Maravillas del extravío marítimo Jaime Muñoz Vargas El mar, además de peces y de hoteles, ha producido una literatura que no dudo en calificar de oceánica, y en este caso el adjetivo no tiene nada de hiperbólico. Salvo algunos contados países como Bolivia o Austria, la mayoría de las naciones del mundo tiene por lo menos un meñique bañado por las olas, y esa es, a veces, suficiente razón para contentarlas. Hay otras, como Japón o Inglaterra, que son mar de todos los poros, y su cultura por tanto está permeada, casi literalmente, por la humedad que lame sus contornos. De los fenicios, de los griegos, de los nórdicos, de los portugueses, por ejemplo, no podríamos hablar sin aludir a sus proezas náuticas, muchas de las cuales ellos mismos han celebrado en sus tradiciones oral y literaria. Las aguas de nuestro universo mundo, pues, han sido inspiración tenaz de los poetas y de los investigadores. El hechizo de la líquida llanura, como le llamaron los antiguos, no ha dejado de gravitar en la creatividad humana y sospecho que nunca dejará de hacerlo. Ver, tocar, oler, oír, gustar el agua inmensa y salinosa seguirá catapultando el arte de la humanidad, para siempre. Pienso por caso en la literatura de nuestro continente espiritual, Latinoamérica, ámbito cuya literatura, cuya moderna historia, nació de una odisea marítima, la del gran almirante, quien consignó en su diario la travesía por el mare tenebrosum en busca de una nueva derrota al paraíso de las especias descrito por Marco Polo de manera irresistible para sus coetáneos. Pienso en la empresa magallánica narrada por Pigafetta en el —no aguanto la tentación de escribirlo en italiano— Primo viaggio intorno al globo terracqueo, hazaña que tan cálidamente reconstruye Stefan Zweig, mi biógrafo predilecto. O mucho más cerca de nosotros, y asimismo en torno a la era descubridora que generó tanta literatura marinera, cómo olvidar La conquista de las rutas oceánicas, del saltillense Carlos Pereyra, o ese mayúsculo peritaje titulado Biografía del Caribe, quizá la obra más notable, e imprescindible, de Germán Arciniegas, colombiano recientemente fallecido. Todos esos volúmenes se apilan en una montaña de papel y configuran un reto para cualquier entusiasta de los tópicos marinos, quien además deberá tomar en cuenta la tonelada de ficciones con escenografía náutica, como Benito Cereno, Moby Dick, Veinte mil leguas de viaje submarino, El viejo y el mar, entre decenas y decenas más. A
esas obras hay que sumar ya, si no me equivoco, Extravíos
y maravillas, la más reciente novela del Arturo Azuela (Distrito
Federal, 1938). Narrador; maestro en Ciencias y doctor en Historia por la
Universidad Nacional Autónoma de México (unam),
Azuela ha sido director de Literatura del inba,
director del Consejo directivo de la Federación Latinoamericana de
Sociedades de Escritores, director de la Facultad de Filosofía y Letras
de la unam y consultor
Internacional del Fondo de Cultura Económica. Ha trabajado también como
catedrático de la Universidad de California, en Berkeley; en la
Universidad de Nanterre, en La Sorbona y Montpellier, Francia, y en la
Universidad de Edimburgo, Escocia. Es miembro de número del Seminario de
Cultura Mexicana así como de la Academia Mexicana de la Lengua. En su
obra destacan textos ya fundamentales de la narrativa mexicana contemporánea
como El tamaño del infierno
(Premio Xavier Villaurrutia, 1974), Manifestación
de silencios (Premio Nacional de Novela Instituto Nacional de Bellas
Artes, 1978), Un tal José Salomé,
La casa de las mil vírgenes, El
matemático, además de numerosos ensayos científicos, literarios,
históricos y una biografía sobre su abuelo titulada Prisma
de Mariano Azuela, además de una edición crítica indispensable para
acceder Al filo del agua. Por
necesidad debe ser amplio el párrafo que sirva para asir, así sea
frugalmente, la figura intelectual de Arturo Azuela, y eso que apenas
queda insinuada su apabullante vocación científica, vocación que a mi
parecer lo asemeja a esos voraces leonardinos del Renacimiento, seres que
encaraban con solvencia las disciplinas más disímbolas; no dejo de
sospechar, sin embargo, que de todas esas etiquetas —maestro, científico,
novelista, historiador, funcionario público— la que más le puede
atraer es la de viajero, y tal
vez por ello ahora nos regala con un libro donde queda de manifiesto su
pasión por el mar, acaso el símbolo más representativo del movimiento
perpetuo, es decir, del viaje. Extravíos
y maravillas es un relato edificado en cuatro grandes trancos, cada
uno de los cuales tiene personalidad propia pero está ceñido
visceralmente a los demás. En todos brilla, como en un lienzo donde el
mar y su energía no dejan de aparecer como fondeo, la pincelada poética
de una prosa que ya es característica del hacer azueliano. Desde el capítulo
inicial, “Prodigios del mar”, ubicado en Concón, Chile, sentimos el
oleaje de un estilo que se corresponde sin afectación al estado de ánimo
que alberga el fuero interior de Sebastián. Parece incluso que la
electricidad del agua inabarcable impregna los renglones y los dota de un
raro voltaje donde grita, junto al vigor poético, la desazón del
personaje masculino y sus pesquisas de documentación naval: En su fuero interno, con un mal gesto, Sebastián insultó a su próstata, al pubis, y sobre todo los ardores en la punta del pene, todo aquello que por ahora lo había metido en la absoluta impotencia. Y como era su costumbre, con una especie de sordera selectiva, se fue a sus alturas y se distrajo con las fiebres tercianas, el escorbuto, las hambres, ese viaje maldito y los más de doscientos que se quedaron en el camino, en el más allá, y luego la diferencia entre españoles y lusitanos, la descarga de cañones al salir de Andalucía y la firmeza y la osadía del capitán, de Fernando de Magallanes, su insistencia en darle gracias al creador, las órdenes para que todos sus subordinados se confesaran y las aventuras trágicas del apostólico periplo; y después su fin desgraciado en aquel viaje de circunnavegación mundial. He
aquí, condensada, la vértebra del buceo consagrado al alma del entrañable
Sebastián. Semejante a Juan Dahlmann, el personaje de “El Sur”, uno
de los cuentos de Borges favoritos de Borges, el Sebastián de Extravíos
y maravillas se identifica con los héroes de su exploración
libresca, aquellos sujetos esforzados que, sobre las infinitas brechas del
mar, con brújula o sin ella, se embarcaban en cáscaras de nuez hacia
rumbos desconocidos, aquellos hombres que arrostraban los más
estrafalarios peligros con tal de calzarse un poco de gloria sobre las
sienes y con tal de meter un poco de oro en la desgarrada faltriquera. La
desazón de Sebastián, su dolor y su convalecencia, sólo se fortalecen
con el roce de aquellos heroísmos. El
mar, su ondulación y su erotismo, también están en Nayeli y en Ada
Magali. Con la sutileza de la seda —la traída de oriente y distribuida
por los mercaderes venecianos— Azuela trenza pasajes donde el deseo
ejerce su sacerdocio sobre los cuerpos. El infierno interior de Sebastián
tiene entonces dos consuelos: la presencias femeninas de la playa y de la
mujer, ambas reconfortantes. Como permanente contrapunto, la referencia a
mil y una datos de la epopeya náutica que devino en la América de hoy.
En todo momento, la sagacidad del autor permite que la obra se espese de
información histórica (Colón, Vespucio, Enrique el Navegante,
Magallanes, El Dorado, Sevilla, Cabo de Buena Esperanza) sin pecar de
imprudencia erudita. El relato de Sebastián, Nayeli y Ada Magali, que
nunca deja de ocupar el primer plano narrativo, tiene a su espalda el mar
del presente —chileno o portugués— y el mar del pasado, el mar de los
navegantes, de los misioneros y de los soldados, el mar de los
superhombres, de los varones esforçados y de los granujas que en dos
siglos le dieron su cabal complexión, con su ir y venir sobre las aguas,
los desiertos y las selvas, a la esfera terráquea. De
Ediciones del Ermitaño y del Seminario de Cultura Mexicana, la deliciosa
publicación de Extravíos y
maravillas permite que los iniciados o los no iniciados del universo náutico
se regodeen con una aventura de la prosa donde Arturo Azuela, una vez más,
no sé si en este orden, deleita y deslumbra, mucho más a quienes nunca
tendremos litoral y habitamos en este otro mar, el de polvo y tolvaneras. Extravíos
y maravillas, Arturo Azuela, Ediciones del Ermitaño/Seminario de
Cultura Mexicana, México, 2001, 237 pp. y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie
no. 2), 2002, Torreón, 85 pp. |