Alguien se está muriendo

o el caos interior

Jaime Muñoz Vargas

Si la memoria no me defrauda, conocí a Rodrigo Pérez Rembao en 1995. Aparte de otras miserias, coordinaba yo el taller literario de la uia y la lista de asistentes era francamente magra. Un día cualquiera llegó un joven greñudo, rockeril, con arracada de bucanero y barba de control machete. Dijo que estudiaba comunicación, que iba ya de salida, que era de Chihuahua, que le gustaba escribir narrativa. Muchos miércoles pasaron y Rodrigo asistía al taller con excelente ánimo y algunos cuentos  que, de veras, demandaban escasísimas enmiendas. Muy pronto noté —y no soy profeta a posteriori— que este joven escritor tenía pasta y sólo eran necesarios los años para confirmar mi primera corazonada. Mostraba Rodrigo unos relatos de buen aliento, sólidamente edificados, con una prosa bastante bien peinada y un registro temático lleno de malicias. Por esos meses le publiqué un cuento en el suplemento cultural la tolvanera de la revista brecha, y recuerdo que ese texto provocó un terremoto de bolsillo en las almas puras que llegaron a leerlo. No se me olvida aquel alumno que con cara y espíritu de monaguillo me reclamó por publicar esas indecencias. En efecto, el cuento de Rodrigo catapultó opiniones encontradas: por un lado, los que disfrutaron la anécdota y, en el flanco de la ultraderecha, los que pidieron una hoguera para mi querido y nunca achicharrable Rodrigo Pérez Rembao.

Han pasado ya varios años, Rodrigo volvió a la tierra de los tarahumaras y el tiempo ha comprobado que vale apostar por los talentos jóvenes. En este lapso él ha optado por la literatura como vocación, ha coordinado revistas y talleres, ha dado clases, ha ganado una beca, se ha medio muerto de hambre y ha publicado la novela que aquí presentamos con gusto y sincero reconocimiento. Que un joven escritor nazca de la nada y defienda su oficio con tesón indeclinable me parece suficiente razón para establecer en este sitio una borrachera. Como aquí no hay mucho trago, vamos a embriagarnos con palabras.

Alguien se está muriendo es el título del libro. Lo primero que debemos agradecer, aunque esto no le corresponda del todo al autor, es la calidad de la edición. Pese a ser un libro nacido en provincia, el trabajo editorial fue cuidado con escrúpulo. Tipografía grande y ventilada, buen papel, casi impecable labor de corrección y una portada de rechupete que habla muy bien de la tolerancia en la Colección Flor de arena auspiciada por la uach, Alguien se está muriendo es un buen ejemplo de que los libros también pueden ser bellos objetos. Pero si el continente es formidable, el contenido no se rezaga y muestra que las habilidades narrativas del autor han evolucionado con tremenda eficacia. Una opinión trillada señala que los novelistas, para serlo, primero deben amueblar muy bien su mente, es decir, deben vivir, leer, experimentarse en el arte de conocer al bicho humano. Rodrigo contradice este lugar común y manifiesta que a los 27 años ya se puede ser capaz de recorrer los sótanos del alma con plena solvencia. Porque esto es, precisamente, Alguien se está muriendo: un desgarrado tour por el alma desmoronada de Víctor, el personaje vertebral de la historia. Guiados por la mano de un narrador omnisciente, los lectores deambulamos por el caos existencial de Víctor y poco a poco despachamos un caudal de fenómenos sicológicos que bien podrían ser un buffet para cualquier discípulo de Freud. Por eso no me tiembla la mano al afirmar que la novela se inscribe en esa vitrina que algunos llaman sicologista, aquella que exhibe obras donde se enfatiza el interior de personajes acosados por la desgracia, como sucede en este caso. Veamos como ejemplo este pequeño tramo:

 

…siempre había practicado —obsesivamente— sololoquios en donde se cuestionaba, se felicitaba, se reprimía algunas decisiones tomadas por error… en fin, según el caso, siempre existían palabras idóneas qué decirse. Su naturaleza reflexiva y su gusto por la soledad eran la causa. De tal manera que casi todo el tiempo se encontraba enfrascado en conversaciones consigo mismo. Había desarrollado el hábito de platicarse todo.

 

Aunque el entorno aparece de refilón, la realidad externa importa mucho menos que la desdicha íntima de Víctor, un burócrata de medio pelo, tímido y ferozmente introspectivo. El peso del ambiente, insisto, cala en la conciencia de Víctor, pero lo lastima mucho más su propia reflexión que el entorno en el que se encuentra preso. Con todo y su cachonda y frívola Rebeca, con todo y su tía Carmen, con todo y el pendejete iluminado que se llama Gustavo, con todo y la piruja que lo quiere consolar a en las postrimerías del texto, Víctor es un testarudo de la soledad, un perro que se aúlla a sí mismo, una rata que se come las entrañas con toda la violencia de su apetito solipsista. Pero no se vaya a pensar que esta novela corta está regida por un gemebundismo trasnochado, pues Rodrigo nunca chantajea nuestras lágrimas a favor de su lastimado personaje. Más bien —y esto es un rasgo que denota garra y madurez— el autor de Chihuahua logra aderezar su historia con innumerables condimentos de humor negro, de sarcasmo. A lo largo y a lo ancho de toda la obra, el narrador salpica el oscuro lienzo con algunas gotas de pintura roja (guiños eróticos), azul (guiños filosóficos), amarilla (guiños escatológicos). La obra, pues, resulta en general trágica, pero el novelista ha sido capaz de regalarnos ese drama junto con algunos caramelos. Entre ellos destacan, no puedo evitar mencionarlos, esos pasajes cachorros en los que imaginamos a Víctor en ardiente coloquio telefónico con la superlamible Yadhira. Con estos pincelazos el libro se presta para leerlo con una sola mano, como señalaba Alfonso Reyes de la literatura erótica. La portada de Alguien se está muriendo socorre mucho este saludable propósito.

No deja de parecerme habilidosa la forma como Rodrigo convirtió en novela una historia con características de cuento. Por supuesto, es evidente que la mínima cantidad de personajes, lo compacto de la anécdota, la intensidad del relato y otros detalles parecen más propicios para configurar un cuento que una novela. Pero la grandeza de la introspección proustiana para eso es, para transformar una anécdota pequeña —la decisión suicida de un hombre— en un buceo por las profundidades del caos vital. En este sentido, es absolutamente afortunado el contraste de personalidades que media entre el tormentoso Víctor y los epidérmicos Rebeca, Gustavo, Yadhira, Consuelo y demás seres. Y ya que hablo de los personajes aledaños al central, sólo extrañé que al imbécil de Gustavo no se le desarrollara más; y cómo no, si me parece una cantera virgen el sujeto que Rodrigo pinta con esta facha:

Era demasiado cursi. [Víctor] Abominaba su cabello engomado (pero crespo aún), sus pantalones invariablemente encima del ombligo; cuando lo conoció en la universidad conservaba todavía el bozo adolescente, cosa que le parecía de un gusto terrible. Su mojigatería, esos fastidiosos aires de predicador; pero, sobre todo, le molestaba que siempre se mostrara tan seguro de lo que decía, por estúpido que fuera.. Le hacía pensar en que tal vez era más importante acumular convicciones que verdades…

Mucho se puede hablar también de la estructura. La trama opera de manera lineal pero en más de una página se pespuntea hacia retrospecciones que nos ayudan a ubicar la raíz de los traumas victorianos. Pasa eso, por ejemplo, con el apartado xiv. Allí nos enteramos de la infancia atroz de Víctor, el motivo sustancial de su frágil carácter si nos atenemos a esa fórmula freudiana que postula a la infancia como determinante de nuestro destino.

No quiero cerrar esta recensión sin aludir a la frescura de la prosa que se gasta Pérez Rembao; prosa sin hojarasca, sin pierde, casi aséptica y con un tono envolvente que a los 27 lo presenta como un narrador con las herramientas suficientes para dar en el futuro muy buenas noticias de su trabajo literario. 

Me da mucho gusto saber que yo le publiqué por primera vez a este joven narrador. Me da mucho más gusto que hoy podamos comprar y leer su primer libro. Esperamos que pronto lleguen los otros. Suerte, Rodrigo, suerte en el Detritus Jiederal, como le llamó su tocayo Rockdrigo González a la capital del país.

Alguien se está muriendo, Rodrigo Pérez Rembao, Ichicult, 2000.

 

 

 
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