El misterio y su lámpara:

glosa al viaje poético del búho

Jaime Muñoz Vargas

Días antes de iniciar su experiencia lascrucense, Gilberto Prado Galán dejó a los laguneros una obra colmada de valía: El misterio y su lámpara, ensayo que glosa, con mano de joyero, los esfuerzos poéticos de Enrique González Martínez. Como saludo inicial Fernando Martínez Sánchez señala, en atinada observación, una virtud cardinal del libro que aquí nos entusiasma: “En El misterio y su lámpara, Prado Galán confirma su agudeza para iluminar los artefactos poéticos”. Eso es, sin litigio, verdad. El examen que emprende el premio Kostakowsky 1993 ratifica, con la fortuna que siempre lo acompaña a la hora de ensayar, la rotunda pericia de este autor cuando decide extraer el zumo de los versos ajenos, como ocurrió en sus anteriores acercamientos a Paz, Huerta, Cardoza y Aragón, Bonifaz Nuño y otros artífices no menos prominentes.

El misterio y su lámpara es, entonces, una confirmación —a estas alturas francamente abrumadora— de la índole inquisitiva que Prado Galán ha desplegado desde 1984 a la fecha. La obra, además de su innegable calidad, lleva implícito un plus tan importante como necesario: sirve de homenaje a un autor que merece una vitrina más amplia en el museo de la literatura mexicana, homenaje que el Seminario de Cultura Mexicana, por medio de Gilberto Prado, le ofrece a quien fuera, en 1942, el Primer Presidente de esa institución.

Puesto que la andanza lírica de González Martínez —es decir, su inherente complejidad conceptual— determina una aproximación igualmente despierta, El misterio y su lámpara es un ensayo exigente, un texto que devela el microcosmos creativo de un autor cuya almendra no se da, seamos realistas, a lector convencional. Es menester, luego, el socorro de un crítico solvente que nos facilite las llaves para ingresar, linterna en mano, a los recintos construidos por un poeta que casi siempre escribió en clave aparentemente sencilla, despojada de arabescos retóricos y fililíes de cisne, pero de suyo difícil, ateneblada en lo medular.

La obra de Prado Galán (Torreón, Coahuila, 20 de septiembre de 1960) integra cinco trancos y una nota biográfica sobre González Martínez. En el esbozo curricular, aparte de los datos que explican las tareas literarias y diplomáticas de González Martínez, se nos acerca el filamento que iluminará todo el recorrido: “Este libro es una aproximación a la luz y a la oscuridad de un misterio poético: el del hombre del búho, Enrique González Martínez”. Empeñado en ese cometido, el artífice de Huellas de Salamandra inicia su fulgente periplo con el segmento “La razón del viaje”, donde se criba una de las imágenes regentes de la poesía labrada por El señor del búho:

 

Si la vida es viaje —dice Gilberto Prado—, como testimonian los versos de González Martínez, entonces es necesario preguntar por la razón del recorrido, por el motivo principal que anima al autor en busca de un sitio, de una estación o de un conjetural término.

 

El crítico descubre la presencia del viaje como translatio de la vida en todo el mapa versal de quien es considerado enterrador del modernismo: “El tema del viaje aparece, con diferentes intenciones, en todos los libros poéticos de González Martínez”. Pero cuando se dice viaje, nos advierte Prado Galán, no debemos pensar en el turisteo existencial, en esa navegación regalada y ayuna de preguntas que suelen gastar los poetas de aguachirle; a la inversa, el viaje de González Martínez puede equivaler a la más severa sumersión introspectiva, al buceo de alta profundidad —si se nos permite el oxímoron— en las umbrátiles aguas del alma individual; observa el crítico lagunero:

 

Y ese “eje de la vida interior” define con puntual precisión la variante introducida en Los senderos ocultos: el viaje cambia de centro, de ser metáfora de la vida torna a ser escalada a los abismos del yo (…) Por esta razón es posible considerar a esta obra como el corazón de la poesía de Enrique González Martínez.

 

La errancia, en este sentido, apunta hacia adentro, hacia el lugar habitado por las preguntas esenciales; ese hundirse en el espíritu, muestra Gilberto Prado, es “la investigación intuitiva de lo que palpita tras la muerte”. El tenaz abatimiento, consecuencia legítima de tal elección lírica, se mitiga un tanto, sin embargo, cuando el poeta acompaña su travesía con dos provisiones básicas:

 

En esa labor andante el amor y el canto alivian el agobio de la fatiga; la presencia de la mujer y el recurso de la voz, con su aljaba repleta de preguntas, penetran en el corazón del misterio en busca tal vez de signos reveladores que aligeren la pesadumbre de la existencia (…) Sabe que el sentido no se finca en una suficiencia lógica, ni siquiera en los territorios del dogma. Por esa razón las preguntas se multiplican como latidos.

 

El misterio y su lámpara prosigue con el tranco “La sombra del misterio”, donde el autor interroga la médula de la poesía nacida en el telar de González Martínez. Según su hermeneuta, el misterio es la arcilla primordial que trabajó el autor de Silenter, y tres son las facetas de esa preocupación mistagógica: “el mundo, el hombre y la trescendencia”. Ya que el misterio alimenta la obstinada indagación acometida por González Martínez, el objetivo de ese rastreo es lograr el hallazgo, así sea pobre, de teas que alumbren la condición místicamística en el sentido etimológico— de la existencia humana. Acota Prado:

 

El precepto es contemplar el yo (la vida), el mundo (las cosas) para descubrir bruñidos perfiles del misterio. La consigna es: en el fondo del enigma refulge la revelación, una revelación singular y asombrosa. El camino, como afirmó Pedro Hernríquez Ureña, es hacia adentro. La palabra funge sólo como tímida noticia de lo inexpresable: es ceniza que da cuenta de inefables incendios.

 

Ese misterio, tan caro a la paciencia de González Martínez, “es connatural  a la condición humana, y no es descifrable ni con el advenimiento de la muerte”, como bien descubre el autor de El misterio y su lámpara en los poemas “El enigma” y “El secreto”. Pese a dicha certeza —la frustración de toda redada al inasible misterio—, la fatalidad se logra templar mínimamente con el ejercicio verbal elegido por el poeta de Guadalajara, de suerte que, explica el ensayista de Torreón, “La poesía [en EGM] es atisbo de revelación en la misteriosa selva de la humana existencia (…) La palabra es entendida, pues, como vehículo amoroso, como lámpara en el misterio”.

El tercer apartado del libro, “El alma de las cosas”, deambula por otro de los recursos que fortalecieron la poesía de El hombre del búho: el afán de escudriñar el aliento que despide todo aquello que, concreto o impalpable, está fuera del hombre. Por medio de “la personificación y la empatía cósmica”, es decir, por medio de la prosopopeya y de la comunión con el mundo material, González Martínez, así lo anota Prado Galán, “consigue que las cosas adquieran dignidad personal, esto es, que se asemejen a los hombres”. Ejemplos acabados de su integración sensible al mundo de los fenómenos los podemos encontrar, agrega el crítico, en poemas como “La palabra del viento” (que es una “propedéutica hacia la práctica de la comunión con lo visible”, según el escoliasta lagunero), “La comunión secreta” y, sobre todos, “El mensaje incompleto”, auténtico legado gonzalezmartinista en torno al “pulso de su más destacada experiencia”.

Entre todos los objetos —cosas con un apetito que siempre apunta al establecimiento de un símbolo—,  al que González Martínez procura con mayor énfasis es, sin disputa, la lámpara y sus congéneres iluminantes; esto lo refiere, con estas palabras, Prado Galán: “… la lámpara —como presencia ubicua— no es material ni concreta, sino intangible y abstracta: símbolo del amor y de la palabra como iluminadora del libro escrito por el misterio”.

“El funeral sin muerto” constituye el cuarto piso de este sólido edificio interpretativo. En él, Gilberto Prado reflexiona sobre la presencia de la muerte en el escritor analizado. A propósito de una anécdota que en otros autores podría cifrarse en clave cien por cien jocosa —una muerte prematura y los responsos que recibe el obligado y vivísimo difunto—, el multipremiado torreonense lanza sus anzuelos y pondera que esa noticia sirve para que González Martínez explaye, con inaudita recurrencia, sus comentos al último de los sucesos que atraviesa todo ser humano. Al respecto, Prado afirma que en El hombre del búho “La muerte debe interpretarse no sólo como punto fijo (…) sino como realidad asumida por el poeta con una suerte de resignación estoica”, y garantiza asimismo que en la obra inquisidada debe “verse a la muerte como puerto, como sitio a donde el alma llega (…) como punto final de la errancia, como invitación a descubrir la clave del misterio, por otro lado inconquistable…”

“La gracia del búho”, estancia final de El misterio y su lámpara, inquiere la filiación estética de González Martínez, su pertenencia o no pertenecia al movimiento incoado en América por Rubén Darío. Prado Galán refiere que el fustigador del cisne modernista más bien bordeó la periferia de esa escuela, “a veces como culminación o corona, otras como preludio de la decadencia, mas siempre como representante del ala introspectiva que se fue despojando del prurito ornamental para decir su mensaje desnudo de retorcimientos  formales, de falaz retoricismo”.

Obsesionado por la poesía pensativa y no por aquella que se revuelve en los infantiles jugueteos de la música artepurista, González Martínez fractura su perfil modernista no con la constitución de una lírica llana y desnuda —lo que nunca ocurre en su caso—,  ni con la simplista torcedura de cuellos sino con, como concluye Gilberto Prado, “el espíritu reflexivo —la honda raíz meditativa— [que es] lo que aleja al poeta de ese movimiento ‘francesista’”, o, en otras palabras, “la inteligencia del ritmo de las cosas, la vuelta a la reflexión acerca del hombre, el izamiento del búho como símbolo opuesto al cisne, la predilección del qué sobre el cómo, del mensaje sobre la estructura”.

Por todo lo leído podemos concluir que los ensayos de Gilberto Prado Galán —y el que traza la derrota literaria de González Martínez hoy lo podemos adquirir— son puertas que se nos abren a los no iniciados para caminar, lámpara en ristre, los pasillos del misterio poético que de otra manera permanecerían vedados y en penumbra.

Lúcido, intuitivo, armado siempre con una prosa que rasga las nubes de la excelencia, Gilberto Prado Galán confirma aquí, casi con insolencia, que nació para ensayar. Me felicito por ser su amigo y, más aun,  su lector.

*Texto leído en la presentación de El misterio y su lámpara (Seminario de Cultura Mexicana-Instituto Muncipal de Cultura, Torreón, 1998, 132 pp.) celebrada en el Archivo Municipal de Torreón el 26 de noviembre del 98. Además de Gilberto Prado Galán y el autor de esta nota, participó Gerardo García Muñoz.

 

 
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