan se encuentran en una especial situación de debilidad, que los hace más vulnerables. 5.- Pero, a fin de cuentas, trabajar tiene que merecer la pena.

O. Preliminares.

El Derecho del Trabajo constituye en las universidades españolas un área con un altísimo nivel de desarrollo doctrinal y producción bibliográfica, de una categoría, en conjunto, ejemplar y parangonable sólo a unas pocas más de las áreas de conocimiento jurídicas. Ni que decir tiene que los mejores especialistas de esa área han dedicado exquisita atención, de 1978 hasta hoy, al tratamiento que nuestra Constitución da al fenómeno del trabajo y a los derechos fundamentales de los trabajadores (y de los empresarios), en el marco de lo que se conoce como "laboralización de la Constitución", "constitucionalización del Derecho del Trabajo" o "bloque de constitucionalidad laboral". Existen magníficos estudios abarcadores sobre los derechos fundamentales de los trabajadores en la Constitución (como el de Palomeque), un tratamiento muy detallado y profundo en la mayor parte de la manualística laboralista y, en fin, infinidad de artículos que desbrozan hasta los más recónditos recovecos de este tema. Tampoco cabe dejar sin mención la aportación de los constitucionalistas, con obras de conjunto tan significativas como la de Freixes Sanjuán. Y, por decirlo todo, hasta desde la filosofía del derecho se ha hecho alguna contribución muy notable a determinados derechos fundamentales de los que trabajan, como el de huelga.

Por todo lo dicho, al abordar este capítulo se le impone al autor, iusfilósofo de oficio con gusto por el derecho (somos unos cuantos), la necesidad de tratar de eludir un doble riesgo. Por un lado, resultaría perfectamente prescindible e inútil un trabajo que se limitara a resumir el estado de la cuestión, pues tal cosa ya está más que hecha, y mejor de lo que aquí cabe; pero, por otro, sonaría tremendamente pretencioso y vano intentar relecturas o síntesis que revolucionen la doctrina dominante o aporten nuevas y sorprendentes luces. ¿Qué hacer, pues? Lo habitual, la vía de enmedio: decir lo que todos, cómo no, pero con un esquema que quiere ser un poco original, tomando partido en algunos puntos polémicos y apoyándome, para todo ello, en una tesis de fondo que bebe en concepciones más generales de la filosofía política y jurídica.

La tesis de fondo es tan sencilla en su enunciación como compleja en su fundamentación. Esta última tendrá que quedar para otra oportunidad y aquí sólo podrá insinuarse levemente. Conformémonos, por el momento, con el enunciado de la tesis: el Estado social y democrático de Derecho, que nuestra Constitución consagra en su artículo 1, tiene capacidad y está legitimado para tomar cuantas medidas políticas, económicas y jurídicas sean pertinentes a fin de asegurar que todos y cada uno de los habitantes de su territorio tengan resuelta la satisfacción de sus necesidades básicas. Es un planteamiento que encaja sin violencia, al igual que otros bien diversos, dentro de los amplios márgenes con que se expresa nuestro texto constitucional. Logrado ese objetivo en un grado aceptable, a tenor siempre de los patrones y experiencias del momento, sería posible, y hasta se debería, replantear muchos de los fundamentos de la vigente ordenación de los derechos y las relaciones jurídicas, y, entre ellos, el entendimiento de determinados derechos fundamentales de los trabajadores.

Si esa es la tesis de fondo que nos orienta, el esquema de lo que sigue pretende sistematizar cuáles son y cómo pueden interpretarse los derechos fundamentales de los trabajadores.

1. Los trabajadores son ciudadanos.

La aparente evidencia de este apartado no puede ahorrarnos algunas precisiones, además de la principal que aparece en el punto siguiente, cuando expliquemos que no todos los trabajadores son ciudadanos. No podemos dejar de lado que las modernas constituciones, con sus catálogos de derechos fundamentales, rompen con modelos históricos anteriores en los que la condición de trabajador, precisamente, excluía a sus titulares de la plenitud de derechos, de los derechos que tenían los dueños de los trabajadores mismos (esclavitud), de la tierra (feudalismo) o de la riqueza (democracia censitaria). Resta, como veremos, quebrar el molde nacional (democracia para nacionales) con el que aún se discrimina entre unos y otros trabajadores.

En perspectiva histórica, quizá el más revolucionario de los logros jurídicos para el trabajador fue la igualdad ante la ley, que termina con las ataduras de nacimiento, ya sea atadura a la condición de esclavo o siervo, ya la atadura a una tierra, ya la atadura a un oficio. La igualación formal en derechos supone que nadie es trabajador subordinado por nacimiento, sino que las distintas suertes y los distintos roles sociales quedan abiertos a la lotería de los talentos y de la fortuna. Y no en vano los términos talento y fortuna son ambiguos, pues, como demostró para siempre e insuperablemente el Marx de La cuestión judía, por mucho que en el moderno derecho, presidido por la igualdad formal, todos nazcamos libres e iguales en derechos, muchos, la mayoría, nacen con la suerte echada, por razón de las desigualdades sociales y económicas. De ahí que a aquellos primeros derechos de libertad tuvieran que añadirse, por obra, en gran parte, de las luchas obreras, ciertas garantías para los propios trabajadores y los llamados derechos sociales. Pero la importancia de estos últimos derechos no ha de llevarnos a perder de vista que sólo tienen sentido y sólo pueden funcionar sobre aquel pilar de la igualdad ante el derecho. La historia del siglo XX contiene más que abundantes muestras de cómo el prescindir de los derechos formales, comenzando por la igualdad y la libertad individual, para dar prioridad a la igualdad material y los derechos sociales, termina en formas de servidumbre y dominación que en mucho recuerdan a las de tiempos premodernos.

Por esas razones me atrevo a mantener la primera tesis, bien simple: allí donde los trabajadores no tengan garantizada su perfecta igualdad ante la ley, comenzando por la igualdad en las libertades, pierden el sustento principal de su condición de ciudadanos, por mucho que se les imputen otros derechos o que se les quiera hacer justicia con cualesquiera prestaciones materiales. La mera igualdad formal no basta, pues sólo con ella no se logra el disfrute de otros derechos fundamentales constitutivos de la básica dignidad como individuo; pero sin ella los trabajadores dejan, ineludiblemente, de ser ciudadanos modernos y vuelven a la tremenda condición de siervos.

2. Pero ni todos los ciudadanos son trabajadores (a) ni todos los trabajadores son ciudadanos (b).

(a) No todos los ciudadanos son trabajadores.

Nuestro actual Estado, el que tiene su cúspide normativa en la Constitución de 1978, no es un Estado de trabajadores, sino de trabajadores y no trabajadores. Ciertamente el de "trabajador" es un concepto vago y caben interpretaciones extensivas que amparen bajo él prácticamente cualquier situación y cualquier actividad humana que no sea puramente vegetativa. Pero por su relación con el trabajo podemos clasificar a los ciudadanos en las siguientes categorías:

i. Trabajadores por cuenta ajena en activo.

Es el que el Código Civil llama "trabajador asalariado" (art. 1586), del que el Código de Trabajo de 1926 decía que es quien "se obliga a ejecutar una obra o prestar un servicio a un patrono por precio cierto", o la Ley de Contrato de Trabajo de 1931 que "es la persona física o jurídica que presta un servicio o ejecuta una obra por cuenta y bajo dependencia ajena y a cambio de un salario". Luego la referencia al individuo, prescindiendo de la referencia a las personas jurídicas, queda más clara en el concepto cuando la Ley de Relaciones Laborales, de 1976, definió al trabajador como "la persona física que presta sus servicios en régimen de ajenidad y dependencia, recibiendo como contraprestación una remuneración". Y es el sujeto del contrato de trabajo a tenor del art. 1.1 del vigente Estatuto de los Trabajadores, que lo define como quien "voluntariamente preste sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona, física o jurídica, denominada empleador o empresario". En fin, podemos aquí prescindir de tecnicismos y conformarnos con la referencia al trabajador que trabaja por cuenta ajena, ya sea para un empresario privado, ya para la Administración, y se encuentra en activo. Este es un caso claro de ciudadano (cuando lo es) trabajador, es el paradigma.

ii. Quienes aún no pueden ser trabajadores, en el sentido de i), y quienes ya no pueden serlo.

Los primeros son los menores. El espíritu protector que alienta el nacimiento del Derecho del Trabajo tuvo una de sus principales manifestaciones en la restricción y progresiva prohibición del trabajo infantil. Nuestra Constitución no contiene ninguna cláusula específica que aluda directamente a una edad que sea límite mínimo para ser sujeto del contrato de trabajo, aunque la protección al efecto esté suficientemente contenida, de modo indirecto, en el art. 39.4, según el cual "Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos". Y, en efecto, hay toda una serie de Convenios de la OIT, suscritos por España, que marcan esa prohibición de trabajo de niños y adolescentes, al prohibir el trabajo antes de los dieciséis años (salvo en espectáculos públicos y con garantías administrativas) y en ciertos empleos penosos y peligrosos, o en horario nocturno u horas extraordinarias. El Estatuto de los Trabajadores, art. 6.1, recoge la prohibición de admisión al trabajo de los menores de dieciséis años, así como de ciertos trabajos o modos de desempeñarlos a los menores de dieciocho (art. 6.2 y 6.3). No son estas las únicas normas vigentes que protegen a los menores de edad en el trabajo, pero no es nuestro cometido aquí ofrecer el panorama normativo en todo su pormenor, sólo resaltar que hay un grupo de ciudadanos, los menores de dieciséis años, para los que rige la prohibición de trabajar, y rige para su propia protección; y otro grupo, los comprendidos entre los dieciséis y los dieciocho, para los que se fijan restricciones con idéntico propósito defensivo. Permítasenos únicamente la siguiente reflexión, bien elemental. Nuestro sistema jurídico-político, y para empezar la propia Constitución, consideran el trabajo como medio por excelencia no sólo para subvenir al propio sustento, sino para la realización personal. Si los niños lo tienen prohibido, será porque alguien habrá de mantenerlos y velar por la plenitud de su desarrollo y formación. Del artículo 39.3 de la Constitución se desprende con claridad que son los padres los que tienen tal obligación jurídica, y los hijos el correspondiente derecho frente a ellos. Pero se echa en falta un precepto constitucional que obligue en términos bien rotundos a los poderes públicos a prestar asistencia plena y con totales garantías a los menores en situación de desamparo y miseria, y cuando digo asistencia plena y con totales garantías quiero decir proporcionar un nivel de bienestar y formación que les asegure una efectiva igualdad de oportunidades al alcanzar la mayoría de edad.

En segundo lugar, en este apartado hay que aludir a quienes han llegado ya a la edad que marca el límite máximo para ser sujeto del contrato de trabajo. Si, como acabamos de mencionar, el trabajo está considerado en nuestra cultura y en nuestro sistema jurídico-político como instrumento fundamental de realización personal y si, además, es un derecho, tal como estipula el art. 35.1 CE, ¿por qué, con qué fundamento privar de tal instrumento y del ejercicio de ese derecho a quien alcanza una determinada edad, sentada más o menos arbitrariamente por consideraciones socio-políticas o económicas y con total desatención de las facultades, habilidades y necesidades, de cualquier tipo, que el trabajador conserve? La respuesta es, sobre el papel, sencilla, como sencillos son, en su enunciado, los tópicos habituales de una cultura jurídica: porque ese derecho colisiona con otro y hay que alcanzar el adecuado equilibrio a la vista de la concreta situación social. Y ese otro derecho constitucional en conflicto es, en este caso, el derecho de los otros que quieren trabajar y no pueden, porque se hallan en situación de paro involuntario, respecto de los cuales la Constitución formula para los poderes públicos el deber de realizar "una política orientada al pleno empleo" (art. 40.1 CE).

En resumidas cuentas, que mi derecho a mantenerme en el trabajo mientras ése sea mi deseo y mis facultades me lo permitan, colisiona con el derecho igual de otros conciudadanos que no tienen puesto de trabajo, y todo ello en el contexto de una Constitución que nos dice que el de trabajar es tanto un deber como un derecho de todos los españoles (art. 35.1) y que, como ya sabemos, obliga a los poderes públicos a políticas que busquen la plena colocación. El problema ha sido objeto de análisis en algunas sentencias, bien conocidas, del Tribunal Constitucional, que se ocupan de la constitucionalidad de las disposiciones legales (o de convenio colectivo) sobre jubilación forzosa. La primera de ellas, STC 22/1981, de 2 de julio, merece, por su importancia, una larga cita, de su fundamento 9º:

"Esta política de empleo (se refiere el TC al mandato del art. 40.1) supone la limitación de un derecho individual consagrado constitucionalmente en el art. 35, pero esa limitación resulta justificada, pues tiene como finalidad un límite reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en su art. 29.2 -el reconocimiento y respeto a los derechos de los demás-, y se apoya en principios y valores asumidos constitucionalmente, como son la solidaridad, la igualdad real y efectiva y la participación de todos en la vida económica del país (art. 9 de la CE).

Por otra parte, dicha limitación puede quedar también justificada por su contribución al bienestar general, otro de los límites reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, si se tienen en cuenta las consecuencias sociales de carácter negativo que pueden ir unidas al paro juvenil.

Como consecuencia de todo lo anterior, puede afirmarse que la fijación de una edad máxima de permanencia en el trabajo sería constitucional siempre que con ella se asegurase la finalidad perseguida por la política de empleo; es decir, en relación con una situación de paro, si se garantizase que con dicha limitación se proporciona una oportunidad de trabajo a la población en paro, por lo que no podría suponer, en ningún caso, una amortización de puestos de trabajo.

Ahora bien, tal limitación supone un sacrificio personal y económico que en la medida de lo posible debe ser objeto de compensación, pues para que el tratamiento desigual que la jubilación forzosa supone resulte justificado no basta con que sirva a la consecución de un fin constitucionalmente lícito; es preciso, además, que con ello no se lesione desproporcionadamente un bien que se halla constitucionalmente garantizado".

No nos toca aquí hacer la exégesis completa de tan ricos enunciados, sino resaltar sólo algunos aspectos muy relevantes para nuestro tema. Son éstos:

- La fijación de edades de jubilación forzosa es una medida constitucionalmente legítima en el marco de la política tendente al pleno empleo que solicita de los poderes públicos el art. 40.1 CE, política que, en tiempos de escasez de puestos de trabajo, supone medidas de reparto de esos puestos escasos. Pero repárese en que el TC ha fijado una condición expresa de esa constitucionalidad de la jubilación forzosa, cual es que efectivamente sirva a políticas de reparto de empleo, no a otras de otro tipo; y, más en concreto, expresamente veta la Sentencia la amortización del puesto de trabajo en el que un trabajador cesa por jubilación, pues el reparto impone que ese puesto pase a otro. Parole, parole, parole, por mucho que se nos llene la boca al hablar del valor normativo de la jurisprudencia constitucional. Hay, reconozcámoslo, imperativos más fuertes que los jurídicos. Sea como sea, parece que la legislación y la jurisprudencia ordinaria posteriores han echado en saco roto esa importantísima condición.

- Que se sacrifique mi derecho al trabajo obligándome a la jubilación está justificado por el bien para idéntico derecho de otro u otros de mis semejantes, como vemos, pero no tiene por qué ser un sacrificio gratuito, dada la importancia de su objeto, el trabajo, y lo que social y personalmente significa. De ahí que el TC en esta sentencia haga hincapié expreso en la necesidad de compensación "en la medida de lo posible", lo que obviamente quiere decir, pensión suficiente para los jubilados forzosos, tal como, además, determina el art. 50 CE. De la síntesis entre lo que sea "posible" y lo que sea "suficiente" (art. 50 CE) resultará lo que sea un sacrificio, sí, pero no "desproporcionado". Habrá que ponderar, como siempre.

iii. Quienes podrían ser trabajadores, en el sentido i), pero no pueden serlo por falta de puesto para ello; esto es, los parados o desempleados.

No es necesario detenerse a explicar que existen ciudadanos que, hallándose en la edad en que es posible trabajar y no estando sometidos a ningún otro impedimento para la relación laboral, y, queriendo trabajar, no trabajan porque no encuentran dónde o en qué hacerlo. Son los parados o desempleados, un porcentaje importante de la llamada población activa. A propósito de los parados podemos preguntarnos qué derechos la Constitución expresamente les otorga y cuáles, no expresamente conferidos, estaría constitucionalmente justificado que se les reconocieran.

En cuanto a lo primero, tenemos el art. 41 CE, que extiende a "todos los ciudadanos" el derecho a la Seguridad Social, la cual ha de garantizar "la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo". En resumen, que si alguien reúne los requisitos legales para ser trabajador y no puede serlo porque no hay puesto para él, la Constitución prescribe que el servicio público de la Seguridad Social le proporcione asistencia y prestaciones que le liberen de la necesidad radical, de la miseria, de las consecuencias de no poder acceder a ingresos suficientes por medio del trabajo.

Es de la mayor importancia diferenciar entre lo constitucionalmente imperativo y lo constitucionalmente posible. Lo constitucionalmente imperativo es siempre una parte, a veces muy pequeña, de lo constitucionalmente posible. Una ley que atente contra lo constitucionalmente imperativo es inconstitucional, y así debe ser declarada, si hay caso. Lo constitucionalmente posible es lo que no choca con lo constitucionalmente imperativo. En el caso del art. 41, constitucionalmente imperativo es que todos los ciudadanos tengan garantizadas prestaciones suficientes de un régimen público de Seguridad Social. Inconstitucional por ir contra el núcleo claro de ese precepto sería, por ejemplo, una ley que dispusiera que sólo ciertos ciudadanos tienen tal derecho, o que no lo tienen los desempleados. Pero en lo que respecta a las condiciones adicionales que concretan aquel mandato, entramos ya en los márgenes de vaguedad, de penumbra, que nos abocan a la legitimidad del legislador democrático para dar un alcance u otro a esos mandatos que en sus mínimos siempre han de ser respetados. Concretando más para el caso a propósito del art. 41 CE, qué prestaciones sociales sean "suficientes", qué situaciones sean "de necesidad" o quiénes cuenten como "desempleados" no lo determina la Constitución, por lo que las respuestas constitucionalmente posibles son múltiples. Una jurisprudencia constitucional fuertemente activista, como la que existe en algunos países latinoamericanos, tenderá a imponer una determinada respuesta, la suya, como única constitucionalmente viable, frente a las opciones del legislador. Un tribunal constitucional que se limite al control negativo de constitucionalidad no pasará de declarar la legitimidad constitucional de toda norma legal que no atente contra el núcleo imperativo de cada precepto, entendiendo que en lo que el texto constitucional tenga de incierto el derecho primero de concreción lo tiene el legislador.

Viene todo esto a cuento de que nuestro Tribunal Constitucional ha sido muy consciente de las tremendas potencialidades que posee el art. 41 CE como soporte constitucional de una posible política social avanzadísima, que puede llegar hasta la prestación a todo ciudadano de los medios económicos necesarios para una subsistencia mínimamente digna y sustraída a la miseria, a la pobreza incompatible con la dignidad de la persona. Pero no ha querido el TC ir más allá de proclamar la hipotética constitucionalidad de esa política, si ocurriera, y, por ende, de los pasos que en esa dirección se han dado, sin llegar a imponerla por su cuenta, por supuesto. Veámoslo brevemente.

Tiene claro el TC, en primer lugar, que los derechos que el art. 41 CE consagra no responden a un principio contributivo, a tenor del cual yo tengo derecho a recibir hoy, cuando necesito, por razón de lo que antes aporté para que pudieran recibir otros. Como dice la STC 65/1987, de 21 de mayo (f.j. 4º), el art. 41 CE supone "apartarse de concepciones anteriores de la Seguridad Social en que primaba el principio contributivo y la cobertura de riesgos o contingencias". De ahí que las medidas legales de subsidio para desempleados que no tienen, o no tienen aún, el derecho a una pensión contributiva, o para ciudadanos en general en situación de necesidad, no sólo no poseen carácter inconstitucional, sino que están firmemente avaladas por dicho art. 41 CE. Naturalmente, el límite para lo deseable está en lo posible, y el fin que un precepto constitucional habilita está sometido, además de a lo posible, al programa político de la mayoría gobernante, forzada sólo, como hemos indicado, a respetar mínimos, no a realizar máximos. Por eso dice el TC que "Es muy cierto que (...) el compromiso que así pesa sobre los poderes públicos no es siempre susceptible de una actualización inmediata y generalizada" (STC 209/1987, de 22 de diciembre, f.j. 4) y que "El legislador dispone de un amplio margen de libertad en la configuración del sistema de Seguridad Social y en la apreciación de las circunstancias socioeconómicas de cada momento a la hora de administrar recursos limitados para atender a un gran número de necesidades" (STC 184/1990, de 15 de noviembre, f.j. 3º).

En resumidas cuentas, que la Constitución obliga a que todos los ciudadanos tengan la asistencia de la Seguridad Social, si bien no impone con qué alcance exacto, y a que los desempleados y todos los que se encuentren en "situaciones de necesidad" reciban "prestaciones sociales suficientes", aunque también queda en el texto constitucional abierto qué situaciones se reputan como de necesidad, quiénes computan a estos efectos como desempleados o qué tipo de prestaciones sociales son las ineludibles y qué medida de las mismas es suficiente.

Hablábamos antes de lo que la Constitución impone y de lo que permite, y hasta podríamos mencionar lo que con sus directivas y normas finalistas incita a lograr o maximizar, aunque no lo imponga. Pues bien, en ese sentido el art. 41 es ya por sí solo base suficiente para avalar la constitucionalidad del modelo que propongo, el de la renta mínima asegurada a todo ciudadano, modelo repito, no constitucionalmente necesario, pero sí constitucionalmente posible y, además, hasta constitucionalmente deseable, como se desprende de la síntesis de este art. 41 CE con otros como el 1.1, el 9.2, el 10.1, el 15, el 31, el 33.2, el 39, el 44 y bastantes más; incluso casi todos los de la sección 1ª del capítulo 2º del título I, pues como han mostrado autores de la talla de Habermas, sin un mínimo aseguramiento de las necesidades vitales no hay base para un real disfrute de las libertades más básicas y los derechos políticos y procesales más decisivos. No estoy refiriéndome a nada que no tenga presente, como horizonte, hasta el mismo Tribunal Constitucional cuando, al hacer la exégesis del art. 41 CE, dice que "Acoger el estado o situación de necesidad como objeto y fundamento de la protección implica una tendencia a garantizar a los ciudadanos un mínimo de rentas, estableciendo una línea por debajo de la cual comienza a actuar la protección", si bien acto seguido matiza que "El hecho es, sin embargo, que esta tendencia no aparece plasmada en nuestra normativa legal, que no se basa en la protección frente a la pobreza, sino en la compensación frente a un daño" (STC 103/1983, f.j. 4º). Está admitiendo el TC la legitimidad de la situación actual, pero, simultáneamente, reconociendo que es posible, y hasta más acorde con el espíritu constitucional, una política de protección generalizada contra la pobreza, y no sólo la de los desempleados, como luego veremos.

iv. Quienes, realizando una actividad que se puede considerar productiva, no se encuentran en ninguna de las tres situaciones anteriores y en modo alguno encajan en la definición de i).

Son, por ejemplo, los profesionales liberales, que ejercen su profesión por su cuenta, y los empresarios. Para simplificar la exposición, quedémonos sólo con estos últimos.

Nuestra Constitución asegura una economía capitalista de mercado, aun cuando contenga también numerosos principios que permitan (no que impongan) una política muy "social" y un sector público fuerte y atento a las necesidades de los ciudadanos cuya satisfacción el mercado no asegure suficientemente. Dos son los derechos sentados por la Constitución que determinan la no alternativa al capitalismo (aunque sea, repetimos, un capitalismo que pueda resultar sumamente avanzado y controlado): el derecho a la propiedad privada, unido al derecho a la herencia (art. 33.1 CE), si bien con el matiz no desdeñable de que "La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes" (art. 33.2 CE); y el derecho (o garantía institucional, si se prefiere verlo así, de conformidad con la jurisprudencia de nuestro TC -vid., en los inicios, SSTC 37/1981, 83/1984 y 881986-) a "la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado", con el añadido de que "Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación" (art. 38 CE).

Así que, guste o no, hay que asumir que en el sistema que nuestra Constitución instaura es lícito que el empresario viva, todo lo bien que le sea posible, del beneficio que su actividad empresarial le provea, y ello con independencia de que a los unos les parezca tal derecho la justa compensación por el riesgo en que pone su capital, amén de por el esfuerzo que supone la dirección del proceso productivo de una empresa, o que a otros les suene a aprovechamiento parasitario de la plusvalía generada por lo único que sería verdaderamente productivo, el trabajo de sus empleados.

Parece bastante evidente que la Constitución, al hablar del deber de trabajar como deber de todos los españoles, en el art. 35, se está refiriendo como trabajo a cualquier actividad que pueda considerarse productiva o generadora, en la medida que sea, de algún tipo de bienes o riqueza, y abarcando entre los que con ese deber cumplen no sólo el trabajo asalariado, sino también el autónomo y la labor de empresarios propietarios de los medios de producción. Si no lo entendiéramos así, tendríamos que asumir que hay una antinomia en la misma Constitución, al formular como derechos tanto el de ser trabajador como el de ser empresario.

¿Pero existe tan siquiera el deber de hacer algo que alguien pueda considerar productivo o beneficioso para el interés general? Veámoslo en el último supuesto, el de quienes no pueden ser llamados trabajadores ni con la más generosa de las acepciones.

v. Quienes ni trabajan ni lo pretenden, en ningún sentido posible de la expresión "trabajar".

La existencia con propiedad de un deber de trabajar, constitucionalmente impuesto, supondría el mayor reproche jurídico a la tesis que defiendo sobre la posibilidad y legitimidad constitucional de que el Estado subsidie la satisfacción de las necesidades más básicas de todo habitante de su territorio. Volveremos más adelante sobre el asunto, por lo que lo dejamos aquí en suspenso. Pero quedémonos por el momento con la siguiente consideración: si nuestro sistema no pone trabas al simple rentista, al que se limita a vivir y disfrutar de una gran riqueza que obtuvo sin esfuerzo personal ninguno, por ejemplo por herencia (o por lotería; aunque, a fin de cuentas, la herencia también es una lotería, parte de esa lotería de la vida -la parte no "natural"- sobre la que discutían Rawls y Nozick), sin propósito alguno de resultar productivo de ninguna manera (salvo de la inevitable en que es productivo o "rentable" todo consumidor), ¿con qué cara -dura- le decimos al que elige ser pobre sin trabajar que no tiene derecho a esa elección de no laborar, opción que, sin embargo, sí le cabe al rico? Si, queriendo ser respetuosos con la coherencia, le manifestamos al pobre que no infringe propiamente deber alguno al elegir no trabajar, ¿qué fundamento tenemos para negarle la posibilidad de que el Estado sufrague sus necesidades básicas? Ya se oyen las respuestas tronantes: no es solidario y, además, no tiene derecho a lo que no consiga con algún esfuerzo -trabajo- por su parte. Buenas razones estas, sí, a condición de que las usemos también para privar de su riqueza al heredero rentista que no se molesta ni siquiera en arriesgar su capital en alguna empresa productiva, o para el que se limita a disfrutar de lo que con tanto esfuerzo logró en un gran premio de la lotería... del Estado, ésa que sostienen, sobre todo, los pobres que sueñan con vivir sin (tener que) trabajar.

Hemos visto en este apartado (a) que no todos los ciudadanos son, ni tienen por qué ser, trabajadores. Ahora vamos con la otra parte, más sencilla, pero bastante más dramática.

(b) No todos los trabajadores son ciudadanos.

Hace ya un buen rato que deberíamos haber definido el sentido con que usamos la palabra ciudadanía. Con ella se está aludiendo a algo más que la posesión de la nacionalidad o "ciudadanía" española. Decir, en este sentido, que no todos los trabajadores son españoles es una perogrullada digna de un profundo esfuerzo analítico. Por ciudadanía entiendo aquí la condición que permite o faculta para disfrutar de la plenitud de los derechos más básicos o importantes de una persona, incluidos derechos culturales, y que en el seno de una comunidad suponen la condición de miembro pleno o no subordinado.

No todos los que habitan en territorio español disfrutan de los derechos fundamentales que poseen los españoles. El art. 13.1 CE se encargaría, al menos según ciertas interpretaciones, de dejar amplia libertad al legislador. No pretendo aquí debatir sobre el fundamento filosófico-político de que goce el tratamiento legal diferenciado de nacionales y extranjeros, ni extenderme sobre los problemas de constitucionalidad que la Ley de Extranjería (LO 4/2000, de 11 de enero, modificada por la LO 8/2000, de 22 de diciembre) suscita (y que están planteados ante el TC), al privar del ejercicio de determinados derechos fundamentales (reunión, manifestación, asociación, sindicación y huelga...) a los inmigrantes (extracomunitarios) irregulares, es decir, carentes de autorización de estancia o residencia; tampoco sobre los logros parciales en el camino hacia la igualación.

Simplemente quiero destacar que, a día de hoy y con el derecho hoy vigente en España, los trabajadores inmigrantes se hallan desposeídos no sólo de derechos de los que configuran la condición de ciudadano (frente a la de "siervo", o "inferior", o "enemigo", o "no persona"), sino, también, de entre ellos, de algunos de los que se consideran básicos para que un trabajador no se encuentre en situación de indefensión: el derecho de sindicación y el de huelga. Más aún, en la interpretación que la doctrina más fuerte hace del art. 36.4 de la Ley de Extranjería, por relación con los arts. 6.3 y 1275 del Código Civil, es nulo el contrato de trabajo que suscriba un extranjero (extracomunitario) sin permiso de trabajo, permiso cuya obtención depende, entre otras cosas, del carácter legal de la estancia del extranjero entre nosotros. Es una situación peculiar, ya que dicho artículo 36.4 dice que "la carencia de la correspondiente autorización por parte del empleador, sin perjuicio de las responsabilidades a que dé lugar, no invalidará el contrato respecto a los derechos del trabajador extranjero". Este precepto, que ha sido calificado de enigmático y que provoca el desconcierto general en la doctrina laboralista, viene a oscurecer aún más la situación anterior a la introducción del mismo en la LO 8/2000. Hasta esa fecha la jurisprudencia establecía que la declaración de nulidad del contrato no exonera al empresario del pago de los salarios adeudados (¡sólo faltaría!), pero que el trabajador ilegal no tiene derecho alguno a indemnización por el consiguiente despido. Al final sí acaba en ahorro para el empresario.

La propia Ley, como hemos dicho, se encarga de privar al trabajador irregular de los que hasta en la propia Constitución están sentados como medios imprescindibles para la defensa de los derechos de los trabajadores frente a la explotación: sindicación y huelga. Con el intento, felizmente frustrado por el TC, de que esos trabajadores tampoco tuviesen acceso a la justicia gratuita a la hora de pleitear para hacer valer sus derechos laborales, quedaba (y queda) claro el propósito de no poner excesivas dificultades a explotación de esos trabajadores privados de ciudadanía. No es momento aquí para alargarse más en lo obvio, en un fenómeno que podríamos calificar como la transparencia de lo secreto: el legislador, las autoridades administrativas -especialmente las laborales-, los empresarios y sus organizaciones, los sindicatos, los trabajadores "nacionales" (ay, la vieja conciencia de clase), todo el mundo conoce, colabora o, cuando menos, asiente a su manera, a la escisión entre trabajadores ciudadanos y semiesclavos que, eso sí, nominalmente conservan todos los derechos que los liberan del riesgo de desaprensiva explotación.

3. Los ciudadanos que trabajan siguen siendo ciudadanos mientras trabajan.

Los derechos fundamentales no los deja el trabajador (el que los tiene; véase el apartado inmediatamente anterior) a la puerta de su centro de trabajo al comenzar cada jornada laboral. No estamos hablando aquí de los derechos fundamentales en tanto que trabajador y que se refieren específicamente al contrato, la prestación o la relación de trabajo, así como al modo en que pueden los trabajadores organizarse para su defensa en común, es decir, los llamados "derechos fundamentales directamente laborales" o "específicamente laborales". Ahora aludimos a aquellos derechos y libertades que posee todo ciudadano por el mero hecho de serlo y que configuran su básica dignidad personal y social, como individuo libre y dueño de sí mismo y de una personalidad que quiere desarrollar autónomamente. Son, en suma, los que en la doctrina laboral se vienen denominando derechos laborales "inespecíficos".

Por su relación conflictiva con las potestades del empresario, los más relevantes son el derecho a no ser discriminado, a la libertad ideológica y religiosa, al honor, la intimidad personal y la propia imagen, a la libertad de expresión, a la libertad de información, el derecho de reunión, el derecho a la tutela judicial efectiva, el derecho al principio de legalidad en materia sancionatoria y el derecho a la educación. No hay sitio aquí para un examen pormenorizado, del que, además, hay muy buenas muestras en la doctrina laboralista.

No hace falta imaginarse a un feroz empresario dispuesto a humillar al trabajador, aunque de todo habrá. Esas situaciones dan lugar a casos fáciles en que la recomposición de los derechos del trabajador lesionado pocos problemas teóricos acarrea. Las cuestiones más debatidas se dan cuando la medida que en principio limita un derecho fundamental general del trabajador cabe que encuentre justificación al amparo de la facultad directiva del empresario. No olvidemos el principio de libertad de empresa del art. 38 CE, que supone no sólo el derecho a tener empresas, sino a dirigirlas y organizarlas del modo que convenga a su finalidad. No en vano el mismo art. 20 del Estatuto de los Trabajadores reconoce el poder de dirección y control del empresario.

Dicho art. 20 ET alude a que el empresario puede dictar "órdenes e instrucciones", pero también señala como límite el de los derechos inviolables de los trabajadores. Y aquí llegamos al eje del problema: ¿qué ocurre cuando un empresario toma una medida o dicta una orden amparándose en esas sus facultades, pero con ello limita un derecho fundamental general del trabajador? De entre los cientos de ejemplos posibles y resueltos en la jurisprudencia, quedémonos con uno muy citado, el del deshuesador de jamones, resuelto por la STC 99/1994. El empresario le ordena a su empleado, cuyo cometido en la empresa era ése de deshuesador, que comparezca en un acto público de presentación de los productos de la empresa, jamones, y que ante los fotógrafos proceda a cortar y despiezar un jamón. El trabajador se niega, invocando su derecho a ser dueño de su propia imagen y a oponerse a que la misma sea captada por los medios de comunicación. El TC da la razón al trabajador, con el argumento principal de que, no hallándose contractualmente obligado el trabajador a tal tipo de prestación, su forzamiento a la misma sólo estaría justificado, en nombre del interés de la empresa y las facultades de dirección del empresario, cuando se acreditase "que no es posible de otra forma alcanzar el legítimo objetivo perseguido, porque no existe medio razonable para lograr una adecuación entre el interés del trabajador y el de la organización en que se integra" (f.j. 7). O sea, a ponderar tocan, a la luz de las circunstancias del caso concreto.

Maximizar las libertades organizativas y gestoras del empresario respecto a sus trabajadores equivaldría a liquidar los derechos fundamentales de éstos en lo que dura la prestación de su trabajo; por contra, extremar la protección de los trabajadores frente a cualquier restricción de un derecho fundamental durante el desempeño del trabajo sería dejar en nada la figura del empresario y la mismísima libertad de empresa. En consecuencia, habrá que ver, caso por caso, en primer lugar, si esa medida que el empresario dispone, y que supone una limitación para un derecho fundamental del trabajador, verdaderamente se justifica en un interés objetivo de la empresa y no es un puro capricho o la manifestación de un propósito dañino o de algún designio en sí ilícito; y, en segundo lugar, si no cabe conseguir el mismo fin admisible con una medida que no dañe derechos fundamentales, o que los dañe menos. En definitiva, estamos ante supuestos prototípicos de la necesidad de la ponderación entre derechos y/o principios constitucionales para la resolución de casos de amparo, y comparecen las tres exigencias que la doctrina y la jurisprudencia tienen ya muy bien tipificadas: necesidad, adecuación y proporcionalidad en sentido estricto.

De todos modos, en el caso de ciertos derechos se prevé una protección reforzada, que incide no sólo sobre la ponderación, sino también sobre la carga de la prueba, introduciendo en la medida empresarial una presunción de ilicitud con base en meros indicios y derribable sólo con una muy estricta prueba de necesidad, razonabilidad y justificación en datos objetivos. Tal es el caso, por ejemplo, cuando se alega que la medida empresarial supone discriminación por razón de sexo. Así lo determina el art. 96 de la Ley de Procedimiento Laboral.

La protección de los derechos fundamentales en este ámbito de relaciones entre particulares se inserta en la problemática general de la Drittwirkung o eficacia horizontal de los derechos. Un lector desprevenido de la Constitución podría creer que queda excluida en estos casos la vía del amparo, dada la dicción literal del art. 53 CE, que parece que la reserva para las violaciones provenientes de los poderes públicos. Pero el TC ha hecho uso de la pauta antes sentada por la jurisprudencia constitucional alemana (lo que se ha llamado la "finta alemana") y admite el recurso de amparo contra las sentencias (los jueces son poder público) que se cuestionen por no proteger el derecho fundamental en esa relación originariamente privada.

Pero retornemos brevemente al asunto de la ponderación. Parece que, ante el litigio entre el empresario que alega sus facultades de organización y dirección y el trabajador que invoca un derecho fundamental que sufre por el ejercicio de las mismas en la ocasión, no hay más salida que proceder a sopesar todas las circunstancias precisas del caso a la luz de los criterios mencionados, por muy imprecisos que éstos sean. Es para los derechos de los trabajadores una conquista grande, frente a lo que supondría (o suponía) la afirmación de poderes que se les puedan imponer a cualquier precio y con cualquier justificación meramente retórica o aparente. Pero hay en nuestra jurisprudencia constitucional ciertos casos que apuntan a una regresión de aquel criterio, pues se renuncia a la ponderación de los pormenores del conflicto y se resuelve a partir de meras afirmaciones genéricas sobre facultades y derechos. Tal sucedería, por ejemplo, en la STC 170/1987, que versa sobre un conflicto entre la prohibición del empresario de que el trabajador, camarero, porte barba, y la invocación por éste de su derecho a gobernar su propia imagen, caso resuelto con afirmaciones generales y sin detenerse en el análisis del cómo y dónde desarrollaba su labor de camarero el demandante de amparo; o con la STC 129/1989, en la que no se exige a la empresa que acredite el interés que la lleva a no permitir a los trabajadores matriculados en una carrera universitaria (el derecho fundamental en juego aquí es el derecho a la educación) trabajar siempre en el turno de noche, frente a la pauta general de turnos rotatorios que la empresa introdujo.

Venimos, pues, sosteniendo que los trabajadores siguen siendo ciudadanos y disfrutando, por tanto, de sus derechos fundamentales, aun durante el tiempo en que prestan su trabajo por cuenta ajena. Además, en la medida en que el trabajo (voluntario y no reñido con los derechos fundamentales) se alza para nuestra cultura en requisito importantísimo para la realización personal, la Constitución quiere asegurar que la posibilidad de ser ciudadano trabajador no se sustraiga a quienes se encuentran en condiciones de particular limitación o dificultad. Así, el art. 25.2 CE reconoce a los que cumplan pena de prisión el "derecho a un trabajo remunerado y a los beneficios de la Seguridad Social"; el art. 49 encarga a los poderes públicos la "integración" de "los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos" para que puedan disfrutar, entre otros, del derecho al trabajo; y el art. 42 CE señala que "El Estado velará especialmente por la salvaguardia de los derechos económicos y sociales de los trabajadores españoles en el extranjero y orientará su política hacia su retorno".

4. Pero los ciudadanos que trabajan se encuentran en una especial situación de debilidad, que los hace más vulnerables.

Atendamos a la STC 3/1983, que explicita los fundamentos constitucionales del Derecho del Trabajo: el tratamiento legal diferenciado de trabajador y empresario

"se asienta sobre una desigualdad originaria entre trabajador y empresario que tiene su fundamento no sólo en la distinta condición económica de ambos sujetos, sino en su respectiva posición en la propia y especial relación jurídica que los vincula, que es de dependencia o subordinación de uno respecto del otro, y que posee una tradición que es innecesario concretar en todo el amplio conjunto de consecuencias derivadas de dicha relación. Se trata, pues, de una desigualdad subjetiva a la que atiende el ordenamiento jurídico mediante un tratamiento diferenciado, y que no se quiebra por la contemplación aislada de supuestos excepcionales realmente existentes en que la elevada cualificación del trabajador, su remuneración o su relativa autonomía en la prestación del trabajo reduzcan o maticen las respectivas posiciones de las partes. El legislador, al regular las relaciones de trabajo, contempla necesariamente categorías y no individuos concretos y, constatando la desigualdad socioeconómica del trabajador respecto al empresario, pretende reducirla mediante el adecuado establecimiento de medidas igualatorias.

De todo ello deriva el específico carácter del Derecho laboral, en virtud del cual, mediante la transformación de reglas indeterminadas que aparecen indudablemente ligadas a los principios de libertad e igualdad de las partes sobre los que se basa el derecho de contratos, se constituye como un ordenamiento compensador e igualador en orden a la corrección, al menos parcialmente, de las desigualdades fundamentales".

Resulta, por consiguiente, que el carácter protector del derecho laboral se justifica como límite o contrapeso frente a la situación de dominio en que el empresario está situado, a fin de que el trabajador no se vea obligado a aceptar condiciones de trabajo incompatibles con su dignidad, ni a soportar durante su relación laboral atentados contra sus derechos más básicos. Y todo ello con el adicional paraguas constitucional del art. 9.2 CE, disposición con la que, como dice la misma STC en el mismo fundamento anterior (el tercero),

"se está superando el más limitado ámbito de actuación de una igualdad meramente formal y propugnando un significado del principio de igualdad acorde con la definición del artículo 1, que constituye a España como un Estado democrático y social de derecho, por lo que, en definitiva, se ajusta a la Constitución la finalidad tuitiva o compensadora del Derecho laboral en garantía de la promoción de una igualdad real, que en el ámbito de las relaciones laborales exige un mínimo de desigualdad formal en beneficio del trabajador".

¿Quién puede poner en peligro los bienes y derechos más básicos del trabajador?

i. En primer lugar, el Estado, con su legislación y su Administración. Entre las más dramáticas paradojas del infausto siglo XX se encuentra el hecho, ya indiscutible, de que algunas de las mayores degradaciones a que se vio sometida la clase trabajadora se ejecutaron por obra del Estado y en nombre de una política que se decía liberadora de esa clase frente a la opresión del capital. Fascismo y comunismo coincidieron en eso, como en tantas cosas más, pese a quien pese. Las garantías de que la Constitución dota a los derechos fundamentales y libertades (recurso de amparo, reserva de ley, respeto al contenido esencial, etc., según los casos) protegen a los trabajadores también frente a las limitaciones de sus derechos básicos que "por su bien" el Estado mismo pueda disponer.

ii. Los propios trabajadores. Suena mal, sí, pero cabe. Caídos ya del sueño de que la clase proletaria fuese la depositaria de la conciencia moral universal, la más verdadera y menos deformada, nada nos libra de que pueda surgir también entre quienes trabajan la tentación de discriminar a la mujer o al distinto, o el afán por trepar ilícitamente y con desprecio del mérito y la capacidad de los iguales. Recuérdese, por ejemplo, la jurisprudencia que atiende amparos contra normas de convenio colectivo por razón de las discriminaciones entre trabajadores que en ellas se contenían. También aquí servirán las vías normales para hacer valer derechos fundamentales, como el derecho a no ser discriminado.

iii. El empresario, principalmente. Antes vimos que las facultades propias y naturales del empresario hacen, en su ejercicio, peligrar los derechos fundamentales generales del trabajador (imagen, intimidad, expresión, información, etc.). Pero a eso se suma que la propia relación laboral puede constituirse ya contractualmente en términos de sumisión y explotación. Y que, sea cual sea el momento y lugar en que la contravención de la dignidad y los bienes básicos del trabajador se produzca, el círculo sobre él puede cerrarse cuando su propia situación de inferioridad y dependencia vital le frena, cual chantaje, para reclamar contra tales violaciones. Estas son las principales razones justificatorias de que los trabajadores estén dotados de específicos derechos tendentes a reforzar su posición mediante la defensa conjunta o colectiva de lo que por separado e individualmente en muchos casos no podrían defender.

A los instrumentos que todo ciudadano posee para la salvaguardia de sus bienes, dignidad y derechos básicos, suma la Constitución medios específicos para que los trabajadores se protejan en lo que tiene que ver con la relación laboral, y son medios de titularidad y ejercicio colectivo, al menos en sus aspectos más relevantes. Se trata de los derechos colectivos o derechos de protección y autotutela colectiva: libertad sindical y negociación colectiva, más derecho de huelga y a las medidas de conflicto colectivo. Hagamos un somero repaso de este tema en el que existe una literatura ingente.

i. La Constitución reconoce a los trabajadores el derecho a agruparse para su defensa conjunta, pero no a agruparse de cualquier manera, sino en sindicatos. El art. 28.1 CE proclama que "todos tienen derecho a sindicarse libremente" y puntualiza que "La libertad sindical comprende el derecho a fundar sindicatos y a afiliarse al de su elección, así como el derecho de los sindicatos a formar confederaciones y a fundar organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a las mismas", y acaba con la advertencia de que "Nadie podrá ser obligado a afiliarse a un sindicato".

Este derecho de libertad sindical tiene dos vertientes que, hasta por imperativo del sentido común, son inescindibles: el derecho de los trabajadores a agruparse en sindicatos para la defensa de sus intereses legítimos y, consiguientemente, el derecho a actuar así agrupados para ese fin. No es baladí la precisión, pues esa inseparable ligazón es la que ha permitido al TC considerar el derecho a la negociación colectiva (art. 37 CE) como componente fundamental de la libertad sindical, en cuanto tarea por excelencia de los sindicatos, lo que justifica que quepa el recurso de amparo frente a los atentados a la misma cuando son los sindicatos los que negocian, lo que no ocurriría, dada la ubicación de uno y otro precepto, si se viesen como derechos independientes.

ii. El segundo de los derechos de este tipo que la Constitución reconoce es el de la negociación colectiva, que acabamos de mencionar. En términos del art. 37 CE, "La ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios". En pocas palabras, lo que así se asegura es que los representantes de los trabajadores y los de los empresarios podrán llegar a acuerdos sobre cualesquiera aspectos de las relaciones laborales que la ley permita a tales convenios y siempre en el respeto, obviamente, a la Constitución y la ley. Y precisamente el valor normativo general de esos convenios así acordados lo respalda el último inciso del citado artículo, abocándonos al más complejo y dramático de los problemas de relación entre autonomía colectiva (la que se ejerce a través de las organizaciones que negocian el convenio) y autonomía individual del concreto trabajador. Porque ¿puede el trabajador individual en su contrato desmarcarse de lo imperativamente estipulado en el convenio, máxime si es un trabajador no sindicado y/o que no ha tenido ocasión de participar en modo alguno en la aprobación de lo en convenio pactado? El TC optó enfáticamente por la respuesta negativa, en su tan citada Sentencia 58/1985, de 30 de abril. Adelanto, atrevidamente, mi opinión: depende de la situación general de los trabajadores. Mantendré al final que el dispensar a la autonomía individual del sometimiento a la colectiva puede estar justificado, y sólo entonces, cuando las condiciones que un Estado social muy avanzado asegura a toda su población liberan a cualquier trabajador individual de todo riesgo de dar su aprobación a una relación laboral explotadora y movido sólo por la irresistible presión de su estado de necesidad.

iii. Derecho de los trabajadores a usar las medidas que confieren la mayor fuerza a sus agrupaciones y que son respaldo y recurso último para hacer valer colectivamente sus intereses: derecho de huelga (art. 28.2; derecho defendible en amparo, por tanto) y derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo (art. 37.2).

Ya que no podemos entretenernos en observaciones parciales, arriesgaré una visión de conjunto. Estamos hablando de que los trabajadores hacen dos cosas: juntarse y presionar por los medios que sean eficaces para su objetivo. Antes de la instauración del moderno Derecho del Trabajo el derecho estatal prohibía ambas cosas, como es bien sabido. Pensemos en lo relativamente reciente del derecho a la libertad sindical y a la huelga, como supuestos más claros de lo uno y de lo otro. Desde el punto de vista del Estado no se consideraba deseable ni legítima más determinación del contenido del contrato que la que proviniese del propio Estado (mínima) y de la autonomía de la voluntad de los individuos contratantes en cada caso (máxima), y de ahí la lucha contra los llamados cuerpos intermedios (Ley Chapelier, de 1791, en Francia, o las Combination Acts, en Inglaterra, en 1799 y 1800, etc.). Inversamente, desde las ideologías que aglutinaban la acción colectiva de los trabajadores se consideraba que el Estado estaba deslegitimado, en cuanto normador de las relaciones de trabajo, por su constitutiva complicidad con y dependencia de los propietarios de los medios de producción, y se aspiraba a que el Estado desapareciera, y con él la propiedad privada de los medios de producción.

De esa relación de incompatibilidad se sale con la aparición del Estado social, con la constitucionalización de los derechos sociales de los trabajadores, lo que significa que el Estado reconoce y admite la organización colectiva de los trabajadores y los trabajadores admiten el Estado. Es crucial reparar en lo siguiente: que el Estado admita sindicatos y acción colectiva de los trabajadores significa que los regula. Y, con ello, que se arroga la facultad de excluir y sancionar las formas de organización y acción colectiva que se salgan de lo regulado. Y, así, en esa pugna por la preeminencia gana el Estado, y gana precisamente porque permite lo que le resulta admisible, para poder prohibir lo que rechaza. Es de la máxima importancia que no echemos en saco roto que, en términos políticos, lo más importante del reconocimiento que un Estado hace de un derecho fundamental en la Constitución es la simultánea habilitación que a sí mismo se da el Estado para la regulación legal de ese derecho, con respeto a los límites que constitucionalmente se establezcan, sí (contenido esencial del derecho, reserva de ley, exigencia de mayorías parlamentarias cualificadas, etc., etc.), pero regulación. Cuando se niega tajantemente el derecho a hacer x, quienes quieran y decidan hacer x lo harán sin más límite jurídico que esa genérica prohibición, lo que significa, a la postre, enorme libertad al hacer x, una vez que se ha asumido el riesgo que implica vulnerar la prohibición de hacerlo. Por tanto, cuando el Estado reconoce un derecho hace un supremo ejercicio de poder, pues está diciendo que ese derecho es derecho porque él lo reconoce y, sobre todo, está diciendo que, aun reconocido y precisamente por reconocido, el derecho sólo existe en cuanto se ejercite como el Estado quiere que se ejercite, esto es, según la regulación que del mismo haga.

La presencia en los ordenamientos de los derechos de libertad sindical y negociación colectiva implican la supremacía del Estado, pues al Estado le toca poner los límites, límites que, en el fondo, no existen cuando la prohibición es total y absoluta. Porque los derechos sólo se pueden ejercer con arreglo a derecho, como ya hemos dicho. La autonomía colectiva se ejercerá en la forma y con los límites que el derecho estatal prescriba. Será la política de cada momento la que amplíe o restrinja esos límites, y el margen es amplísimo, como inevitable consecuencia de la enorme vaguedad ínsita en las fórmulas constitucionales que recogen esos derechos.

Cuando la legislación estatal regula el ejercicio de la libertad sindical y de la negociación colectiva laboral, topa siempre con un dilema básico: cuanto más se asegure la pureza de la representación de los trabajadores y la correspondencia entre lo que éstos desean y lo que en su nombre se pacta, tanto menos previsibles resultarán sus decisiones, tanta mayor incerteza se introducirá en los mecanismos del sistema económico y político. Hay algo que el sistema político-económico soporta mucho peor que a los sindicatos reclamando mucho de lo que de ellos se espera: el no saber lo que los trabajadores exigirán mañana, si es que se les permite articular sus pretensiones por procedimientos de real decisión colectiva mayoritaria. Los sindicatos legales con representatividad legalmente imputada son la mejor garantía para un sistema que puede evitar revoluciones pero no puede soportar sorpresas, esto es, imprevistos no planificados, anomalías.

¿Estamos diciendo que las organizaciones de los trabajadores se rinden gratuitamente al Estado cuando aceptan jugar con respeto a las reglas que éste les marque después de haberlas reconocido y legitimado jurídicamente? No. El poder que ceden al Estado lo ganan respecto de los propios trabajadores. Frente al Estado se renuncia a la revolución y, a cambio, del Estado se obtiene la garantía de la supremacía de la organización sobre los individuos trabajadores, y ello sin perjuicio de que sea una supremacía que se justifique por el bien de los mismos sometidos. En otras palabras, las organizaciones de trabajadores rinden acatamiento al Estado a cambio de que éste les tutele su poder sobre los trabajadores y obstaculice la emergencia entre éstos de formas de organización alternativas. ¿Y en qué se traduce o se expresa ese poder? En que lo que las organizaciones decidan vincule a los trabajadores individuales, tanto si éstos han participado de alguna manera o no en la toma de decisión, tanto si tienen posibilidades de control efectivo sobre lo que "sus" organizaciones deciden como si no. Más aún, esa supremacía de la organización sobre los individuos trabajadores será más plenamente garantizada por el Estado cuanto menos éste, con su regulación de los requisitos y modos de proceder de esas organizaciones en el ejercicio de la autonomía colectiva, se preocupe de que sus decisiones sean reflejo de la voluntad real de los trabajadores vinculados por ellas. El principio organizativo se impone, pues, sobre el principio participativo.

Todo esto suena a desfasada retórica de viejo topo. No es esa la intención, sin embargo. Pretendo dar una interpretación del por qué de la presencia de ciertos derechos fundamentales y, sobre todo, de las razones de ciertos desarrollos legales de los mismos. Aquella presencia en la Constitución me parece bien. Y también me resulta grato el sutil entramado de controles, escarmentados como estamos ya ante la acción revolucionaria de las masas trabajadoras, siempre, en realidad, guiadas por burgueses resentidos y poco dados a doblar el espinazo. Pero queda buen lugar para la crítica, para una crítica que exija grados de democracia sindical mucho mayores que los que la legislación actual impone.

No queda espacio aquí para entrar con algún detalle en el debate actual entre autonomía individual y autonomía colectiva. La situación, muy esquemáticamente, es la siguiente. En desarrollo de los preceptos constitucionales que acabamos de ver, que otorgan a los trabajadores esos derechos "colectivos", el Estatuto de los Trabajadores, en sus arts. 82 a 92, fija condiciones legales para los convenios colectivos. De los convenios colectivos sabemos que dice el art. 37 CE que la ley garantizará su fuerza vinculante. Y aquí es donde brota el gran interrogante. ¿A qué tipo de eficacia de los convenios obliga esa expresión constitucional? ¿Significa que todo convenio vincula a todos los trabajadores que caigan bajo su ámbito de aplicación? ¿O sólo a los que mantengan algún tipo de relación de mandato y/o representación con las organizaciones que negocian el convenio y lo firman? ¿O es la ley la que tiene que concretar ese extremo?

El art. 82.3 del Estatuto de los Trabajadores dice que "Los convenios colectivos regulados por esta Ley obligan a todos los empresarios y trabajadores incluidos dentro de su ámbito de aplicación y durante todo el tiempo de su vigencia". La opción del legislador es, pues, favorable a la eficacia erga omnes de lo pactado en convenio, y esa opción ha sido reiteradamente avalada por el TC como la más acorde con el sentido del derecho a la negociación colectiva del 37 CE.

Ahora bien, hay dos problemas de enorme importancia que no tienen escapatoria. El primero es el de hasta qué punto dicha eficacia del convenio somete la autonomía individual, qué resquicio le queda, si es que le queda, al trabajador para ejercer su autonomía contractual cuando su voluntad libre (sólo ésa, claro) colisiona con lo que en representación del interés colectivo de los trabajadores se pactó en convenio. Nadie discutirá que la norma convencional debe prevalecer sobre una voluntad individual del trabajador que no es libre, que opta bajo presión y temor. Pero el debate emerge cuando el trabajador quiere elegir, con plenas garantías y sin miedo, algo que considera mejor o más conveniente para él, pero que choca con lo estipulado en el convenio. Se han abierto en los últimos tiempos importantes vías de penetración de la autonomía individual en ése que antes era coto cerrado del convenio, y la jurisprudencia viene admitiendo que el trabajador pueda imponerse sobre las normas del convenio que no se atribuyan la condición de indisponibles y siempre que existan suficientes garantías para ese trabajador que elige otras alternativas. Pero recientemente el TC ha decidido cerrar en lo posible esa vía de agua abierta en la autonomía colectiva, cortando el paso a los llamados pactos individuales en masa.

El asunto es así. ¿Qué ocurre si no son uno o dos los trabajadores que alteran en contrato los términos impuestos por el convenio, sino que son un buen número los que, uno a uno, contrato a contrato, así lo hacen, aceptando, por ejemplo, cada uno de ellos una oferta que a cada uno el empresario hace en tal sentido? Pongamos que las nuevas condiciones que cada cual pacta (y que son las mismas para cada uno) mejoran en conjunto su situación y no consta en modo alguno que haya voluntad antisindical del empresario, además de que esté claro que hay plena y libre voluntariedad de los trabajadores, no sometidos a coacción al aceptar. Pues bien, aun con eso el TC ha dado marcha atrás de permisiones anteriores y ha declarado inadmisibles esos pactos individuales en masa, por considerarlos opuestos a los intereses sindicales, constitucionalmente protegidos, los cuales tendrían una de sus más relevantes expresiones en el derecho de los sindicatos a una negociación colectiva que termine en convenios con eficacia general imperativa. Lo vemos en la STC 225/2001, que establece que ni la ausencia, en su caso, de voluntad antisindical en la propuesta del empresario, ni la plena voluntariedad de la aceptación por los destinatarios de la misma, ni la posibilidad de que esas nuevas condiciones, que suplantan a las pactadas en convenio por la representación sindical, sean beneficiosas para los trabajadores que las aceptan, sirven para hacer jurídicamente admisibles esos contratos, pues objetivamente se estaría menoscabando "la posición institucional del sindicato, en su derecho a participar en la regulación de condiciones de trabajo, así como en su modificación o renegociación" (f.j. 7). El balance queda del siguiente modo:

"puede afirmarse en línea de principio que existe margen para la autonomía individual tanto en los espacios libres de negociación colectiva (...), como en los afectados por ésta, siempre que se respete la configuración y los perfiles de la regulación del convenio procediendo a mejorar cuantitativamente las condiciones laborales de los trabajadores (disminución de horario, por ejemplo...). En cambio, serán contrarias al art. 28.1 CE las conductas individuales que busquen u ocasionen objetivamente, alterando la configuración y los perfiles de la regulación convencional, la sustitución del régimen previsto en la norma colectiva por otro cualitativamente distinto. En esos casos, ni siquiera la pretendida mejora que pueda tratar de dar validez a tal conducta podrá neutralizar la lesión que se produce con la modificación efectuada al margen de los sujetos que concertaron el convenio suplantado, o de los procedimientos en él establecidos". En estos casos "la prevalencia de la autonomía colectiva sobre la individual (...) se convierte en un elemento de la configuración constitucional del derecho a la negociación colectiva como medio de acción sindical" (f.j. 6).

Vemos que el TC quiere que la autonomía colectiva se imponga fuertemente sobre la individual. Pero, ¿qué autonomía colectiva? Y la respuesta va a ser: la sindical, colectiva por definición frente a cualquier otra forma de ejercicio, espontáneo u organizado de otro modo, de decisión colectiva. Podemos verlo con el tema de los convenios colectivos extraestatutarios, convenios válidos a los que, no obstante, se niega la eficacia erga omnes que se dijo propia de la autonomía colectiva y que, finalmente, se predica sólo de la autonomía colectiva representada, con necesidad conceptual, por los sindicatos.

Convenios colectivos extraestatutarios son los realizados al margen de las exigencias formales de los arts. 82 y siguientes del Estatuto de los Trabajadores. Su validez se apoyaría en el mismo art. 37.1 CE. Que el Estatuto diseñe un modelo legal de convenio no significaría que sea la única manera posible de acordar válidamente un convenio con efectos jurídicos. Mas, ¿qué efectos? El art. 82.3 del Estatuto de los Trabajadores dispone que "los convenios colectivos regulados en la presente Ley obligan a todos los empresarios y trabajadores incluidos dentro de su ámbito de aplicación y durante todo el tiempo de su vigencia". De ahí viene la doctrina desprendiendo la tesis de que, a sensu contrario, los convenios que no se hacen según esa regulación legal no obligarían a todos los trabajadores de su ámbito, no tendrían eficacia erga omnes. Creo que subyace aquí un error tremendamente habitual al usar el argumento a contrario. Lo que ese art. 82.3 dice es que tendrán esa eficacia los convenios extraestatutarios. De los otros, de los extraestatutarios, no dice absolutamente nada, no resuelve absolutamente nada. Para que excluyera para ellos dicha eficacia erga omnes debería el artículo en cuestión expresar que sólo los convenios hechos según el Estatuto obligan a todos los trabajadores y empresarios de su ámbito, o debería poder mantenerse que esa es la única interpretación posible, o la única defendible, lo cual no parece el caso. En resumen, que ese precepto no dice nada ni sobre si caben otros convenios distintos de los estatutarios ni sobre cuál sería su eficacia. Lo primero, la admisibilidad en nuestro sistema de los convenios extraestatutarios, lo ha mantenido, como hemos indicado, el TC con base en el art. 37.1 CE; lo segundo lo infiere gran parte de la doctrina a partir de aquel argumento errado. Y nos preguntamos por qué, una vez que se ha reconocido que el fundamento constitucional del derecho a la negociación colectiva es el mismo en los estatutarios y en los extraestatutarios, se quiere restar ya de entrada a éstos la eficacia que se ha atribuido a aquéllos, prescindiendo de toda consideración del proceso y la participación con que se elaboraron. Y creo que la contestación, nuevamente, es: por defender el lugar de los sindicatos y su papel de control. Otra vez el principio organizativo se impone al participativo. Tal ocurre siempre que el dato formal del quién negocia y firma pesa más que el cuánto y cómo de las voluntades de los obligados.

5. Pero, a fin de cuentas, trabajar tiene que merecer la pena.

Nuestras raíces culturales están impregnadas, por un lado, de la convicción de que el trabajo es un castigo bíblico, una maldición de la que nadie debe -ni puede- sustraerse y, por otro, de la fe en que precisamente por medio del trabajo nos realizamos del modo más íntegro como personas. ¿No estará llegando la hora de olvidarse de dos tópicos tan gastados? ¿Por qué no pensar que el primer derecho de cada cual es el derecho a ser libre y que uno de sus primeros ejercicios se realiza en la decisión de trabajar o no? A fin de cuentas, y como ya mencioné antes, en este mundo nuestro (quiero decir el "primer mundo") son ya bastantes los que se las ingenian para vivir del cuento, y no parece que el sistema jurídico tenga instrumentos para proceder contra la inmensa mayoría de ellos. La Constitución no prohíbe ser rentista pasivo -si uno tiene los posibles-, ni anacoreta contemplativo.

En realidad, como ya sabemos, nuestra Constitución extiende ciertos derechos fundamentales a todos, prescindiendo de si trabajan o no (como el derecho a la seguridad social), y deja abierta generosamente la puerta para que muchos otros derechos puedan universalizarse sin exigir contraprestación de su titular. Pero no sólo eso. También se compromete con la exigencia de que el trabajo merezca la pena, digámoslo así. Es decir, que quien por voluntad o necesidad (necesidad que debería desaparecer) trabaje, encuentre contraprestación suficiente y adecuada a su esfuerzo y al valor de lo que da de sí (aun descontando las plusvalías). Y este compromiso constitucional con que el trabajo merezca la pena se traduce en dos grupos de derechos, constitucionalmente reconocidos:

i. Derechos que aseguren al trabajador que su situación no va a ser la del esclavo o sometido a un dominio que extinga su libertad personal. A cuento viene aquí el respeto en el trabajo de los que antes llamamos derechos fundamentales inespecíficos y, en segundo lugar, ciertos derechos específicamente reconocidos al trabajador individual, los siguientes.

- Derecho "a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia" (art. 35.1 CE).

- Derecho a la seguridad e higiene en el trabajo (art. 40.2 CE).

- Derecho "al descanso necesario, mediante la limitación de la jornada laboral, las vacaciones periódicas retribuidas y la promoción de centros adecuados" (art. 40.2 CE).

ii. Pero, con todo y con eso, el trabajo tiene también que ofrecer alguna forma, al menos mínima, de realización personal (aun cuando no sea la única forma posible de realización personal; o precisamente por eso); en otros términos, más problemáticos, el reto es que el trabajo le brinde al ciudadano posibilidades que le hagan preferir trabajar, mejor que vivir sin trabajar, aun cuando sin trabajar tenga asegurada la satisfacción de sus necesidades más básicas. En este marco podemos encuadrar derechos como los siguientes:

- Al trabajo (35 CE). Justamente hay que poner los medios para que el que quiera trabajar pueda hacerlo, por lo que ligado al compromiso del Estado para hacer posible tal prestación va su obligación de realizar una política orientada al pleno empleo. En tiempos de escasez de puestos de trabajo, una política que favorezca que no trabaje el que se conforme con lo básico ayudará a que pueda trabajar el que quiera mediante el trabajo lograr algo más.

- A la libre elección de profesión y oficio (35.1 CE)

- A la promoción a través el trabajo (35.1 CE)

- A la formación y readaptación profesionales (40.2 CE)

- A la participación en la empresa (129.2 CE).

Y llegamos a la tesis que quiero acabar de proponer y que al principio anuncié. Si, con todo y con esos derechos garantizados, un ciudadano elige vivir sin trabajar, no sólo se le puede y se le debe permitir, Constitución en mano, sino que, Constitución en mano también, cabe que el Estado lo financie para que su vida sea digna.

Resumiré la idea en unos pocos puntos.

1. El Estado puede y debe satisfacer a las necesidades básicas de todos y cada uno de los que en su territorio vivan y no las tengan cubiertas. Todo esto es tanto como decir que puede y debe quedar excluida toda situación de miseria o indefensión de cualquier tipo que pueda convertir a un sujeto en fácil instrumento del capricho y el abuso de otro. Cierto es que habría que precisar qué necesidades se consideran básicas y cuál es el grado de su mínima satisfacción requerida, y tal cosa no estamos en condiciones de hacerla, y menos aquí y ahora. Pero, a día de hoy, un acuerdo de mínimos no parece difícil: todos han de tener garantizado el alimento, la educación básica, la asistencia sanitaria, el alojamiento..., además, por supuesto, de sus libertades fundamentales. Y esos derechos sí que han de estar configurados como perfectamente irrenunciables e inatacables. En realidad, estamos hablando de algo que está perfectamente inventado y que va camino de plasmarse bajo prácticas tales como renta básica universal y otras fórmulas similares.

Traducido a nuestro tema esto quiere decir que nadie ha de verse en la situación de tener que aceptar un contrato de trabajo abusivo y explotador por causa de que no cuente con alternativa para sobrevivir, o porque carezca de los recursos intelectuales para entender lo que está en juego, o porque no posea instrumentos legales para defenderse, etc.

2. Lo anterior equivale a que cualquiera pueda vivir, con unas condiciones mínimas de calidad de vida, sin trabajar, ya sea porque no consiga trabajo, ya porque no le interesen los que están a su alcance, ya porque, sencillamente, prefiere ejercer aquel llamado derecho a la pereza.

3. El acicate mayor para que muchos se animen a trabajar, pese a la posibilidad anterior, está en lo que con el trabajo se puede conseguir: tener más o vivir mejor que ese cómodo mínimo que cualquiera tiene sin trabajar.

4. Bajo tales circunstancias, la libertad contractual se impone, en un marco de competencia perfecta e igualdad de oportunidades. Una vez que tengamos garantizado que nadie contrata por necesidad, ya sí podemos dejar funcionar al mercado y la autonomía de la voluntad. Y habrá desaparecido el fundamento serio que posee la supremacía de la autonomía colectiva sobre la individual cuando las necesidades básicas y la posibilidad de vivir sin trabajar no están aseguradas, cual es el de evitar que la autonomía que el trabajador ejercita al contratar sea en realidad forzamiento por la falta de alternativas.

5. ¿Y la libertad sindical? Por supuesto seguiría teniendo abundantes cometidos y plena razón de ser aun cuando la autonomía colectiva ya no imperara sin excepción sobre la individual: que el trabajador individual pueda, si es que quiere, libremente y según su particular plan de vida, renunciar a derechos alcanzados en ejercicio de la negociación colectiva y con la ayuda de las medidas de conflicto colectivo constitucional y legalmente permitidas, no quita ni un ápice de sentido a la lucha colectiva por dichos derechos, a los que tantos menos trabajadores (de esos ya no sometidos a la presión de la miseria) renunciarán cuanto más respondan a lo que verdaderamente desean y pretenden. Para empezar, puesto que del derecho del Estado demandamos la garantía efectiva de las necesidades básicas de cada individuo (y esa debería ser, creo, la exigencia primera de todo sindicato de "clase"), en el momento en que esto se logre a los sindicatos corresponde velar por el no retroceso, pues, como dijera Kahn-Freund, "... en lo que respecta a las relaciones laborales, las normas legales carecen a menudo de eficacia, si no se encuentran además reforzadas por sanciones sociales".

Y desaparecida, por extinguida la situación que la justificaba, la supremacía imperativa de la autonomía colectiva sobre la individual, se esfumaría con ella la causa principal de que las organizaciones de los trabajadores suplanten a los trabajadores mismos, pues se evaporaría la razón paternalista con la que hoy se les dice que sin aquella supremacía acabarán como víctimas de la explotación.

Es más, en un contexto así las organizaciones sindicales estarían llamadas a ser guardianes de la libertad contractual y vigilantes de la pureza en la competencia: el supremo interés de los trabajadores, como colectivo, sería que ninguno de ellos se viese discriminado en el acceso a un puesto de trabajo por la preferencia por uno menos capaz y competente, debida a la introducción en el sistema de mecanismos espurios y corruptelas.

Todo esto sonará a utopía, ciertamente. Pero medios hay para que se haga verdad y encaje tiene, y bien fácil, en nuestra Constitución. Y, sea como sea, mejor proponer utopías, llamándolas por su nombre, que rancias metafísicas agotadas. Puede que todo sea cuestión de fe, sí, pero ¿no resulta más chocante, por ejemplo, creer que los "sindicatos más representativos" encarnan por definición los intereses de los trabajadores, al margen por completo -o casi- de las voluntades de éstos, que pensar que estamos en condiciones de asegurar a todos lo que, a día de hoy, mayoritariamente se considera una vida digna?

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