Bienvenida al poeta

de Los otros males

Jaime Muñoz Vargas

De Daniel Maldonado —desde ahora le recomiendo eliminar la inicial de su segundo nombre y el apellido Sánchez—, conozco apenas cuatro datos: es oriundo de Torreón, nació en 1978, ha dado a conocer su obra en publicaciones periódicas y, lo más importante, que es poeta de los cuatro costados. Su primer libro individual, Los otros males, muestra con claridad de mediodía que en La Laguna cada vez se abrevia más la madurez de los escritores talentosos. Lo que antes costaba décadas o lustros —una voz propia—, ahora lo consiguen muchos jóvenes en tres o cuatro años, y a veces en menor tiempo. Eso, me parece, habla muy bien del caldo de cultivo cultural en el que están nadando y, también, de saludables magisterios, magisterios como el de Saúl Rosales, quien ha visto nacer y desarrollarse, sospecho que vertiginosamente, las virtudes literarias de autores como Daniel Maldonado, poeta al que desde ahora le anticipo un sitio especial en la comarca de nuestras letras, y más allá.

         Los otros males es una edificación literaria con tres recintos. En este tríptico son albergados 89 poemas, casi todos de mediano aliento, todos cincelados con una mano llena de sensibilidad. Me colma de admiración, de entrada, el cuidadoso orden de los tres segmentos, su esmero por evitar las revolturas. Los poemas de la primera estancia —encabezada como “Nocturnal”— caminan en la penumbra y en todos atraviesa el luminoso rayo de la oscuridad; la segunda, “Sobre-escritura y otros males”, es, como sugiere este frontis, una especie de recorrido de la palabra sobre el sendero de la palabra, extraordinaria reflexión metaliteraria, acaso la mejor porción del libro; la última, “Eros perpetrado (el mal eterno)”, andamia en versos la casi inalcanzable y siempre deseada persistencia del amor.

         Luego de ver el croquis que muestra a vuelo de pájaro la bien equilibrada estructura de Los otros males, me retienen tres características evidentes en el quehacer poético de Daniel Maldonado: la seguridad de sus trazos, el dominio de la música verbal y la tendencia a un decir hermoso pero arropado en velos que apenas insinúan la silueta del significado. Desgloso esto.

En el primer caso, Daniel muestra que a los 24 años no le tiembla el pulso para dejar caer sus palabras en la indefensa blancura de la hoja. Por eso enfatizo que hay en sus poemas una especie de seguridad adulta pero fresca, de tal manera que la madurez que ya exhibe no impide reconocer en él una voz joven y plena de resultados reales y potenciales. Digo esto mismo en términos más íntimos: si yo hubiera escrito con ese temple a los 24, a estas alturas ya tendría calzados los laureles en la sienes. Pero cuidado. Debemos recordarle a Daniel la ya legendaria divisa de mi querido amigo José Lezama Lima: escribir poesía a los 24 puede no ser tan difícil; lo complicado es llegar a la friolera de los sesenta y seguir haciendo versos. Creo sin embargo que en su corazón habita un poeta poeta, uno de esos hombres a los que se les dificulta digerir el mundo así como está hecho, y eligen el camino de la imago lezamiana como pan y sal cotidianos. La seguridad de su palabra, insisto, me lo demuestra, y me daría gusto comprobar dentro de veinte años que no me he equivocado.

Tiene Daniel, de su lado, la onza más valiosa del oficio poético. Encontré en la abrumadora mayoría de sus versos una entonación que es resultado de la seguridad, como ya dije, pero que tiene su primigenio venero en el talento innato. Si leemos menos con los ojos que con el oído cualquier poema extraído al azar, nos daremos cuenta de que en Los otros males los versos se escalonan sin tropiezo y deambulan con la fluidez del agua. Me asombra que un poeta así de joven sea capaz de escoger, en el oceánico mar de las palabras, sólo aquéllas que le sirven, las exactas, para expresar lo que quiere expresar. A diferencia de muchos que empezamos, y de alguna seguimos, en el embeleso del adjetivo a veces solamente ornamental, Daniel es un buen administrador de su léxico y, como quería Huidobro en el ingreso de Altazor, emplea los adjetivos no para matar a los versos, sino para inyectarles vida. Los otros males, reitero, acumula casi un centenar de poemas que en el plano de la sonoridad me parece que colindan, no exagero, con el territorio de lo impecable. Escuchen, por ejemplo, la belleza de esta música (“Brindis de ignorancia”):

 

Bendigo la suerte del poeta

brindo por lo desigual de su agonía

por esa loza arrolladora e impertinente

de la cumbre verbal

A su silencio

a la voces que segrega su tinta

les revierte la idealización

Bendigo a los poetas locos

olvidados

esos mártires de la indolencia

Bendito aquel poeta desahuciado

con herrumbre en la mirada

Brindo por aquel que sueña a la postre de lo eterno

Suave es la calamidad del ebrio poeta

indómito y noble

que se ha perdido en el vago desconocimiento

Bendigo a la soledad poética (soledad de soledades)

y a todos los poetas ciegos   olvidados

les otorgo mi salud

 

No hay aquí, a mi juicio, un solo tropiezo. La palabra avanza, entra por la pupila o por el tímpano, y su música recorre con tersura la sensibilidad del lector, la habita y la deleita. Ha sido una sorpresa para mí encontrar esto en el poemario de Daniel, una musicalidad sin mancha, una cadencia que nunca fuerza a las palabras y que, al contrario, las desliza sobre la hoja casi como si fueran notas sobre una partitura.

Me quiero referir ahora, en tercer lugar, al plano de los significados. Daniel Maldonado no es un poeta fácil. Aunque tiene poemas donde tiende puentes de acceso rápido al lector, la mayor parte de su obra se inclina hacia lo críptico. Sus imágenes en ocasiones son tan herméticas que, resignados, los lectores optamos por dejar a un lado la comprensión y nos conformarnos con la musicalidad, que ya es mucho ganar. Quizá es en esa dificultad donde el poeta nos delata, paradójicamente, su juventud. No sé por qué razón, pero casi la totalidad de los jóvenes poetas eligen la ruta del hermetismo, y, conforme pasa el tiempo, una buena cuota de esos autores decantan su expresión y entablan un diálogo más próximo con el público. Soy en lo personal un lector que prefiere caminos menos espinosos hacia la inteligencia del poema, pero no desdeño a los que, como Góngora o como el ya mencionado Lezama o como Gerardo Denis, resguardan la almendra del significado en corazas a veces impenetrables. Por esa razón los poemas que más me sedujeron de Los otros males son aquellos en los que Daniel, sin dejar de rendir culto a la metáfora, santa patrona del oficio literario, nos acerca su visión del mundo de una manera más sencilla. Como los otros, como los crípticos, también hay en el volumen muchos poemas cuya transparencia los hace memorables. Pienso por caso en “Esperanza”, un poemita así de pequeño, diminuto casi, pero enorme por su significación, por la fe que nos regala; allí, en una nuez, el artista ha sido capaz de meter, juntos, todo su escepticismo y toda su esperanza en la creación literaria:

 

Después del trazo

del lugar citado

ante la sonora carcajada

de un despiadado entierro

algo —vive Dios y así lo espero—

algo bueno ha de salir

de todo esto.

 

No me alargo más. Dejo a la consideración de otros ojos lo que a mí me ha parecido una revelación, un acierto de la colección mm y uno de los mejores frutos del taller que coordina actualmente Saúl Rosales. Sólo me queda decir que la edición ha sido aderezada con viñetas de Roberto Rivera y que, gracias a la obra de Daniel, uno, tan desencantado ya, vuelve a creer en los muchachos. En algunos, por lo menos.

Los otros males, Daniel Maldonado, Ayuntamiento de Torreón 2000-2002/Dirección Municipal de Cultura (Colección mm), Torreón, 2002, 110 pp.

 (nueva serie no. 2), 2002, Torreón, 85 pp.

 

 
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