Luis Sepúlveda

y su killer sonriente

Jaime Muñoz Vargas

Hay que moverse con cautela entre la literatura contemporánea, entre la más fresca. Si uno se fía de las solapas o de las cuartas de forros, evidentemente todos los libros son espléndidos. Procuro en mi caso, pues, guiarme por dos lazarillos: el instinto y el oído. Con el primero husmeo, huelo y veo libros, sospecho calidad con un solo escaneo; con el segundo pesco frases, elogios sueltos de escritores y lectores a los que, de entrada, les concedo autoridad. No sería justo omitir a los reseñistas, un tercer lazarillo que en ocasiones influye en mis pesquisas. Con esta combinación, más lo que el azar coopera, he llegado a muchos de mis libros, como es el caso del Diario de un killer sentimental, noveleta de Luis Sepúlveda (Ovalle, Chile, 1949).

Publicado, como buena parte su obra, en la elegante colección Andanzas, de Tusquets, el Diario... aparece como siamés de Yacaré, otra noveleta con la que Sepúlveda trabaja, a sonrisa batiente, el género policiaco, (manera poco ortodoxa de ingresar a un predio literario por lo general serio, solemne). Desde el título se nota ese malicioso guiño; la frase “killer sentimental” anuncia, casi oximorónicamente, la combinación de lo terrible con lo meloso, alianza sostenida durante todo el relato del matón y garantía de un paseo narrativo que el lector termina agradeciendo por lo divertido y por lo bien contado.

Lo primero que asalta al lector es el cosmopolitismo del killer que es el cosmopolitismo de Sepúlveda, viajero inexhaustible. Santiago de Chile, Madrid, París, Estambul, Frankfurt, Nueva York, México conforman el periplo seguido por el especialista en liquidaciones que es el protagonista de la novela. El killer se mueve durante el relato con la encomienda de segar la vida de Víctor Mujica, promotor de ong’s oriundo de Guadalajara. Las llamadas de “el hombre de los encargos” le indican a nuestro matón el nombre y el lugar donde se ubica su futura víctima. En el presente narrativo, el killer lleva ya muchas muescas en su pistola, nunca ha violado los códigos de su anómala profesión y gracias a tal eficacia tiene una obesa cuenta bancaria en las Islas Caimán. Ese expediente se ve manchado —ni sin íntimo bochorno— por un acontecimiento reciente: el killer se ha enamorado y ha establecido residencia fija con su joven y suculenta “minón”.

El protagonista se debate, entonces, entre su vocación de gatillero —una vocación que, por cierto, no permite errores— y su pasión por la mujer a la que ha seducido con toda clase de obsequios y a quien, no sin algo de vergüenza, ama como quinceañero: “violé la regla elemental de la soledad y me transformé en un killer con pareja./ Ella quería ser traductora y, como todas las intelectuales, era lo suficientemente ingenua como para tragarse cualquier cuento, de tal manera que no me costó convencerla de que yo era representante de una empresa de aeronáutica y que por eso debía viajar mucho”.

El enamoriscamiento infunde un conflicto interior en el otrora helado y solitario killer. Mientras avanza la cacería de Víctor Mujica, la presencia de la “minón” ronda sus entrañas: “Durante esos tres años cumplí con varios encargos en Asia y América, y creo que hasta me superé como profesional porque actué rápido para regresar a ella. Lo dicho: me había comido el coco”. Como buen solitario esencial, el killer tiene en los espejos a sus interlocutores idóneos. En estos pasajes resulta magistral el manejo de los diálogos con los que Sepúlveda da vida al personaje. Ésta y otras (varias elipsis geniales los prueban) son las estrategias cinematográficas que el narrador chileno aplica en su relato, lo que sin duda agiliza el tráfico de las peripecias y consigue un alto nivel de persuasión, todo decorado con una fuerte dosis de humor insistentemente negro.

Novelista extraordinariamente dotado para el arte y la maña de contar, Sepúlveda radicaliza esa facultad y excluye cualquier inclinación especulativa, cualquier rastro de mensaje; en todo caso, el mensaje más valioso está en la destreza con la que Sepúlveda despacha un relato original y divertido, una enseñanza que muchos narradores plúmbeos deberías asimilar. Diario... es, así, un dechado de agilidad narrativa, de ficción donde la peripecia y su resultado, el goce estético, se combinan de tal manera que uno termina agradeciendo la aventura de su killer sonriente, un antihéroe digno de toda simpatía.

En el mismo volumen aparece Yacaré, noveleta de similar empaque y delicioso complemento para el Diario... De hecho, tan buena la pinta como la colorada y, salvo por el asunto y por los personajes, se trata de una historia contada con gemelas herramientas. El diálogo brillante, el brincoteo espacial de la narración, el humor, la persuasividad de los datos aportados sobre el tráfico de pieles, el valor económico de los yacarés —pequeños cocodrilos brasileños— y la resistencia de los indios anarés para evitar el saqueo de su mítico animal, todo eso enmarcado en la fría atmósfera milanesa, hacen de Yacaré una joyita contemporánea del género detectivesco.

Autor de una obra ya ubicada en las grandes ligas del éxito comercial, la de Sepúlveda no flota en la superficialidad porque nunca parece ajustarse al facilismo de los clichés que garantizan ventas. En todo caso, se trata de un corpus narrativo que parece de fácil manufactura, pero no lo es. Lo que ocurre es que el chileno —también autor de Un viejo que leía novelas de amor, Mundo del fin del mundo, Nombre de torero, Patagonia Express, entre otras— es uno de esos brujos exquisitamente tocados por la magia de la facilidad narrativa, y es por ello que nos hace creer sencillo lo complejo: atrapar al lector y sujetarlo de los ojos hasta el fin del libro.

Diario de un killer sentimental/Yacaré, Luis Sepúlveda, Tisquets (Colección Andanzas 338), México, 1998, 140 pp.

 

 
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