Lo que queda de mí o las cicratices de la memoria Jaime Muñoz Vargas Una de las materias primas de mayor importancia en el quehacer literario es, sin duda, el recuerdo. Con él, los escritores suelen moldear obras que se hunden en la experiencia personal para convertirlas luego, tras su publicación, en experiencia colectiva. Sea grato, insípido o terrible, el recuerdo opera durante el acto creativo y evidencia que nada ocurrido en el pasado queda en la memoria del artista que no le sirva después para edificar versos o renglones que exhiban tales marcas. El recuerdo es, pues, para el artista de la palabra, la arcilla fundamental de su trabajo. Así vemos entonces que, por ejemplo, García Márquez construye su literatura sobre todo a partir de su vivencia infantil y adolescente; o Cortázar, quien pese a su radicación europea nunca dejó de ser el joven argentino que deambuló perplejo la atmósfera de Bánfield; o Rulfo, quien se quedó atorado toda la vida en la desaparición violenta de su padre. En otros términos, todo aquel que articula palabras es, en el fondo y en la superficie, un proustiano buscador del tiempo perdido.
Ese
buceo en las profundidades de la vivencia personal pretérita es,
precisamente, lo que ha servido a Nadia Contreras para entretejer Lo
que queda de mí, volumen 259 de la colección Fondo Editorial Tierra
Adentro. Autora joven pero ya dueña de una producción amplia y miscelánea,
Nadia Contreras nació en el estado de Colima hacia 1976. Es licenciada en
letras y maestra en Ciencias Sociales por la universidad de su estado
natal. Colaboradora en suplementos y revistas como Tierra Adentro, Géneros,
Ágora y La Jornada Semanal, entre otras, Contreras ha
publicado ya los poemarios Retratos de mujeres y Mar de cañaverales,
además del libro de entrevistas Voces al ras de la palabra. A esta
friolera de materiales sumó en 2003 Lo que queda de mí (mención
en el Elías Nandino 2001), un poemario que delata ya la madurez de su voz
y —para no desentonar con el fenómeno cada vez más frecuente de la
precocidad creativa— su rico potencial como cinceladora de palabras.
Lo
que queda de mí está distribuido en seis estancias breves, cada una
con su propio hilo temático pero atadas todas con el cordel de los
recuerdos. Son en total 54 poemas, nueve de ellos escritos en lo que se ha
dado en llamar prosa de intensidades. Poemas la mayoría de aliento
corto, los de Nadia Contreras no buscan agotar el recorrido por su pasado.
Más bien, son insinuaciones, susurros, fragmentos de luz que, como en el
efecto del estroboscopio, entrecortadamente iluminan zonas, rostros,
momentos vinculados a la experiencia íntima de su hacedora. No se puede
saber a simple vista qué tanto apego autobiográfico contengan estos
versos, pues eso sólo lo sabe la propia autora, aunque esto es lo menos
importante. Lo fundamental es que logran conmover al lector y lo llevan a
recorrer, junto a la poeta, los pasadizos de una vida donde no escasean la
tristeza y, muy frecuentemente, el desgarramiento, aunque vale decir que,
no sin desconcierto de la propia voz autoral, campean en todo el poemario
ciertos instantes, pocos, donde la alegría permite enredar lo suficiente
las emociones como para dejarnos ver que detrás de los versos hay un ser
humano convulso, extrañado en el laberinto de la vida y sus claroscuros.
La
presencia de las madres biológica y adoptiva, con todo lo que tiene de
significativa tal evocación, es una de las constantes de Lo que queda
de mí. Nadia Contreras deja ver pliegues de una existencia que ha
mantenido una relación polar, por lo extremoso, no por lo gélida, con la
figura materna. Así, debido a esos vaivenes de la emoción, la poeta
oscila entre su propia aniquilación y su resistencia a desaparecer. De
allí se desprende el título del volumen: lo que queda de mí es casi
decir lo que queda en mí en tanto recuerdo, pero equivale más
bien a afirmar que, dados los terribles golpes de la experiencia, la
palabra sobrevive y es, a fin de cuentas, lo que queda, el remanente, el
sedimento luego del desastre, un sedimento que también es capaz de
celebrar la presencia del sol, del mes de abril, del amor, del
agradecimiento a los pocos que le
han tendido la mano para evitar su asfixia emocional.
Un
poema, ubicado por cierto en el centro del libro, es como su corazón, un
corazón tiznado por la pena, casi bruno, como decía Miguel Hernández,
un corazón como el que ilustra la portada de esta obra (Orificios sin
luz —detalle—, de Gabriela Peralta): Más
allá, bajo los recuerdos, te busco, En la habitación magnífica
Del
cerebro, En
la raíz del árbol, En
la materia vulnerable Que
soy. Y
no te encuentro Y
yo tampoco me encuentro. Mi
madre, la primera, es sólo fulgor. Ella, La
que a mi lado nunca ha estado. La
que nunca conmigo ha visto crecer estrellas. ¿De
qué color, madre, Son
los ojos que compartimos? ¿Acaso
es el momento de hablar, De
ordenar, después de los días y los años El
rompecabezas de la historia? O
es la nostalgia de una tarde como ésta, En
que estallan las palabras, La
desesperación, El
llano. Acaso
te hablé De
lo que es despertar Sin
el rostro Que
todos conocen. Soy
yo la que se desgaja. La
que una mañana Despertó
en mitad de las Sombras Y
al abandono Logró
sobrevivir. Yo,
la que rescataron De
la condena Y
crecí hombre-mujer, En
dirección contraria al valle De
la dicha. La
que prometió, en nombre de Dios, De
la noche y sus desvelos Nombrarte
jamás. Yo,
la que creció sin infancia Y
reinos tuvo que construir para salir En
soledad victoriosa. La
que nadie visita Porque
al mundo no pertenece, Ni
a esta vida ni a la otra. Ésta
que soy, amarga, fea entre todas Las
mujeres. Lo
que queda de mí. Creo que, luego de leer este poema, el más largo de la serie, uno puede tener la idea más o menos entera de lo que contiene todo el poemario. Entre preguntas, entre crueles lamentos y arranques de orgullo asordinado, la poeta avanza, sobrevive al afán exterior por destruir su vida y al afán interior por la autoflagelación. No es gratuito pues que, en el conjunto, sobresalgan como espinas muchas palabras que nos remiten al territorio semántico de la desolación: sombras, llanto, noche, silencio, soledad, tristeza y sus equivalentes son sembradas en cada poema para imponer en el lector la certidumbre de que éste es un libro de sentimientos incómodos, doloroso hasta los huesos.
Por
ello, y pese a los leves trastabilleos formales sobre todo en algunos tal
vez deliberados pero no del todo eficaces usos del hipérbaton, Lo que
queda de mí es un racimo de firmes poemas, un libro con apretada
unidad y sostenida, sincera y bien timbrada pena interior cuya catapulta
es, como ya dije, el vapuleado recuerdo. Con él, Nadia Contreras llega a
radicarse a La Laguna. No es nada difícil, pues, ofrecerle una afectuosa
bienvenida y nuestra celebración de su poesía. Lo
que queda de mí, Nadia Contreras, Conaculta-feta no. 259, México, 2003, 117 pp. 2,
Torreón, 85 pp.
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