Eduardo Langagne:

las artes convocadas

Jaime Muñoz Vargas

“El poema es una cosa que será”, escribió Huidobro en su Altazor para significar que la poesía siempre es imperfecta y, gracias a ello, inagotable en sus posibilidades. Con este argumento del chileno, el ejercicio poético autoriza búsquedas en lo más peligroso de la jungla vanguardista para que tal vez el Poema sea cazado en cualquiera de los ismos del pretérito o del porvenir. Todos saben que existe, que el magnífico animal hecho de versos ronda los laberintos de la imaginación, pero algunos nada más lo han entrevisto fugaz y parcialmente y nadie ha podido capturarlo pleno sobre la cuartilla. Esta aventura es la que se emprende, sin aspavientos, hacia los plácidos veneros de la experiencia personal y así lo ha hecho Eduardo Langagne en Cantos para una exposición, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1994.

Sedimentados en lo más apacible del entrañaje, los viejos placeres del poeta son descubiertos en la hoja y nos muestran la calidez de un hombre que se niega, por fortuna, a ser enemigo de sus recuerdos. Langagne, como gambusino de la nostalgia, arma su pesquisa lírica en lo mejor de su pasado y nos descubre que el arte ha presidido, y presidirá, los momentos más luminosos de su existencia. El resultado es un libro, Cantos para una exposición, tupido de gratas emociones que el autor quiere compartir con sus lectores como quien comparte el pan y la música, la sal y el color de sus pinturas favoritas. Langagne logra, pues, la comunicación entera de sus latidos gracias al reposado tejimiento de sus versos. No se desgarra, no gime de dolor ni se desgañita de alegría, más bien charla con el otro —que puede ser él mismo— y le (nos) transmite los fragmentos relevantes de una vida consagrada a la perplejidad frente al fenómeno de la creación. Cantos... es, para enunciarlo pronto, un currículum afectivo presentado bajo el formato de un poemario, una trayectoria vital rodeada, sobre todo, de asombros ante el prodigio de las artes.

“La literatura es fundamentalmente un hecho sintáctico. Es accidental, lineal, esporádica y de lo más común”, observó Borges con respecto al quehacer con la palabra. Lo mismo podría afirmarse con respecto a las demás vertientes del arte: “La pintura es fundamentalmente un hecho cromático...”, “La música es fundamentalmente un hecho acústico...”, y así. Eduardo Langagne parece estar de acuerdo con la afirmación del argentino y con el complemento nuestro: el arte es de lo más común y sólo son necesarios cinco sentidos atentos para advertir el cúmulo de maravillas desparramadas a lo largo y a lo ancho de una vida. En un libro de Juan Gelman, en una exposición de Jordi Boldó, en el hotel, en la peluquería o en casa con su hija, el poeta está vivo y paladea cada momento como si fuera no el último, sino el primero. Luego nos alcanza la sensación que tal paladeo —visual-sonoro-táctil-olfativo-gustativo— le deparó y nosotros presentimos que sería mejor el mundo si todos disfrutáramos de las artes —y de la vida— a la usanza de Langagne, exquisito catador de la ubicua belleza.

Cantos... está compuesto por tres Salas y una mampara con Retablos. La Sala I (óleos y técnicas mixtas) contiene poemas en verso libre y, la mayoría, de lata complexión; la segunda (aguafuertes y litografías), guarda cantos martillados en el yunque del alejandrino pero sin intromisión de rimas; la tercera (fotografías) son cantos breves —algunos sonetos— que remiten a ciertos instantes que han sido para el artífice como flashazos. Por último, en el pabellón “Retablos” se encuentran tres poemas con sabor responsorial. Esta es la forma del libro: las salas equivalen a los recintos espirituales que Langagne nos convida a visitar con el propósito de que conozcamos su asombrado devenir por el incesante universo. Hágase, pues, un recorrido.

El dintel de Cantos... es un aviso de la miscelánea vivencial que el poeta nos alcanza. En orden, los primeros cuatro poemas tienen como savia a la literatura (“Celebración por el tiempo feliz de Sideny West”), la música (“Canto por el contrabajo de Agustín Bernal”), la pintura (“Canto para una exposición de Jordi Boldó”) y la danza (“Celebración del origen de la danza del venado”). He aquí, para empezar, una porción del espectro temático langagneano: las artes han sido convocadas en el itinerario del poeta. Esta particularidad, explícita e implícita, está presente en todo el periplo. El autor ha querido que nos azoremos, como él, ante la delicia de un sonido, ante el sazón de un pincelazo, ante el buqué de un verso, ante el regusto de alguna rememoración.

La obertura del libro no podría ser más atractiva. Sin duda, el primero es el mejor poema del conjunto y bastaría para legitimar un elogio a todo el volumen. ¿Por qué? Langagne sabe que la sinceridad es importante si desea agradar a sus visitantes, por ello labra “Celebración por el tiempo feliz de Sidney West”, largo canto al goce juvenil sentido gracias a la tutela literaria de Juan Gelman (Buenos Aires, 1930), hijo de inmigrantes ucranianos, autor de más de 22 libros de poesía, multiexiliado y avecindado en México durante muchos años (por eso se nos habla “de Juan del sur/ de Juan de oriente/ del Gelman de todos los puntos cardinales”). Este Juan, desde muy lejos, conmueve con su obra a nuestro Eduardo y, sencillamente, lo hace feliz. El mexicano quiere mostrarse entero en todos sus versos (a la manera de Françoise Villon) y en la “Celebración...” reconoce con jocundia la existencia de un libro que le develó la alegría en medio de cierto ambiente melancólico; ese libro fue escrito, Eduardo —en primera persona— así lo canta, por este “Gelman que nos da sus palabras sus soles”.

El contrabajo es “¿Un barítono feo/ que no logró el papel en la Tannhäuser?”, pregunta Langagne. Puede ser. Pese a ello, “en ese contrabajo está la salvación de nuestros hijos”, afirma el poeta con absoluta certeza. No hay gratuidad en ese verso que exalta las bondades de un instrumento. Un sonido grave, si frota por ejemplo una tonada de Gershwin, puede ser la diferencia entre un hijo sensible al arte o inepto para digerirlo. Así de simple podría ser: la asimilación artística del hombre es una suerte de tabla en el naufragio de la barbarie humana, y en ese sentido el poeta cree en “la salvación” por la fe en las artes.

La pintura tiene, ya se nota desde el título, un lugar de privilegio en el peregrinaje del poeta. De hecho, hasta lo textos menos efusivos no desdeñan el empleo de imágenes plásticas y guardan una tonalidad que tiende a la exultación. Si Langagne fuera pintor, su obra no sería muy distinta a la de Joan Miró: colores y rasgos de jovialidad traslucen aun sus versos en clave cabizbaja. La explicación puede ser ésta: Langagne no cede ante el chantaje de la poesía lloriqueante y opta por la ruta, acaso menos frecuentada, del optimismo con cuño whitmaniano; “los negros más brillantes —luminosos negros—”, expresa en “Canto para una exposición de Jordí Boldó” y, ahí mismo, donde podría ver desesperanza, descubre: “Sé que hay un niño detrás de esa mancha roja (...) y en una mancha blanca un niño que se fue”. Aquí está condensado el cariz de todos los poemas, un cariz que se aferra, sin ingenuidad y con persistencia, a la vislumbre de la luz aunque ésta sea obliterada por el negror de una muralla o de una mancha. En “Canto por la tierra donde los míos reposan”, cierra así: “Todos ellos dejaron sus cuerpos abrazados a la tierra/ A esta tierra donde yacen. Tierra donde los míos descansan/ y me esperan para el final abrazo”; este “final abrazo” viene a ser, como ya señalamos, la vislumbre de la luz —de la felicidad— a la que Langagne nunca da por muerta.

“Celebración por el marlin de Aníbal Angulo” es un largo canto a la espléndida simplicidad de la existencia que discurre en cierto pueblo. “Aquí la gente pierde el tiempo/ haciendo cualquier cosa predecible/ cambia el tiempo por la felicidad/ y tiene mucho tiempo”; más delante, el poeta que ve a los lugareños y piensa en Gorostiza termina su andanza emocional bajo el tenor que ya sabemos, siempre inclinado al abrillantamiento de lo aparentemente opaco: “Pueblos bellos donde el viento tiene nombre/ donde tiene nombre el mar/ y en un enorme pez/ habita tu aventura/ tu recuerdo/ tu afición a la vida/ tu afecto hacia el que pesca/ en el inmenso mar”. Esta misma sensación dejan otros poemas como “Celebración del hombre que despierta en un cuarto de hotel”; Langagne se estaciona en una certeza fija y estimulante: “No hay evidencias claras para decir que el hombre es triste (...) y el hombre que tal vez pudiera/ mirarse en el espejo/ tendrá un secreto que lo hará sonreír/ y entonces el espejo mostrará un hombre alegre”.

Por una razón o por otra —y siempre bajo la clara sombra de su receptividad estética— el poeta de estos Cantos... se niega a la derrota que traen consigo la pobreza, los años que nos van demoliendo, la barbarie cotidiana; “Celebración por la otra realidad” es un testimonio más de esta lealtad al arte y al optimismo de quien intuye el apocalipsis y se niega a festejarlo: “Porque los hombres han hecho otras historias/ atmósferas menos enrarecidas que el mundo que habitamos/ debate interminable entre la luz y la sombra/ y prolongaron la sombra/ rectificaron la luz”.

Las Salas ii, iii y el Retablo prosiguen la tarea del recinto inaugural. Ni en los alejandrinos ni en los brevísimos el poeta se aparta del propósito que rige su hacer en el largo tramo de la primera Sala: el arte y la vida, la vida y el arte conviven sin discordia en las afectos del hombre dispuesto a enfrentar su devenir bajo el amparo alentador de algunos grandes maestros: Bach, Miguel Ángel, Pound, Cavafis, El Greco, Lorca, Manrique y, también, del hombre común y ordinario, lo mismo el peluquero que la niña, el padre, el amigo y la mujer amada así como el propio poeta que siempre busca reconciliarse con su mundo, con su experiencia y se niega a enemistarse con la vida. Para lograrlo, el canto al arte y a la certeza de la existencia es el mejor aliado con el que puede afirmarse “Quiero sólo ganarme/ algo de fruta fresca y un café aromático/ que perfume esta casa cada limpia mañana/ mientras cantan mis hijos; mientras sonríen y cantan”. En suma, la obra de Langagne no niega su sentido de crisol y así en un verso de “Paisaje” se resume toda su ars: “El poeta reúne con el agua de todos / una voz”. Leamos, pues, esa palabra. O, mejor dicho, oigámosla quevedianamente con los ojos.

Cantos para una exposición, Eduardo Langagne, Joaquín Mortiz, México, 1995, 95 pp.

ón, 85 pp.

 

 
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