Vicente Rodríguez Aguirre o la precocidad narrativa Jaime Muñoz Vargas Los
hipotéticos historiadores de la literatura irritila tendrán claro que la
generación de autores nacida en los setenta ha surgido con ímpetu de
tolvanera. Fernando Fabio Sánchez, Daniel Maldonado, Édgar Valencia,
Miguel Báez Durán, Mariana Ramírez, Carlos Velázquez, Alberto de la
Fuente, Enrique Sada, Miguel Ángel Espinoza, René Orozco, Daniel Lomas,
Federico Garza y Daniel Herrera son, por ahora, los nombres más visibles
y más sólidos. A ellos hay que agregar, en una posición de narrador
excepcional, a Vicente Rodríguez Aguirre (Torreón, 1977). La emergencia
de todos estos autores demuestra que, aunque en arte es difícil hablar de
evolución, si podemos decir que hay un significativo salto de cantidad y
calidad respecto de los escritores laguneros de promociones anteriores. El
caso de Vicente Rodríguez lo evidencia con claridad de mediodía
lagunero: hoy es posible encontrar aquí poetas, narradores y ensayistas
maduros y con menos de treinta años sobre cada una de sus espaldas. Naufragio en tierra firme,
primer libro individual de Vicente Rodríguez Aguirre, enseña la bien
articulada mente de cuentista que puede tener un joven cuando, además de
talento, suma paciencia artesanal a la urdimbre de su estilo y a la
peculiaridad de sus historias. Poco antes de dar a la prensa esta obra,
Rodríguez Aguirre había arrojado señales sobre su calidad de escritor
en volúmenes colectivos como Orfebrería
de signos y Enseñanza superior,
ambos publicados por el Ayuntamiento de Torreón 2000-2002 en la Colección
mm.
Asimismo, su prosa crítica y periodística se había desplegado en
la revista Estepa del Nazas del
Teatro Martínez y en el suplemento Siglo
Nuevo de El Siglo de Torreón.
Ahora, con Naufragio en tierra firme,
este narrador nato viene a confirmar que la madurez creativa puede
frutecer en plena juventud, apenas a los 25 años, o antes si es posible. Desenfadado
trotamundos —ha fatigado sus juanetes por Sudamérica y Europa—,
Vicente Rodríguez Aguirre demuestra que sabe aprovechar su experiencia de
viajero para darle un tenue, nunca grandilocuente, empaque cosmopolita a
muchas de sus tramas. Dotado de un olfato fino para contar, este miembro
del taller literario coordinado por Saúl Rosales Carrillo en el TIM
entiende que de nada sirven las buenas anécdotas o la información
acumulada si no se vacían con una prosa espesa en todos sus renglones de
un estilo cuya potencia literaria sea irregateable. He allí, quizá, la
mayor de las virtudes que exhibe en cada una de sus páginas Naufragio
en tierra firme. El estilo ha sido trabado con adulta maestría, su
equilibrio entre la dosis de poesía, el jugueteo verbal y la eficacia del
mensaje resultan paradigma de lo que podemos definir como polisemia. En
efecto, no hay literatura sin esa vuelta de tuerca, sin esa torcedura
extra que deben tener, en contraste con el texto denotativo, las palabras
en el discurso literario. Eso suele ser intuido por el escritor de buena
madera, pero cuando llega a ser consciente —como parece ocurrir en el
caso de Rodríguez Aguirre— la prosa alcanza niveles de malicia metafórica
que aplacan el apetito de cualquier severo consumidor de renglones. Donde
el lector hunda su mirada puede encontrar tropos que a borbotones
redimensionan el sentido habitual de las palabras y, además, para no
incurrir en la huera prosa poetizante, le añaden macizura a la estructura
general de cada relato. Catorce
piezas habitan este libro. El abanico temático es abierto, multicolor. El
dominio de un estilo, junto a la pericia en el manejo de la arquitectura
cuentística, son los comunes denominadores, las pautas que determinan su
apretada unidad. Asombra, aparte, que un autor tan joven sea capaz de
timbrar tantos registros psicológicos, geográficos y, por llamarles de
algún modo, gremiales. Vicente Rodríguez tiene la destreza para
deambular con credibilidad por mundos y por almas que parecerían ajenos a
su vivencia; eso es, precisamente, el olfato de tiburón que debe poseer
todo narrador bien alimentado de recursos, de mañas. Veamos tres casos
salteados: "Sirena del Báltico" dibuja un solvente ingreso en
el complicado universo de la museografía; "Cadáver a tres
voces" no pierde un átomo de verosimilitud aunque transite por la
babélica jerga de la medicina y "Domador de piedras" deja ver a
un autor que sabe sacar provecho del campo semántico vinculado a la minería.
Como ésas, otras tantas zonas temáticas —periodismo, comercio
cafetero, política, magisterio— son pisadas por el autor con garra,
convincentemente. Extiendo este punto: cuando alguien escribe una historia
sobre perros —recordemos el cuento "Leopoldo (sus trabajos)",
de Monterroso— no es suficiente acopiar abundante información sobre la
materia canina. Si el autor no desbasta con habilidad esa materia, el
cuento se quedará en cúmulo de datos, en desgreñado amasijo de
referencias a la realidad. Un buen narrador, al contrario, aprovecha la
información vivida, o la compilada en libros, para entregarnos un
artefacto de palabras donde parezca natural el derramamiento de toda esa
información, como ocurre en "Concertación del eclipse", cuento
donde Rodríguez Aguirre persuade al lector acerca de la catadura moral de
un diputado entreguista y con ínfulas de mesías. Como
en todo libro de cuentos digno de ese nombre, en Naufragio
en tierra firme pueden ser admiradas varias historias merecedoras de
feliz recordación, lo cual permite que este libro alcance un elevado
porcentaje de bateo. Curiosamente, son las de mayor aliento las que dejan
un mejor regusto en la memoria del lector. Todos los cuentos empiezan con
un pinchazo a la curiosidad del usuario, continúan con soltura y cierran
a todo tren, sin defraudar. Ya mencioné cuatro, pero a ellos hay que
agregar, sin duda, "Naufragio en tierra firme" (excelente),
"Distancias de la vocación", "Réquiem por un payaso"
y "Lechugas en la exposición". Con estos cuentos Vicente Rodríguez
Aguirre confirma dos cosas: que es un precocísimo maestro del género y
que su generación, la setentera, es ahora la más vigorosa en esta
comarca —la lagunera— que todavía no valora lo suficiente a sus
artistas. Esperemos que el futuro los reconozca y los aprecie. Sería lo
justo. Naufragio en tierra firme, Vicente Rodríguez Aguirre, Icocult-Xólotl, Torreón, 2003. Contiene además varias fotografías con graffiti de un edificio abandonado de Montevideo, Uruguay, y una viñeta de Mario "Chichito" Cabral. 2,
Torreón, 85 pp.
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