José Agustín y sus absolutamente imprescindibles Jaime Muñoz Vargas Tal
vez porque en el fondo son lo mismo, la literatura y la música viven
hermanadas en la obra de muchos escritores. Tenemos el caso de Carpentier,
ese mayúsculo cubano que en buena parte de sus textos deslizó —abierta
o veladamente— referencias musicales como en El
acoso, noveleta compuesta bajo el esquema de una sinfonía
beethoveniana; además, este melómano habanero, como sabemos, escribió
un volumen titulado La música en
Cuba, ensayo donde disecciona el torrente de ritmos inventado en la
isla de Martí. Pensemos también en Cortázar, autor que nunca dejó de
mostrar su pasión por el jazz en cuentos y novelas como “El
perseguidor” y Rayuela, por
citar dos casos emblemáticos. O al Patrick Suskind de El contrabajo, pequeña pieza maestra donde el alemán sondea el espíritu
de aquel ronco instrumento. No es posible olvidar, en otra tesitura, al
Federico Arana de Las jiras,
jocosísima novela donde campea el rock más desgreñado. O al Vargas
Llosa de Los cachorros, relato
donde los amigos del Pichula, ya
entrados en los gastos de la adolescencia, aman el frenesí de Pérez
Prado. O al colombiano Denzil Romero, quien rinde tributo al mundo de la
bolerística con Parece que fue
ayer, novela finalista del Premio Internacional Novedades-Diana. Y,
cerquita de nosotros en el tiempo y en el espacio, pensemos en el
tijuanense Luis Humberto Crosthwaite, quien acaba de publicar Idos
de la mente, espléndida novela que homenajea a la música norteña de
estirpe cantinera, como la que hacen Los Cadetes de Linares o Ramón Ayala
y su acordeón barroco.
Caso similar, pero con el rock, siempre con el rock, puede verse en
la literatura articulada por José Agustín. En sus cuentos, novelas, crónicas,
guiones y ensayos el rock es una presencia reiterada, tanto que no podemos
trazar el mapa de este escritor sin agregarle ríos y serranías rockeras.
Aquí podemos hacer una precisión: la música puede colarse a la
literatura, como ocurre en “Cuál es la onda”, el cuento más famoso
de Agustín, pero también puede ser el tema deliberado y vertebral de
ciertos libros de exploración crítica, como ya ocurrió con La
nueva música clásica (Instituto Nacional de la Juventud Mexicana,
Cuadernos de la Juventud, México, 1968), obra en la que el autor de Inventando
que sueño desmenuza las virtudes del ritmo que, para él, mejor
define a nuestra época.
Ahora, 34 años después de aquel acercamiento sesentaiochero,
Agustín nos ofrece una aproximación muy novedosa a la música que más
disfruta. Se trata de Los grandes discos de rock (1951-1975), libro poliédirico y
congruente en absoluto con las obsesiones musicales de este joven abuelo
eternamente fresco, frescote, frescotote, si se nos tolera el aumentativo
a la mexicana. En Los grandes discos...,
como en todas las páginas de su cuño, Agustín reincide en su siempre
bienvenida manera de acercarse al mundo, una manera desenfadada, sin poses
de intelectual cejijunto ni desplantes de sabelotodo. Muy al contrario,
aquel muchacho que nos deslumbró con De
perfil vuelve a los anaqueles con unas décadas más sobre la espalda,
es cierto, pero con la misma juventud a la que nos tiene bien
acostumbrados. Así como en su Tragicomedia... se nos reveló puntual historiador de lo cercano,
testigo ocular y auricular de movimientos y conductas que le dieron rostro
al México reciente, en Los grandes
discos... Agustín vuelve al ataque con una lista de acetatos (y aquí
utilizo casi nostálgicamente un término del mesozoico) que muy bien
puede aceptarse como antológica y útil para que los no iniciados se
avienten un tour por aquellas producciones y para que los expertos, muchísimos
todavía, tengan a merced la bitácora de un escritor que además es
rockero hasta las vísceras.
Como era de esperarse, por el tema y por los antecedentes que
tenemos de su autor, Los grandes discos... es una enciclopedia reverente hacia los jefes
de la tribu, aunque sin dejar de ser desmadrosa, antisolemne, refractaria
a todo almidonamiento editorial. Por su contenido y por su forma, este
libro reafirma la iconoclasia de un autor que saludablemente se niega a
convertir sus libros en sarcófagos. José Agustín pudo mostrar erudición
con ánimo arqueológico, pero ocurre lo contrario: los discos hilvanados
en sus páginas son el pretexto para armar un alboroto donde la música es
convocada por medio de la palabra y de la imagen. En este sentido, no sería
imprudente echarle un ojo a estos renglones y a la vez clavar en la
reproductora cualquier cassett de los viejitos, tal vez algo del gigante
Moddy Waters, o del inmortal Dylan o, para beneplácito de Saúl Rosales,
de sus admirados Creedence.
Como buen antologador, José Agustín advierte que la selección
estuvo perra, dados los “chorrocientos mil discos” que pesan sobre su
estantería. De aquella tonelada de canciones, escoger un solo puñado es
tan difícil como decidir con cuál chamacota vamos a bailar si somos
convidados a una fiesta en los paraísos de Hugh Hefner. Aquí pues, por
abundancia y no por escasez, determinar quién entra y quién se queda al
margen resulta una labor harto delicada, dado que si en el mundo hay
alguien quisquilloso ése es, precisamente, el fanático del rock. Agustín
sortea ese problema con el método ineludible de todo buen antologista: no
renunciar a sus gustos. Sinceridad mediante, lo que siguió después fue
procurar que la criba dependiera no sólo del capricho, sino también de
la importancia real que los discos tuvieron en la educación sentimental
de quienes los escucharon recién despojados de su celofán.
Dijimos hace rato que éste es un libro poliédrico. No es sólo un
tieso racimo de acotaciones sobre discos famosos, sino una experiencia
multiforme que combina la glosa del ensayo breve, la poesía, el relato,
la fotografía, la pintura y la caricatura. En otras palabras, es un bufet
al que podemos entrarle con variada cuchillería. Los apasionados en la música
encontrarán aquí el listado de los grandes y un juicio agustiniano al
pie de disco. Los gustosos del trabajo literario hallarán una buena dosis
de apuntes donde el humor funda su eficacia en la desfachatez y el
despiporre. Por último, los amantes de las artes plásticas tienen al
alcance una gorda cuota de dibujos, caricaturas, pinturas y fotografías
tan bien editados como notablemente impresos. La suma de estos materiales
convierten a Los mejores discos...
es un conjunto donde todo puede ser posible, menos el aburrimiento.
Ochenta accesos, entre solistas y grupos, tiene esta nueva aventura
de José Agustín. Cada ítem motiva un breve comentario del autor que en
ningún momento incurre en la sequedad que suelen afectar los musicólogos
de gabinete. En todo caso se advierte que el autor no quiere compartirnos
“un conocimiento”, sino una emoción y una vivencia, lo recordado tras
el roce íntimo de la música en su oreja, acaso le primera impresión que
dejara en su memoria el martillazo de un buen disco. Desfilan pues muchos
nombres ya transformados en leyenda de la cultura pop en occidente, desde
Moddy Waters hasta John Lennon, desde Bill Halley hasta David Bowie, desde
Elvis hasta Iggy Pop, pasando por las agrupaciones de cajón como The
Platters, The Beatles, The Rolling, The Doors, Pink Floyd, Chicago y
muchas otras que van siendo perfiladas sin perder de vista lo esencial de
cada disco. Con los ojos cerrados se puede tomar cualquiera de las
aproximaciones y en todas ellas asomará su oreja una erudición rockera
divertidamente expuesta. Así empieza, por ejemplo, la nota sobre Bowie:
“David Jones, rocanrolero y compositor inglés, en 1966 descubrió
aterrado que uno de los Monkees (aquel clon siniestro de los Beatles) era
su homónimo, así que al instante se cambió de nombre y eligió
‘Bowie’, la marca de navajas inglesas”. O esta otra sobre Santana
donde José Agustín hace lucir a un narrador omnisciente: “A Carlos
Santana, que había nacido en tierras tequileras, siempre le gustó el
rock y la rueda de la fortuna lo llevó a Tijuana, puta madre, qué loca
ciudad, qué soberano desmadre hay aquí, se dijo, mientras recorría
antros y se embebía en la música de los congales, boleros, chachachás,
rumbas, mambos y guarachas, pero también había marichis, mucha trompeta,
negritademispesares, y por ahí andaba Javier Bátiz, un rocanrolero con
asombrosos conocimientos de música negra y la debida discografía para
respaldarlo”.
Por ese estilo avanzan todas las notas al pie de disco. Luego, como
pequeños paréntesis, los relatos que Agustín coloca entre sus álbumes
de cabecera nos permiten recordar que estamos leyendo a uno de los
narradores más ágiles de la literatura mexicana. Pinceladas como
“Instrucciones para echar relajo” y “Clapton es dios” no dejan
dudas sobre el genio verbal de quien escribe.
Pero se está haciendo tarde. Para no hacerla más de emoción y
para permitir que José Agustín nos comente algo sobre la génesis de su
libro (pues no vino desde Cuahutla nada más a echarse unas cervezas) sólo
se debe agregar que el elogio a este volumen no sería justo si no incluye
un par de aplausos más: a los ilustradores y a los editores. Son
culpables de la belleza física de este libro Patricio Betteo, Édgar
Clement, Luis Pombo y José Agustín Ramírez, y del cuidado editorial los
amigos de Planeta Jesús Anaya Rosique, Andrés Ramírez y mi querida
Patricia Mazón Rueda. Todos ellos deben saber que en La Laguna su libro
es bienvenido, pues son innumerables los rockeros del desierto que
seguramente leerán con placer el itinerario del José Agustín apasionado
de, como él le llama, “la nueva música clásica”.
Los grandes discos de rock (1951-1975), José Agustín, Planeta, México, 2001, 207 pp. y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie
no. 2), 2002, Torreón, 85 pp. |