Anatomía

de El anatomista

Poco antes de nacer y al calor del concurso “Joven Literatura 1996”, la novela El anatomista ya estaba envuelta en una especie de polémica inquisitorial debido a, señalaron sus detractores, la enorme carga erótica contenida en sus páginas y a que la obra no contribuía “a exaltar los valores más elevados del espíritu humano”. El asunto, ventilado entre otros muchos por el periódico La Nación, se desató por la inconformidad de los organizadores —la Fundación Fortabat— que desestimaron el dictamen del jurado y entregaron el cheque al ganador, pero sin reconocer los méritos de este relato escrito por Federico Andahazi, escritor y psicólogo nacido en Buenos Aires hacia 1963.

No hubo, pues, acto de premiación, no hubo entrevistas, no hubo lo que tradicionalmente se arma para agasajar al triunfador de un certamen literario. Al revés, se detonó un escándalo en el que los voceros de la Fundación Fortabat contradijeron la decisión del jurado —que por cierto era de lujo al contar con María Angélica Bosco, Raúl Castagnino, José María Castiñeira, María Granata y Eduardo Gudiño Kieffer— y casi terminaron por arrojar los quince mil dólares del premio a las manos de Andahazi. Se dijo además que el rechazo del dictamen obedeció a la molestia de Amalia Lacroze de Fortabat, multimillonaria argentina y directora de la Fundación que ostenta su apellido.

Curiosamente, el resultado del concurso “Joven Literatura 1996” se dio a conocer poco antes del Planeta argentino, donde Federico Andahazi también tenía el mecanuscrito de El anatomista y de donde tuvo que retirarlo cuando ya ocupaba un sitio entre los finalistas, dado que las bases de dicho certamen establecen que cada obra participante debe ser inédita y, por supuesto, no premiada. Tomás Eloy Martínez afirmó que si hubiese podido seguir en el Planeta —dotado de cuarenta mil dólares— Andahazi hubiera sido el ganador, mientras que Guillermo Schavelzon, quizá la voz más autorizada en edición literaria de América Latina, señaló que la de Andahazi es “una de las novelas más extraordinarias de año, escrita con una enorme erudición”.

La carrera literaria de Federico Andahazi había merecido reconocimientos —dos premios nacionales de cuento—, pero luego del affaire Fortabat cobró impulso internacional. Planeta Argentina publicó El anatomista en 1997 y desde entonces, con reediciones y traducciones, la polémica novela no ha dejado de hacer ruido. Un año después, Sudamericana publicó Las piadosas, obra que ha corrido con menor suerte pero que sin duda reafirma el talento narrativo de Andahazi.

¿En dónde radica el encanto de El anatomista? ¿En dónde se encuentran las virtudes que lo han convertido en un éxito de crítica? Se puede coincidir ampliamente con el juicio de Schavelzon: la novela evidencia una tremenda erudición, y en este sentido debe agregarse que refleja con destreza la capacidad de absorbencia que tiene el género. Y es que desde el xix, décadas más o décadas menos, se habla de la decadencia de la novela y no ha faltado quien anuncie su muerte o, módicamente, su erosión, su llegada a un punto límite que impide encontrar caminos nuevos.

Andahazi, con El anatomista, concilia el arte de narrar y de exponer casi ensayísticamente —con notas al pie y demás recursos— en una historia tan atrayente como novedosa. Sin embargo, destaca en El anatomista un elemento que se da por sobrentendido cuando hablamos de novelas importantes: la prosa. Se supone que debe ser madura, elegante, poética, literaria al fin, congruente con lo que se quiere expresar. En el caso presente se trata de una prosa esculpida sin titubeos, espesa de ironía, pendiente en cada renglón —incluso en los de fuerte carga venérea— de su valor poético, como si brotara de la mano de un escritor con veinte novelas publicadas y no de un artista que apenas traza sus primeras cartas de navegación (que recordemos, en Argentina el caso de Andahazi sólo es superado en precocidad novelística por el de Héctor Libertella, quien deslumbró a los 22 años con El camino de los hiperbóreos). Sin el estilo, entonces, por cuantiosas que fueran las demás virtudes de El anatomista todo quedaría en intento, acaso en borrador de obra maestra. Venturosa, limpiamente, Andahazi aprueba tal asignatura y logra que su novela hechice y persuada.

         Según palabras del autor, El anatomista nació de una casualidad, de un curioso caso de homonimia. El descubridor de América y el descubridor del amor veneris llevaban el mismo apellido: Colón. El segundo, de nombre Mateo Renaldo, fue catedrático de anatomía en la Universidad de Padua, y cuando descubrió lo que descubrió —el amor veneris o clítoris— dejó asentados sus hallazgos en De re anatomica, tratado que le atrajo de inmediato la mirada escrupulosa de la inquisición.

         Con esos datos, la novela crece desde el prólogo hasta sus seis partes distribuidas en varios segmentos, la mayoría breves y algunos incrustados como historias secundarias o metadiégesis (así se nos presenta a la ramera Mona Sofía, por ejemplo). Andahazi logra edificar la biografía novelada del anatomista con gran erudición, ciertamente, pero sin asfixiar en ningún momento, con datos irrelevantes o referencias ornamentales, el desarrollo de la anécdota vertebral, a saber, la angustia de “Il Chirologi” Colón ante el escrutinio del Santo Oficio azuzado por Alessandro de Legnano —decano de la Universidad paduana— quien con toda su mediocridad a cuestas quiere ver en llamas la vida y la obra del anatomista.

         Es notable el humor negro que envuelve a la narración. Casi ningún recoveco de la historia carece de una pincelada irónica, de cierta grandilocuencia que magnifica los detalles donde puede esconderse lo absurdo o lo grotesco. Por ejemplo, este trazo donde se pinta al decano y a su maestro, el miserable Jacob Sylvius:

 

Todos los adjetivos aplicados al anatomista francés —avaro, grosero, arrogante, vengativo, cínico y codicioso entre otros— resultaban pocos para adjetivar al decano de la Universidad de Padua e, indudablemente, él mismo no esperaba para su epitafio uno menos lapidario que el que le dedicaron a su maestro:

“Aquí yace Sylvius, que jamás hizo nada sin cobrar

“Ahora que está muerto, le enfurece que leas esto gratis”.

 

El tiempo confirma que Colón es, como su tocayo de apellido, un descubridor, aunque el de Cremona, a diferencia del genovés, no explora en mares ni en litorales, sino en la geografía del cuerpo humano. Cien años se anticipó a Harvey al plantear que la sangre se oxigena en los pulmones, aunque la historia de la medicina le regateó ese mérito, como bien sabemos. Pero ese hallazgo apenas si se compara con el otro, el que en vez de darle gloria científica lo metería en verdaderos líos, el del amor veneris que encuentra en el cuerpo de Inés de Torremolinos y que le servirá para proyectar su mayor anhelo: hacerse del amor que la prostituta Mona Sofía no quiere concederle.

En medio de esa teleraña de pasiones y desencuentros, Mateo Renaldo Colón padece la ojeriza del decano y es sometido al juicio inquisitorial encabezado por los cardenales Caraffa y Álvarez de Toledo. La argumentación en su defensa, celebrada el 3 de abril de 1558, es básicamente la escrita en De re anatomica. Allí, yendo y viniendo por laberínticas aclaraciones de carácter anatómico y teológico, Colón trata de apegarse al canon con estas palabras que resumen todo su quehacer y, por qué no afirmarlo, el sentido profundo de la novela:

 

Nosotros, anatomistas, no hacemos más que interpretar la Obra y, en la medida en que conseguimos iluminar allí donde antes había sombras, no hacemos otra cosa que adorar al Creador. La ciencia, tal como yo la concibo, es el medio para entender y entonces adorar Su creación.

 

Novela histórica de fina arquitectura, obra que tiene bien merecido el numeroso elogio, El anatomista nos recuerda que, ciertamente, la maleabilidad del género es inagotable, pero que también hacen falta creadores como Federico Andahazi, artistas que suman a la investigación erudita el carácter poético imprescindible en toda literatura de valía.

El anatomista, Federico Andahazi, Planeta, México, 1998, 282 pp.ico, 1998, 282 pp.

 

 

 
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