La voz de la tierra:

el nahuatlismo entre nosotros

Jaime Muñoz Vargas

No dudo en afirmar, de entrada, el valor seminal de Nahuatlismos en el habla de La Laguna, obra enderezada por el investigador y poeta viesquense Francisco Emilio de los Ríos Hernández. Digo lo anterior porque aquí, en la comarca, no son frecuentes los libros que se detienen a reflexionar en el habla cotidiana, en las voces que se intercambian en la vida diaria de nuestra comunidad. De los Ríos Hernández ha puesto, entonces, una primera piedra importantísima a lo que podríamos llamar, no sin ambición, el estudio de las peculiaridades lingüísticas en esta zona del mapamundi castellano. Por esa razón, por su valor de listón inaugural, Nahuatlismos en el habla de La Laguna tiene asegurado en la cuenca del Nazas el sitio de decano en esta índole de exploraciones verbales.

Su autor, De los Ríos Hernández, estudió dos años en la Facultad de Medicina de la unam, y en la Escuela Nacional de Antropología e Historia hizo estudios profe­sionales de Etnología. Trabajó en el Seminario de Verano de la Universidad de Berkeley, California, bajo la dirección del Dr. George M. Foster y realizó investigaciones en Michoacán. Ejerció su carrera en los Institutos Nacional de Antropología e Historia y Nacional Indigenista durante doce años. Regresó a Torreón en 1984 en donde ha sido maestro en instituciones universitarias. Es coordinador del Departamento de Investigaciones Históri­cas y Literarias en la Casa de la Cultura de Torreón. En 1987 publicó la obra El Plan de Guadalupe y las primeras armas de la Revolución y, en 1991, Antología del soneto. En la actualidad es vocal de la Corresponsalía del Seminario de Cul­tura Mexicana en Torreón.

Y volvamos a la obra. Si el idioma es el instrumento por medio del cual los hombres entablan su diaria interacción, no es flaco favor el que hacen los filólogos cuando se dedican a rastrear el sentido, los cambios formales y la etimología de cada una de las palabras que colman el océano de la lengua. Sé que desde hace mucho De los Ríos practica estos quehaceres con silencioso e indeclinable tesón, y un primer producto de tal esfuerzo es este recipiente lleno de nahuatlismos. Hay en esta obra, se nota desde la mismísima entrada, un profundo amor ante las maravillosas piruetas del idioma. Imagino que De los Ríos se sorprendía en su natal Viesca de las palabras empleadas por los viejos, de los giros que le daban sus hablantes al español de esa localidad. Muchas de esas palabras, pienso, lo asombraron tanto que se le quedaron incrustadas en la memoria y de allí no han salido. Más delante, adolescente o joven adulto, De los Ríos supo que esas palabras eran nahuatlismos, y su perplejidad creció inmediatamente. El náhuatl, el código de los indígenas supuestamente vencidos, deambula aquí, entre nosotros, lo usamos en el trajín de nuestras ideas, vive en el mestizaje de cada mexicano, no ha muerto y parece que no morirá, por fortuna.

Años más tarde, lo infiero, De los Ríos decidió organizar ese primer asombro respecto de las voces indígenas. Así inició la colección —puedo decir, con un nahuatlismo luminoso, la pepena— de los nahuatlismos más frecuentes en el ámbito lagunero. Decenas de palabras se incorporaron a su álbum y poco a poco la etimología de cada uno de esos voquibles fue determinada con mayor o menor precisión. Claro es que los nahuatlismos incorporados en este libro no son de uso exclusivo en la comarca. De hecho, la mayoría —unos más, otros menos— son intercambiados como moneda corriente en todo México. Lo que nuestro autor ha querido mostrar es, por tanto, el arsenal de los nahuatlismos que circulan con más frecuencia en el habla lagunera. Una vez localizada, cada palabra es sometida a un delicado desmenuzamiento; se nos brinda su étimo, las diferentes acepciones —si las hay— que le confieren las autoridades en materia de mexicanismos y, lo más importante, se nos explica el sentido que los laguneros le damos a tal o cual expresión de linaje náhuatl. Por eso resulta, además de aleccionador, entretenido confirmar que mayate no sólo es un “escarabajo que vuela”, sino el “sodomita activo”. 

En este sentido, muchas palabras consideradas como groserías son abordadas con imparcialidad y profesionalismo por el filólogo de Viesca, quien no vacila en acercarnos, por ejemplo, el significado venéreo de las palabras tanate o camote, entre otras muchas con tenue o marcado filo obsceno. Así pues, el abanico de voces cotidianas se amplía hasta constituir una excelente cauda de entradas claras, precisas y —esto lo considero y lo defiendo yo— divertidas, ya que pueden encontrarse los orígenes de palabras tan queridas y cercanas como achicopalado, bachicha, cochino, cuchitril, chuchuluco, chichona, mecate, mitote, naco, pinacate, tololoche, tamal, zoquete, entre decenas más igualmente próximas a nuestra inmediatez comunicativa. De lo que afirmo, ofrezco estos ejemplos completos:

guaje (*). El drae registra las siguientes acepciones: niño, muchacho, jovenzuelo. Especie de acacia. Calabaza de ancha base para llevar vino. Bobo, tonto. Cabrera y Palomar, más acordes con el significado que se le da en México, definen el vocablo como calabazo seco y hueco que sirva para llevar líquidos. Los hay de diversas formas: alargados, de forma de botella como el bule o calabazo de los peregrinos o campesinos, o como el acocote, de atl agua y cocotli, garguero, que se usa para extraer aguamiel de los magueyes. En Viesca, Coahuila, se aplica también el nombre a una especie de arbusto leguminoso que produce unas vainas cuyas semillas son comestibles y se les confiere propiedades afrodisiacas. Expresiones populares: “Ser guaje”, ser tonto, bobo, tarugo; “hacerse guaje”, fingirse tonto o distraído, ser remiso a efectuar alguna actividad, o realizarla a medias; “no necesito guajes pa’nadar”, alude al uso de guajes a manera de vejigas para aprender a nadar; significa que no hacen falta ayudas oficiosas o consejos de un tonto. Del náhuatl huáxitl, vaina que contiene una semilla comestible; calabacito en forma de pera.

 

O:

escuincle , escuintle. Proviene del náhuatl itzcuintle, especie de perro pelón y mudo que los aborígenes mesoamericanos  acostumbraban cebar para comerlo. Por extensión se aplica al perro callejero, sarnoso, canijo o maltratado; en sentido despectivo el nombre designa a los niños pequeñuelos, pobres y desarrapados.

 

 

El amplio aparato erudito utilizado por De los Ríos no nos deja exagerar ni mentir. Su trabajo es profundo y escrupuloso. No arroja definiciones ni etimologías a tontas y locas, como suelen hacerlo algunos cagatintas que acostumbran trabajar con las materias de la inteligencia como si se tratara de enchilar gorditas (uso otra expresión del terruño). Al contrario, Nahuatlismos en el habla de La Laguna avanza con aplomo, seguro de que sólo con el apoyo de sólidos documentos eruditos se puede cimentar un empeño de esta naturaleza.

Si al esmero de la investigación se le agrega la vistosidad que le insuflan las viñetas preparadas para el caso por el dibujante Tomás Ledesma, Nahuatlismos en el habla de La Laguna es un libro que por obligación debemos visitar todos los que aquí nos hacemos entender en español, en este castellano felizmente infectado de entrañables, y acaso imperecederas, voces indígenas, las voces más antiguas de nuestra tierra.

Nahuatlismos en el habla de La Laguna, Francisco Emilio de los Ríos, Programa Cultural Enlace Lagunero, Torreón, 1999.y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie no. 2), 2002, Torreón, 85 pp.

 

 
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