El laberinto sin lágrimas:

doce ensayos sobre Borges

Jaime Muñoz Vargas

Una deslumbrante paradoja circula por las arterias del libro que anatomiza esta reseña; Gilberto Prado Galán, en el umbral de su obra, habla de que El año de Borges nace como acto de gratitud, como prueba de su agradecimiento al centenario escritor que le obsequió “el beneficio de reeducar la mirada”. Digo que ésta es una bella paradoja porque, todos lo sabemos, Borges perdió la vista y, sin embargo, su literatura ha mantenido la pasmosa virtud de ensañarnos a ver con mayor claridad el contorno de todo lo visible y de todo lo invisible. Ahí está, y Prado Galán lo advierte con notable lucidez, el punto donde se apoya la esencia del quehacer borgiano: sus poemas, sus ensayos y sus cuentos son una silenciosa universidad para quienes desean calzarse nuevos ojos y percibir el mundo con una mirada capaz de no incurrir en el daltonismo del aburrimiento.

En nuestra comarca —y a fuerza de buenos libros en latitudes cada vez más alejadas—, el nombre de Gilberto Prado Galán (Torreón, Coahuila, 20 de septiembre de 1960) es sinónimo de agudeza intelectual. Como suele ocurrir con los talentos que no peregrinan la órbita de lo común, su obra se ensancha con una velocidad y una solvencia sistemáticas; desde hace mucho, cada año nos regala con un nuevo libro y nos muestra que su rigor de ahora es el mismo que ya se evidenciaba desde que comenzó el ascenso de su Everest creativo. En el camino, quién lo ignora, ha cristalizado asedios como Las máscaras de la serpiente, Huellas de Salamandra, Vindicación de Incurable, Luis Cardoza y Aragón: las ramas de su árbol, El misterio y su lámpara y, como él gusta decir, “una larga fila de etcéteras” no menos iluminadora. Su currículum, pues, se nos ha vuelto casi inmanejable, y, a menos que dispongamos de dos o tres cuartillas, no podemos citar completos su bibliografía, sus lecturas, sus premios, sus cátedras, sus talleres, su solera íntegra de intelectual que, sin migaja de duda, es ya el ensayista literario más destacado de cuantos habitan los dominios del norte mexicano. Para demostración basta citar El año de Borges, documento que nace de la gratitud, pero que también la propicia. Veamos por qué.

Publicado bajo los sellos editoriales del conaculta, del Instituto Municipal de Cultura, de Miguel Ángel Porrúa y de la Universidad Iberoamericana Laguna, El año de Borges acoge doce acercamientos a igual número de cuentos amonedados por el argentino. Prado Galán observa que la selección de tal docena está regida por el afecto, por la simpatía de quien se ciñe a esa friolera para significar que cada cuento equivale a un mes de 1999, el año del centenario borgiano. Son pasados por la lupa, entonces, los cuentos más queridos del ensayista, y aunque se pueda ripostar alguna dolorosa pero muy entendible ausencia —“Emma Zunz”, “La casa de Asterión”…—, se desmenuza aquí un racimo de relatos digno de figurar en la memoria por su antológica estatura.

Muy pronto sobresale, a mi ver, la dinámica general de la obra. En ella se percibe un elemento apto para la mención: sin menoscabo de una prosa depurada, pletórica de hallazgos verbales, cadencia y rigor, aparece en los ensayos pratenses el signo de la escuela ensayística norteamericana; apoyados en un tremendo aparato erudito, los ensayos develan a un crítico que procede con una metodología analítica cuya arquitectura se modela en líneas severas, rectas. Prado Galán desmonta cada cuento con la intuición y la inteligencia que lo caracterizan y nunca cede a la tentación de hacerle trampa a la escuela que subvive en los asedios. Más que en ninguno de sus libros anteriores, El año de Borges afirma la necesidad de aproximarse a cualquier hermenéutica con la cautela formal que singulariza, insisto, al ensayo frecuentado por los críticos norteamericanos. Pero si insisto en eso, también debo enfatizar que Gilberto Prado no metodologiza sus escolios al grado de parecer mecánico, frío; antes bien, hay una delicada y agradecible armonía entre rigor e intuición, entre análisis y bella prosa. La obra de Borges, nutrida hasta el corazón de guiños eruditos, laberíntica, compleja como intrincada retícula y sencilla nada más para quienes temen sumergirse en esa gozosa dificultad, no sólo autoriza un método de interpretación escrupuloso hasta la minucia, sino que exige una mente bien amueblada y una sensibilidad despierta, como las de Prado Galán, único escritor entre nosotros que puede arrostrar venturosamente una empresa de tales magnitudes.

Muchos lectores han ponderado la enormidad de Borges. Todos coinciden, explícita o implícitamente, en que este autor ha tratado con fortuna los asuntos más caros para la literatura y —diluidos en cuentos, poemas y ensayos— para la filosofía. El tiempo, el espacio, el infinito, el conocimiento, la noción de dios, el lenguaje, el azar y muchos otros temas se agazapan en la obra borgiana. Desentrañar el sentido de ese trabajo, buscar qué quiso decir Borges con tal o cual relato, se convierte entonces en la obsesión de Gilberto Prado. Así sucede en “La reescritura del universo: ‘La biblioteca de Babel’”, ensayo donde el lagunero indaga, provisto como ya señalé de cuantiosas referencias documentales sobre todo de corte filosófico, el lenguaje y su infinitud de sentido, la existencia de un Libro (con mayúscula) que abrace en sus hipotéticos forros todos los libros, o el sentido de todos los libros.

Debo quizá a un defecto de formación mi tendencia para reconocer como favoritos aquellos cuentos de Borges cifrados en clave realista, y cuando digo realista uso la nomenclatura de Emir Rodríguez Monegal. Aunque “El atroz redentor Lazarus Morell” es un relato escrito a caballo entre la fantasía y la verdad histórica, su asunción es realista y es uno de mis predilectos. Prado Galán lo acomete en un ensayo apellidado “las pequeñas distracciones de la historia”, y señala allí que Borges juega con la idea de un pasado que se teje a partir de ínfimos detalles. Además, y esto requiere un énfasis fosforescente, el escritor de Torreón destaca un rasgo que magnifica a Borges: su manejo de la ironía, del hechizante oficio de acuñar oxímoros tan irreprochables como “atroz redentor” o “criminales venturosos”.

No pretendo, por supuesto, agotar en esta breve reseña el recorrido que un lector, por sí mismo, puede hacer a El año de Borges. Cada ensayo es encarado conforme al asunto que subyace en los relatos esclarecidos. Por ello, pienso que el libro es una puerta para acceder al Borges profundo, al Borges que ocultó las motivaciones y el sentido de su hacer en una inteligente jungla de detalles; eso sucede con cuentos como “El fin”, “La escritura del dios”, “Las ruinas circulares”, “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Funes el memorioso” y, no podía faltar, “El Aleph”, piezas que entrañan, a mi juicio y sin desmerecer a las otras que componen la selección del ensayista, una dificultad casi metafísica. Así de complicado me parece el Borges de sus textos fantásticos. Pero Prado Galán, sin amedrentarse ante tamaño propósito, ha hundido su mirada en los luminosos sótanos de la literatura borgiana y nos ha dado la posibilidad de disfrutarlo más, de leerlo mejor, con reeducados ojos.

Cada lector del argentino, sin embargo, tiene preferencias. En mi caso, guardo un afecto incondicional por tres cuentos que, si nos ceñimos estrictamente a la definición tradicional del género, son perfectos; me refiero a “La intrusa”, “El Sur” y “El Evangelio según Marcos”. Gracias a Gilberto, esas tres obras han alcanzado ante mí una renovada dimensión, y de seguro ya no emprenderé su relectura sin considerar las claves que me ha dado la placentera inspección de los ensayos. Porque asombra de veras, vaya un ejemplo, el impresionante y diestro bisturí que Prado Galán empleó para hurgar en “El Sur”, cuento que Borges alguna vez consideró como el más logrado de su producción. Hay en este ensayo, como en todos, una robusta capacidad inquisitiva. El crítico lagunero interroga al cuento y extrae, paso a paso, las simetrías que lo convierten en un formidable dechado de armonía estética e inteligencia discursiva. Cuando Prado Galán examina las partes del relato enumera literalmente aquellas zonas de la cuentística borgiana que le sirven para apuntalar algún dictamen, y el ensayo sobre “El Sur” es impecable muestra del dominio alcanzado en el arte de asediar composiciones verbales.

Ofrezco un ejemplo más de escrupulosidad: en “‘La intrusa’: la historia sin ropaje”, Gilberto Prado descubre la prodigiosa habilidad que tuvo Borges para configurar una anécdota teñida por la violencia de la sangre. Pero nuestro detective está para eso, para detectar, y lo hace con un rigor sólo comparable al que tuvo Borges para suministrar estos detalles alusivos al color rojo, el color de la sangre; cito a gpg:

 

1. El color de la baldosa del patio divisado desde el zagúan: “Desde el zagúan se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra”

2. El color de la melena de los Nilsen: “Sé que eran altos, de melena rojiza”.

3. El mote puesto a los Nilsen por la gente del barrio: “El barrio les temía a los Colorados”.

4. La explícita alusión a la sangre: “Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de estos dos criollos”.

5. La mención de los pingos: “De seguir así los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano”.

 

Éste es sólo uno de los numerosos descubrimientos de la lupa gilbertiana. Todos los cuentos han sido catados de igual forma y ratifican lo que se viene comprobando desde 1984: Gilberto Prado Galán es nuestro mejor ensayista y negarlo, a estas alturas, es una necedad digna de nuestra más estrepitosa indiferencia.

Y si El año de Borges nació de la gratitud, este comentario tiene similar origen. Celebremos el centenario del argentino con un libro que nos honra a todos, un libro que es la puerta ebanistada por Gilberto Prado Galán para ingresar, sin lágrimas, a ese fascinante laberinto llamado Jorge Luis Borges.

El año de Borges, Gilberto Prado Galán, uia Laguna, cnca, imc y Miguel Ángel Porrúa, México, 1999, 115 pp.

 y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie no. 2), 2002, Torreón, 85 pp.

 

 
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