Una casa del viejo barrio de Analco: 

evocación de vida familiar

Jaime Muñoz Vargas

Aunque no necesariamente todo tiempo pasado haya sido mejor, no cabe duda de que, guardado en la bóveda de la memoria, el pretérito nos hechiza y nos atrae como si en realidad a Jorge Manrique le asistiera la razón. El tiempo ido tiene tal imán acaso porque al unísono lo sentimos muerto y vivo: muerto e irrecuperable, pero vivo y reconstruible gracias al documento —escritura, fotografía, objeto, entrevista— que posibilita el relato impulsado a veces por la nostalgia que lo tiñe de poesía y, en efecto, parece confirmarnos que todo tiempo pasado fue mejor. En el caso de la recordación familiar —donde la confidencia nos remonta al cálido espacio de la niñez—, el pasado se teje con el hilo de la emoción y logra configurar ante los ojos del lector una experiencia tan histórica como literaria: por un lado está la consignación de los datos positivos extraídos de aquellas fuentes documentales que se tuvieron a la mano, y, por el otro, la lectura/interpretación mediada por el cariño directo a los protagonistas del relato.

Una casa del viejo barrio de Analco, textos e imágenes de una historia de familia, de la comunicóloga Bertha Rivera Fournier, es un bello y noble ejemplo de memoria familiar. Tan bello y noble me parece que apuro una pregunta: ¿por qué no hacemos eso todos los que atesoramos en el recuerdo una infancia colmada de perplejidades? ¿Por qué no apelar a la escritura para preservar las historias familiares? Confieso haber sido negligente en este caso, pero también confieso que el libro de Bertha Rivera ha sido acicate de mis recuerdos infantiles en el entorno gomezpalatino. De alguna manera, entonces, su historia es la mía, la de todos, porque nos remite a una espacio emocional que quizá muchos alguna vez atravesamos: le niñez asombrada, el espléndido universo de la infancia que, ya ido, nos deja una marca tatuada en el espíritu, una marca que nos acompaña a cualquier parte y se convierte en santo y seña de nuestros valores y de nuestras aspiraciones. De ahí que sea terrible hurtarles a los niños su presente de juegos y de cercanías queridas; al robarles ese fragmento de la vida, al negarles el afecto y la alegría, condenamos al adulto a vivir con una memoria impregnada de resentimiento y de dolor. El de Bertha, por fortuna, no es ese caso, ni lo será el del pequeño Nicolás, dedicatario de esta obra tejida con el estambre del recuerdo amoroso.

Armado en seis partes, Una casa... nos permite echar varias miradas al interior de un recinto donde habitaron las presencias queridas de la familia y la atmósfera espiritual que las rodeó. Bertha Rivera Fournier (comunicóloga como ya dije, maestra y editora además), ha escrito su primer libro equipada con una doble experiencia: en primer lugar, la materia le es propicia; el tema, al estar íntimamente ligado a su persona, se convierte en surco fértil para la semilla verbal; en segundo, su aprendizaje del oficio literario le permite hilvanar un relato aseado y emotivo. Las dos experiencias se conjugan y logran que Una casa...  nos hechice. Entramos al libro como si entráramos a la casona: abrimos los ojos, llevados de la prosa, que es la mano, de Bertha Rivera, y avanzamos por su zaguán, por su reposada sala, por sus habitaciones, por su patio; salimos a la calle y una racha de aire puro, espeso de sol, nos recuerda que estamos en provincia, que el tiempo rueda allí a un ritmo calmo, pausado, todavía lopezvelardeano. No tan lejos escuchamos campanadas; la gente se saluda con mucha cortesía. Vamos por la calle Arista de Durango capital. El tiempo rueda aquí a un ritmo calmo.

Bertha ha expresado inmejorablemente que la escritura de Una casa... comenzó Con los recuerdos y un poco con la nostalgia que se siente al asomarse a la ventana de la memoria. De manera sutil y eficaz, poética, la autora mira por esa ventana, en efecto, y gracias a la escritura logra que nosotros, sus lectores, contemplemos el sosegado devenir de su experiencia familiar en el ámbito de una casa inapreciable. Expresado de otra forma, Bertha Rivera abre los postigos de su memoria y nos permite a todos admirar la evocación de su pasado, el pasado transcurrido en su segunda casa, la de los abuelos paternos situada en el barrio de Analco. Estamos allí en mil novecientos setenta y tantos; el lugar, sobre la página, revive ahora al ser recuperado por la nostalgia:

 

En ese barrio de Durango deben haber elegido vivir aquellos que preferían sentir lo que yo sentí también: que todo transcurría a un ritmo diferente; que el espacio recordaba al de un pueblo en alguna otra parte; que la Acequia y los árboles de la Alameda formaban un límite apenas perceptible por el aire que se respiraba más limpio y olía distinto (a eso me refiero cuando digo que olía a pueblo, un olor que para mí será siempre agradable, a tierra —mejor aún: a tierra mojada—; a banquetas salpicadas de agua y recién barridas, a macetas regadas y flores, al aroma del arroz, de una sopa de pasta, que se escapa por la ventana); que el verdor y el azul del cielo —hermosísimo cielo durangueño— en ese rumbo se advertía más azul, más poblado de nubes, y en las noches, más brillante.

 

Pero el espacio físico no es nada si no está poblado por la presencia humana; el barrio, la casona, el mercado, la iglesia de San Juan Bautista adquieren vida gracias a los hombres y las mujeres que enlazan sus destinos en ese pequeño ámbito. Bertha Rivera lo supo bien al darle forma al piélago de sus recuerdos; de hecho, la casa parece una presencia secundaria al lado de Celia, su abuela; de Roberto, su abuelo; o Sergio Luis, su padre; de Berthita, su madre, de Jorge, su tío jinete; de Norín, la añorada cocinera, de todas esas almas que remontan sus orígenes al siglo xix y que, como ríos subterráneos, desembocan en la relatora Rivera Fournier.

Una figura, sin embargo, gravita más en la memoria de la autora. Es la abue Celia, personaje cuyo perfil espiritual es dibujado por su nieta, por el recuerdo y la pesquisa documental de quien la observó con una admiración evidente hasta la actualidad. La abuela Celia Guadalupe, para su nieta escritora, es el tronco de un árbol desde donde se ramifican, y enraizan, todos los demás afectos familiares consignados en Una casa... El mundo de la infancia es recorrido palmo a palmo, momento tras momento, hasta ensamblar con esa exploración una pieza histórico-literaria estupendamente lograda.

Hay que plantear, desde luego, a qué género responde Una casa... Me atrevo a decir que este libro es, no sé si estoy en lo correcto, un ensayo iconotextual de vida familiar; ya el subtítulo del libro lo propone: Textos e imágenes de una historia de familia. A partir del recuerdo de dos elementos recurrentes (la abuela Celia y la casona de Analco), la investigadora hunde la mirada en su pasado propio pero apela además a otras fuentes, muchas de ellas contenidas en el libro como fotos, cartas, papelería comercial, etcétera. Asimismo, la investigadora anota en sus agradecimientos que buena parte de este mural familiar ha sido pintado gracias a la tradición oral, herramienta de suyo imprescindible en obras de esta naturaleza, evocativas y nostálgicas.

Las fuentes de información externas son fotos, documentación escrita y entrevistas con sus familiares, es cierto, pero ese material no serviría de mucho si no estuviera complementado, engarzado más bien, por la fuente de donde mana la mayoría de los renglones: la memoria. Bertha Rivera, con una prosa irreprochable, fluida y no exenta de trazos hermosamente articulados, tanto así que no sería hiperbólico proponerla como dechado de pulcritud estilística, narra los momentos más representativos de la casa de Analco y, gracias a ese ejercicio, revive ante los ojos del lector instantes de vida cotidiana que si no fuera por la palabra se borrarían para siempre. Es precisamente eso, a mi ver, lo lamentable de que no escribamos más sobre nuestro pasado: innumerables personajes, infinitas maneras de percibir la realidad, incontables anécdotas se diluyen en el olvido y mueren con la muerte de quienes las vivieron. La escritura sobrevive más que los hombres, más que las paredes, más que el hierro y la madera de aquella casa que albergó risas, llantos, canciones y bailes, olores y colores hoy extintos pero curiosamente renacidos por el milagro de la palabra escrita.

No creo que sea necesario colgar más elogios en el comentario sobre este delicado y dedicado libro. En él, ya lo insinué, hay vida cotidiana de cuerpo entero, una casa, un barrio de Durango capital, la comida, su gente, sus recorridos a la sierra y a su playa (Mazatlán), su fiesta (dignamente encabezada por el grupo Pro-reposo), su literatura, su música, sus creencias, la provincia en suma condensada en aquella casa y en sus moradores antiguos y modernos.

Un libro es un producto del espíritu. Luego entonces no se le pide a fuerza que sea bello, pues su valor radica más en su alma que en su cuerpo. Pero cuando un libro alcanza a ser sabroso a la vista, el objeto es doblemente agradecible. Una casa... es un libro bien editado, bien barrido de erratas, oloroso a cuidado tipográfico e icónico, ornado con deseos de ser una pieza grata a las pupilas y a la sensibilidad de los lectores. No era para menos: si este libro es el libro de una casa y de una familia sana, tenía que ser un libro donde resonara la frescura en cada una de sus páginas, una frescura por la que felicito, con afecto y admiración, a Bertha Rivera Fournier.

Una casa en el viejo barrio de Analco. Textos e imágenes de una historia de familia, Bertha Rivera, Instituto Municipal de Arte y Cultura de Durango, Durango, 2002, 93 pp.

 y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie no. 2), 2002, Torreón, 85 pp.

 

 
Hosted by www.Geocities.ws

1