México, ciudad de papel: una elegía para la urbe Jaime Muñoz Vargas Si
el pasado de México sobrevive en el papel, la obra de Gonzalo Celorio es
ya un edifico verbal que sobrevivirá al cataclismo de los años. Ese
edificio, para ser más precisos, es un museo, un recinto con espaciosas
mamparas y anchos muros en donde cuelgan algunas acuarelas de esta urbe
sistemáticamente homenajeada por quienes, como Celorio, han sentido en lo
profundo de la entraña su esplendor y miran con azoro y lástima su
ingreso a los imprevisibles territorios del caos que todo lo derrumba. México,
ciudad de papel,
resume con prosa timbrada de elegía los siglos de grandeza y las décadas
de pisoteo que guarda en su memoria esta mancha informe llamada hoy el df,
nuestra lastimada capital, antaño orgullosa ciudad de los palacios, hogaño
jungla de ejes viales y babélica urbe del peligro. Pero el amor, nunca el
odio, impregna la prosa de Celorio. Un amor de capitalino que no enmudece
ni se mantiene indiferente ante las imágenes del Bosco que ahora ofrece
la metrópoli. Al contrario, el autor de México,
ciudad de papel, recorre el pasado de la capital con un amor que no
busca salvarla, sino dejar sentado un bello responso que da cuenta del
esplendor despedazado por la inmisericordia del hombre moderno. Gonzalo
Celorio nació en la Ciudad de México el 25 de marzo de 1948. Es
ensayista, narrador y crítico literario. Estudió licenciatura, maestría
y doctorado en letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha
sido profesor en la unam,
en El Colegio de México, en la Universidad Iberoamericana y, desde hace
varios años, funcionario de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Ha colaborado en la Revista de
Bellas Artes, en la
Revista de la Universidad de México y en el suplemento sábado
del periódico unomásuno. En
1986 recibió el premio de periodismo cultural por la obra Los
subrayados son míos. Ingresó en 1994 al Sistema Nacional de
Creadores Artísticos. Entre su obra édita destacan el cuentario Modus
piriendi (1983), los ensayos El
surrealismo y lo real maravilloso americano (1976), Tiempo
cautivo. La Catedral de México
(1980), Para la asistencia pública
(1985), La épica sordina. Ensayos
de literatura hispanoamericana (1990), la novela Amor
propio (1992) y El viaje
sedentario (1997), libro de varia invención por el que obtuvo el
premio los Dos Océanos en Biarritz, Francia. A
una buena costumbre se suma Celorio con México,
ciudad de papel: la de revelar, por medio de la escritura, una relación
de profundísimo cariño por la ciudad en la que nació. Esto, contra lo
que pudiera pensarse, no es extraño. Grandes escritores han dejado un
testimonio de latría por la ciudad de la que son oriundos. Así Borges,
en “Palermo de Buenos Aires”, confiesa una querencia que enraíza en
la deificación: “Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión
o el pensar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya
de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de
roce de vidas”. Paradójicamente, en el argentino había una relación
de amor-odio sólo explicable por medio de la poesía que se aloja en el
soneto “Buenos Aires”: Y
la ciudad ahora, es como un plano De
mis humillaciones y fracasos; Desde
esa puerta he visto los ocasos Y
ante ese mármol he aguardado en vano. Aquí
el incierto ayer y el hoy distinto Me
han deparado los comunes casos De
toda suerte humana; aquí mis pasos Urden
su incalculable laberinto. Aquí
la tarde cenicienta espera El
fruto que le debe la mañana; Aquí
mis sombra en la no menos vana Sombra
final se perderá, ligera. No
nos une el amor, sino el espanto; Será
por eso que la quiero tanto. Asimismo,
un admirado de Celorio y de muchos otros, Alejo Carpentier, deambuló con
su palabra “La ciudad de las columnas”, La Habana, hermosa ciudad a la
que rinde el tributo de su erudito cariño. Carpentier descifra, en aquel
ensayo, la esencia de la capital cubana: “Espíritu barroco, legítimamente
antillano, mestizo de cuanto se transculturizó en estas islas del
Mediterráneo americano, que se tradujo en un irreverente y desacompasado
rejuego de entablamentos clásicos, para crear ciudades aparentemente
ordenadas y serenas donde los vientos de ciclones estaban siempre al
acecho del mucho orden para desordenar el orden apenas los veranos,
pasados los octubres, empezaran a bajar sus nubes sobre las azoteas y los
tejados”. Eso piensa el autor de El siglo de las Luces sobre la ciudad que José Martín Félix de
Arrate llamó, en otro homenaje a la cabecera isleña, Llave del Nuevo Mundo. Pero
si Buenos Aires o La Habana han sido descritas con devoción, la Ciudad de
México es acaso el punto que en el mapa de Latinoamérica ha merecido una
literatura más prolija y asombrada. Eso se demuestra desde la mismísima
llegada del perplejo Hernán Cortés, quien no vacila en afirmar, en la
segunda carta-relación, su impotencia descriptiva ante la magnífica visión
que se ofreció ante sus ojos: “Porque para dar cuenta, muy poderoso señor,
a vuestra real excelencia, de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas
de esta gran ciudad de Temixtitan, del señorío y servicio de este
Mutezuma, señor de ella, y de los ritos y costumbres que esta gente
tiene, y de la orden que en la gobernación, así de esta ciudad como de
las otras que eran de este señor, hay, sería menester mucho tiempo y ser
muchos relatores y muy expertos”. Tal
vez el conquistador extremeño marcó, en ese último deseo, el destino
literario del personaje llamado “Ciudad de México”. Para lograr
asirla, así sea parcialmente, esta zona del mundo ha requerido, desde el
arranque de la colonia, “muchos relatores y muy expertos”. Cada cual a
su manera y con los medios retóricos a su alcance, todos arrodillan su
verbo ante la grandeza mexicana; hombres tan dotados para el asombro como
Cortés, Bernal Díaz, Francisco Cervantes de Salazar y, quizá el más
destacado de todos, el espléndido Bernardo de Balbuena. Y aunque Hipólito
Villarroel lo negara en su momento con su obra Enfermedades
políticas que padece la capital de esta Nueva España, la seducción
de México logró inyectar su hechizo en este puntilloso visitante; no se
unió a México por el amor, como tantos otros, pero le cabe en suerte
haber sido, tal vez, el primer enamorado de la capital por medio del
espanto. Otros
muchos se han sumado al censo de la mexicolatría. Artemio de Valle
Artizpe y Luis González Obregón fueron, como bien observa Gonzalo
Celorio, sus amanuenses de la época barroca. Y la lista aumenta hasta
nuestros días porque a ella se suman quienes se sirven de la palabra para
dar fe de sus inquietudes; cronistas como Salvador Novo (Nueva
grandeza Mexicana), novelistas como Fernando Benítez (Viaje al centro de México), poetas como Efraín Huerta (“Avenida
Juárez”) y Manuel Maples Arce (“Súper-poema bolchevique en 5
cantos”), novelistas como Carlos Fuentes (La
región más transparente), periodistas como José Joaquín Blanco (Función
de medianoche). A ellos se incorpora Gonzalo Celorio, y lo hace para
consignar el desastre inexorable. Así Fuentes, quien en 1973, frente al
reportero James R. Fortson, oscila entre el optimismo y el más relajado
pesimismo difundido por la revista Él:
“México es una ciudad donde no se puede caminar, tienes que andar en el
periférico todo el tiempo, te ahoga el polvo, el smog, sólo hay avenidas
inmensas, grises, despersonalizadas, de concreto (…) Hay que recuperar
la ciudad, hay que reconstruir la Ciudad de México. Quizás sea demasiado
tarde. Yo creo que ya no tiene salvación esa pinche ciudad. Se la llevó
la chingada, de plano”. Gonzalo
Celorio contruye entonces un museo para resguardar algunas visiones
literarias, las más emblemáticas, de la ciudad que hoy se diluye y
reaparece, al fin del milenio, como una “ciudad despedazada”. Mientras
para Maples Arce era todavía, en 1924, una urbe merecedora de elogios
(“Oh ciudad toda tensa/ de cables y de esfuerzos,/ sonora toda/ de
motores y de alas”), para Efraín Huerta es, en 1956, la metrópoli del
apocalipsis: Pues
todo parece perdido, hermanos, mientras,
amargamente, triunfalmente, por
la Avenida Juárez de la ciudad de México —perdón,
Mexico
City— las
tribus espigadas, la barbarie en persona, los
turistas adoradores de Lo
que el viento se llevó, las
millonarias neuróticas cien veces divorciadas, los
gángsters y Miss Texas, pisotean
la belleza, envilecen el arte, se
tragan la Oración de Gettysburg y los poemas
de Walt
Whitman el
pasaporte de Paul Robeson y las películas
de Charles
Chaplin, y
lo dejan a uno tirado a media calle, con
los oídos despedazados y
una arrugada postal de Chapultepec entre
los dedos. E insistimos: Celorio no oculta que aún le quedan reservas de ternura para seguir firme en su Amor a la ciudad, para decirlo con ese afortunado título de Alejo Carpenier. En suma, México, ciudad de papel, es un ensayo altamente recomendable por muchas razones: su tema, su refinada prosa, su sinceridad expositiva, sus oportunas ilustraciones y su impecable edición, como corresponde a todos los libros que publica Tusquets. Celorio, Gonzalo, México, ciudad de papel, Tusquets, 1ª. ed., México, D.F., 1997, 80 pp.
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