De mil humores

Daniel Samper

Planeta Colombiana Editorial S.A., Bogatá 1999

    

 

«Desde hace años, desde que la vida y la copla me llevaron por vez primera a tierras cachacas –que es como los caribes colombianos llaman a sus compatriotas del antiplano–, las inteligentes y divertidas columnas que Daniel Samper publicaba en EL TIEMPO de Bogotá acompañaron las treguas de mis desayunos. La distancia, que no el olvido, me obligaba a renunciar al pa amb tomatec i pernil, pero una buena arepahuevo, queso, cuajada y unas tajadas de mango rematadas con un tintico tampoco son moco de pavo, sobre todo si están untadas del talento y la gracia de aquellas crónicas cotidianas, parte de las cuales aparecen recogidas en este libro. 

    Es por eso que Daniel Samper me invitó a escribir un prólogo para estas páginas. Y es por eso que no se lo pidió a Tito Monterroso, que es tan talentoso y tan buena gente. Ni al negro Fontanarrosa, a cuya cadera biónica le ha regalado un capítulo de este libro, y que no tiene un no para nadie. Ni a Marcelino Oreja. Me lo pidió a mí, porque Samper sabe que este manojo de historias compartió mis treguas y, además, porque yo tengo un reír mucho más escandaloso que cualquiera de ellos, lo cual, comercialmente, cuenta lo suyo; y eso Samper también lo sabe. 

    Dice el Diccionario general ilustrado de la lengua española que reír es "manifestar alegría y regocijo mediante ciertos movimientos de la boca, la mirada y otras partes del rostro acompañados de la emisión de una serie de sonidos explosivos e inarticulados". Una de las cosas buenas que suceden cuando un amigo te invita a prologar su libro es que se le saca el polvo a más de uno de esos pozos de conocimiento que nos vigilan desde lo alto de la estantería, aunque bien podría añadir el diccionario que reír es también un masaje para el alma. 

    Pues bien, Daniel Samper nos promete en esta antología de sus notas de humor setenta y cinco razones para reír. Setenta y cinco razones para manifestar alegría y regocijo mediante ciertos movimientos de la boca... etc... etc... (véase definición del Diccionario general ilustrado de la lengua española). Empezamos bien. Tal y como están las cosas, no me negarán que se trata de una propuesta más que interesante. Pocas cosas en esta vida más sanas, ventajosas y económicas que echarse unas risas. Me gusta reír y, a poder ser, acompañado. Por eso acepté escribir este prólogo. Por agradecimiento y por la ternura que me provocan los tipos que transitan la vida con pinta de rabino asquenazi, pelirrojo, vulnerable y calvorrota como el autor o como Manolo Vicent o Manolo Summers o Marcos Mundstock (este último, efectivamente, un asquenazi pelirrojo, vulnerable y calvorrota auténtico) a los que en cualquier momento un descerebrado ultra puede amarrar a la tubería del gas más cercana. 

    También lo hice por memoria (uno no es tan insensible como para olvidar que hace más de veinticinco años, en un arranque de cariño, el autor me regaló la camiseta de Pandolfi empapada con los más generosos sudores del número nueve de Independiente Santa Fe) y, cómo no, por admiración. No saben con cuánta entereza soporta el autor los epítetos con que los porteros de su madrileño barrio de Salamanca celebran verlo trotar enfundado en la gloriosa casaca del F.C. Barcelona. 

    Pero por encima de todo, o tal vez resumiéndolo todo, estoy aquí por el gusto de acompañar a mi amigo, mi compañero de treguas, en esta aventura, y porque me aseguró que con un par de cuartillas sería suficiente para salir del paso. (Nada tiene que ver el que me tenga prometido pagarme escribiendo, con música del cocha Molina, un merengue vallenato que glose las excelencias de mi persona, cual si se tratara de un político local del César, que no es, aclaro para quien lo ignore, un emperador romano sino la capital de la música vallenata.)

HABLEMOS DE UNA VEZ DEL LIBRO

    Según propia confesión, el autor nos revela en esta antología el jugo final de sus cavilaciones sobre la vida, ahora, cuando el crepúsculo de los años pinta, para él, arreboles ineluctables (sic). Así es el tema, y el que avisa no es traidor. Amigo lector, ya sabe usted a qué atenerse. 

    Pero, aunque el autor, metido de lleno en sus arreboles no lo mencione, el libro no es solo selección de notas de humor. Las eternas cuestiones –¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Quién paga?– están presentes en estas páginas cuajadas de reflexiones sobre la amistad y el amor y la vida y la muerte. ¿Hay vida después de la muerte?, se pregunta, justamente, y aquí el autor va más allá de la simple discusión metafísica; apoyándose en las teorías del profesor Helmut Haegelfield y en una botella de ron tres esquinas [...], trata de encontrar una respuesta científica a la pregunta que las religiones contestaron desde hace tiempo (sic). 

    Ora sube a los castillos de sus inquietudes intelectuales para plantear atrevidas salidas en pro de la pureza del idioma, hasta proponer la creación de una academia del oído que vete por la solidez de las palabras, es decir, por la armonía entre su música y su semántica. Ora baja humildemente a las cabañas del consejero sentimental para mamás en apuros y ciudadanos entrados en kilos y alopecias para prestarnos su ayuda aportándonos sencillos consejos prácticos que nos permitirán superar situaciones embarazosas. 

    No faltan en este volumen estudios concienzudos y profundos, como por ejemplo el que desarrolla sobre la poesía mortal de Yoshimiogo Sikayawa, cuyos jai-haissalpican los lotos y las paredes de los excusados de Kobe. Unas veces profundizando sobre facetas de Judas o del casto José, que las Sagradas Escrituras no aclaran suficientemente, otras acercándonos al mundo de los clásicos al narrar las aventuras y desventuras de Cayo Pillas, el último estilila que vivió en lo alto de la columna de Trajano. Sin ir más lejos: ¿sabía usted que el clítoris, ese sensible y delicado órgano femenino, fue bautizado así en homenaje a su descubridor, el físico griego Clítoris de Elea? Pues yo no lo sabía y, desde que me enteré, lo comento en las sobremesas para rellenar esos silencios tensos que se producen entre un "pues sí...", y un "vaya, vaya...", y quedo la mar de bien. 

    Se dice que para encontrar hongos es necesario saber imaginárselos a fin de reconocerlos en el bosque, y así lo hace Samper: imagina y reconoce. También se dice que en lo más pequeño cabe lo más grande, y así se maneja Samper. Buscando el detalle con el microscopio o tomando distancia y relativizando. Mostrándonos la épica de las vidas de la gente de a pie con sus aventuras cotidianas. Desnudándose ante el lector –literariamente, por fortuna– con un saludable sentido del humor al desvelar facetas de la verdad que permanecían ocultas y que Samper, el ilusionista, hace aparecer ante sus ojos. 

    Qué sería este mundo sin sentido del humor, sin esa capacidad de sobreponerse dignamente a las propias vulgaridades, al penoso aspecto que a menudo proyectamos vestidos o desnudos y ser capaces de reírnos de nosotros mismos y de los demás y de ambos? Eso hace Samper. Gran observador, no sólo nos descubre que todos tenemos nuestro corazoncito y que las cosas también tienen alma, sino que además es capaz de deducir la personalidad de cualquier ser humano por el tipo, porte y color de los calcetines. Su sinceridad provoca solidaridad de padre amoroso en estos tiempos en que ni buen padre lo dejan ser a uno. Ciudadano sensible y cómplice, Samper levanta su voz para gritar: '¡arriba los calvos!', y para defender con vehemencia a las mujeres feas marginadas por los poetas, a sabiendas de lo ingrato de esta misión. 

    Usted, que sabe que la adolescencia no sólo no es un divino tesoro sino más bien un período lamentable de la vida; usted, que ingenuamente también compró su pavo vivo para la cena de navidad y lo instaló en la cocina del departamento a la espera del día D, que nunca llegó; usted, que se agenció un cerdo ibérico por entregas y está en lista de espera de invitaciones para asistir al próximo desfile de ropa interior femenina de la perla; usted, amigo, descubrirá en estas páginas que no anda solo en este valle de lágrimas. 

    Decía Camús que hacer sufrir es la peor forma de equivocarse. De la misma manera podemos decir que hacer gozar es la mejor manera de acertar. Habría que agradecerle a Daniel el beneficio que su lectura produce en la salud de aquel que la disfruta. Exquisitamente irónico. Profundamente alegre, como un viejo filósofo aporta su lúcido punto de vista sobre las esencias de la vida. Sin duda, habría sido un brillante Tertuliano en el banquete de Platón.» (Fragmento)