Tras las huellas de Saúl

Jaime Muñoz Vargas

Quizá la página más famosa en la historia del ensayo sea aquélla que el primero de marzo de 1580 escribió Michel Eyquem de Montaigne para que figurara como vestíbulo de su libro. Es una paginita así de modesta, tan breve que sus renglones no alcanzan a colmar toda la hoja y se queda en tres módicos cuartos de cuartilla, como diríamos hoy. Es, observan algunos, la prueba irrefutable de la grandeza espiritual de su autor, quien sólo pretende lectores, no aplausos ni reconocimientos de oropel. Montaigne declara allí, para empezar, que su libro ha sido escrito “de buena fe”. Tuteándolo, como se usaba en los prólogos antiguos, le dice al lector que no “ha tenido en la menor consideración tu servicio ni tu gloria, porque mis fuerzas no son capaces de ello”. En su parte intermedia, agrega: “Si yo hubiese pretendido buscar el favor del mundo, me hubiera engalanado con prestadas hermosuras; pero no quiero sino que se me vea en mi manera sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque sólo me pinto a mí mismo”. Y el remete, que contiene la frase fundadora de todo un género: “Así, yo mismo soy el tema de mi libro, y no hay razón, lector, para que emplees tus ocios en materia tan frívola y vana. Adiós, pues”.

Traigo aquí esas palabras por dos razones: porque Saúl admira mucho a Montaigne y porque su primer racimo de ensayos bien podría lucir en su frontispicio las palabras del humanista francés, sobre todo aquéllas donde el erudito de Périgord se asume como tema de su libro. Si en otros géneros (pienso en la poesía y en el cuento) cualquier autor puede enmascarar su biografía en la multisemia de las metáforas o en las peripecias de los personajes, en el ensayo hay un streape tease de sus obsesiones, un despojamiento de ropajes que nos permite ver al escritor como el ser humano que es, completo o casi completo, como lo prescribió Montaigne desde el encierro en su famoso castillo lleno de libros.

No olvido que hay varios tipos de ensayo, y ya José Luis Martínez se encargó de allanar ese territorio en sus dos legendarios tomitos publicados por el Fondo. Sé que, por ejemplo, el ensayo académico retacado de notas, apéndices y bibliografía —“aparato erudito”, lo llama Souto— no es precisamente el que articuló Montaigne. Pero también sé que todo ensayo, por peculiar que sea, tiene como rasgo de familia el afán por ponderar un asunto desde la perspectiva personal, casi íntima, de quien lo urde. Podrá ser poco o mucho el instrumental metodológico que se emplee, podrá ser más o menos literario el estilo que se elija, pero lo que un ensayo siempre deberá considerar es la necesidad de colocar bajo la lupa individual alguno de los infinitos temas que la realidad le ofrece al intelecto humano.

En Huellas de La Laguna. Ensayos de historia regional, Saúl Rosales nos muestra quién es, cómo es, en qué reflexiona, cuáles son sus temas recurrentes. Él es, para decirlo de un jalón y montaigneanamente, el tema de su libro. Si en Vuelo imprevisto, si en Autorretrato con Rulfo, si en Memoria del plomo, si en Floración del sueño Saúl se agazapa en la ficción o en el exuberante lirismo, en Huellas... no hay voz narrativa, o, mejor dicho, la voz declarante es, en vivo y a todo pulmón, la del autor que firma el libro.

Tal vez este volumen sea una sorpresa para algunos. Para mí era, desde hace años, un libro previsible, un libro que ya estaba prefigurado por lo menos desde que Saúl publicó sus primeros asedios críticos en La Opinión Cultural y, tiempo después, en las prensas del gobierno coahuilense. Por eso, algunos ensayos de Huellas... ya los había leído y de hecho reseñé profusamente la Brevísima crónica del algodón de La Laguna (1492-1992), ensayo que por fortuna veo reeditado ahora en este nuevo título de Saúl.

Un tema de muchísimo aprecio en la obra de Rosales Carrillo es el de La Laguna. Como pocos, este torreonense ha focalizado su mirada en la comarca y es en sus ensayos donde se nota más esa raigal querencia. Aunque Huellas de La Laguna es el título del recinto y el de su primera habitación, muy bien ha hecho Saúl al conglobar con ese nombre todos los demás ensayos, dado que frontal o sesgadamente los trece textos siguen los pasos, las huellas, a este espacio polvoriento, semiárido, caluroso y frío según la temporada, que desde hace décadas hemos convenido en llamar, indistintamente, La Laguna, la Comarca Lagunera, la Región Lagunera y, para beneplácito de algunos cursis, la Perla del Nazas. El asunto lagunerista es explícito en tanteos que ostentan dicho sintagma desde el título (“Huellas de La Laguna”, “El rito de posesión en La Laguna virreinal”, “La vía láctea de La Laguna” o “El moyote en La Laguna y en la Historia de Sahagún”), pero no desaparece en ninguno de los otros acercamientos críticos, aunque es indispensable aclarar que en varios de los ensayos es Torreón en particular, y no La Laguna en general, la cuidad que detiene el escrutinio de nuestro ensayista.

Esquemáticamente, Huellas de La Laguna... oscila del ensayo con matices académicos (donde por cierto la erudición nunca sofoca la transparencia del estudio) al ensayo con vocación poética. Piezas templadas en el fuego y en el agua de la información copiosa son los que ya mencioné hace unos renglones, y a ellos debo agregar “El Teatro Isauro Martínez en el panorama de Torreón” y “La reetiquetación de la política proletaria en La Laguna”. El otro flanco de mi arbitrario deslinde lo ocupan aquellos ensayos donde Saúl escarba en su memoria y en su vicisitud para extraer de allí jirones de vida que al ser reconstruidos nos dan idea acabada de lo mucho que deja una existencia transcurrida con la mirada y el oído atentos. Es en estas piezas donde su autor, más que informar con la frialdad de un máquina disparadatos, evoca su pasado y testimonia el tránsito vital que le cupo en suerte. Son ejemplos de este ensayo —que hoy pudiera adjetivar nostalgioso— “Mi Paloma Azul”, “Peñascal pobre y hollado” y, sobre todo, “Apunte para la historia de una Historia”, ensayo que a mi juicio merece apretados elogios si consideramos el ingenio, la maliciosa gracia que le imprime su autor al no revelarnos nunca el absoluto carácter autobiográfico de dicha remembranza.

¿Qué podemos encontrar en estos ensayos de Saúl Rosales? Hay datos, nutrida información, sutiles referencias bibliográficas, espléndido atamiento de cabos, muchas delicadezas literarias, generosa identificación con las causas más nobles y críticas de la lucha social, acuciosa pesquisa de pistas para reconstruir nuestra historia y nuestras señas identitarias (así dicen los sociólogos), pero si me dan a elegir, lo que más placer me causa en un libro como éste, sin desdeñar ni malagradecer todo lo anteriormente enumerado, es el cuidado estilístico. Para los estudiantes de comunicación, para nuestros historiadores ingenuos o severos, para el artista urgido de asideros microculturales, para el simple aficionado a la recolección de datos sobre nuestro pretérito, para todos, la prosa de Saúl Rosales Carrillo perfila de cuerpo entero a un escritor esmerado hasta la minucia en esta música con las ideas, en esta agudeza de pensamiento que tan bien puede advertirse en los ensayistas de la mejor escuela. Profundidad, claridad y buena prosa conviven bellamente armonizados en este libro que desde ahora me parece necesario para ratificar que en La Laguna hay buenos poetas, buenos narradores y buenos ensayistas, y en todos esos predios hay que incluir, destacada, indefectiblemente, a Saúl Rosales Carrillo.

Huellas de La Laguna. Ensayos de historia regional, Saúl Rosales Carrillo, Ayuntamiento de Torreón 2000-2002/Dirección Municipal de Cultura, Colección mm, Torreón, 2001, 178 pp.

002, Torreón, 85 pp.

 

 
Hosted by www.Geocities.ws

1