Grano de sal o el elogio de la comida

Jaime Muñoz Vargas

Cervantes habla en Su Libro del “gobierno de las tripas”, el monero Rius dice que La panza es primero, Spota —en una de las dos novelas que le leí— sostiene que Más cornadas da el hambre, en el subsuelo de El coronel no tiene quién le escriba García Márquez narra los avatares de un estómago vacío, Claudia Hernández de Valle Arizpe escribía en una columna del suplemento sábado —con pegajoso juego de palabras— sobre “La divina comida”, Chepina Peralta pontifica también por escrito —no sólo en la TV shopping— con Mis 25 años en televisión, Brillat-Savarin filosofa sobre el yantar en la Fisiología del gusto o meditaciones de gastronomía trascendente, cinco ensayistas —Taibo I y Santiago Genovés, entre otros— disertan sobre el eminente gourmet que fue don Alfonso en Comiendo con Reyes, y López Velarde nos da en su Sueve patria una lección de enamoramiento culinario con su “paraíso de compotas” y su “santo olor de la panadería”. En este recuento, nada erudito y sí bastante caótico, se puede advertir que el acto de comer y la comida son preocupaciones que han brincado de la mesa al libro. Comer no es suficiente: hay que hablar de la comida, hay que convertir a los platillos —o a la ausencia de— en palabra, en bella y apetecible palabra.

A esta ponderación se suma Grano de sal, el más reciente título del ensayista Adolfo Castañón (México, df, 1952) que, entre otros, ha publicado también Por el país de Montaigne, La otra mano del tañedor y La batalla perdurable. Tan deleitoso como lo que describe en Grano de sal es el estilo convocado. A fuego lento —el fuego de los guisos con mayor refinamiento—, el autor sazona sus comentarios y nos entrega la exquisitez de una mesa imaginaria, en efecto, pero no por ello menos suculenta. Leer y comer son dos actos similares, en ambos se ve y se siente que Epicuro está presente.

Así lo ha entendido Castañón, quien con alígera sensibilidad escucha los latidos del paladar y luego pasa revista a lo mejor de la mesa, que es casi como decir a lo mejor del ser humano, pues qué demonios seríamos sin la diaria alegría de los alimentos. A diferencia de los manuales que con abominable prosa —generalmente seudocientífica— nos hacen bajar de peso al robarnos la poética de la cocina, los nombres de los platillos y el gusto de las combinaciones más atrevidas y sugerentes, Castañón labra Grano de sal para que se nos haga agua la boca y la vista y la mente y el corazón. Sabe el también autor de Arbitrario de la literatura mexicana que en las zonas profundas del cuerpo y del espíritu la comida nutre y place, es decir, que la alimentación no es sólo un asunto vinculado con la máquina de los intestinos. Se dan casos, maravillosos casos, de gourmets verbales, hombres que disfrutan más el momento de hablar sobre comida que el de engullirla, acto de suyo nefando a decir, si la memoria no me defrauda, del inconmensurable Papini.

Grano de sal es un libro bicéfalo. Por un lado, la primera parte del volumen está armada con diez secciones donde Castañón ase sus mejores cubiertos y le hinca el diente al ars culinarium. Luego de una pausa aforística, la segunda parte contempla “El cocinero práctico”, un recetario preparado en 1883 por Juan E. Morán, bisabuelo materno de Adolfo Castañón. No exagero si digo que “El cocinero práctico”, a través de la imaginación, ocasiona que la boca comience a salivar. En este caso como en el de casi todos los recetarios antiguos, su función no era tanto comunicar a otro la manera de preparar un platillo cuanto anotar los suficientes garabatos mnemónicos que permitieran al propio autor la reproducción del bocado. Un ejemplo puede ilustrar lo que decimos; tómese en cuenta que la sintaxis corresponde fielmente a la versión  de 1883: “Dulce de arrayán: En la miel se echan los arrayanes, se dejan hervir hasta que estén calados en almíbar si se quieren secos se hacen como el membrillo cubierto. Lo mismo se hacen los tejocotes con la diferencia que primero se pelan y si se quiere se deshuesan con cuidado”.

Libro deleitable por más de una razón, Grano de sal es un buen motivo para hermanar la palabra y la comida, para abrir el apetito de la mente y del paladar, como lo demuestra la suculenta portada, un detalle del Cuadro de comedor de José Agustín Arrieta.

 

Grano de sal, Adolfo Castañón, Planeta, México, 2000, 170 pp.

2, Torreón, 85 pp.

 

 
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