Una larga espera

o el ludismo triste

Jaime Muñoz Vargas

Quién compre Una larga espera encontrará en la espalda de este libro unas opiniones que, me parece, sintetizan en tres pincelazos el contenido y la esencia de la obra escrita por Alberto Rodríguez Román (Torreón, 1973, egresado de comunicación en la UIA Laguna). Según Magda Madero, Una larga espera ostenta como mayor virtud “la habilidad con que el autor convierte al idioma en instrumento de expresión artística. Sus narraciones son interesantes por el estilo y por la fuerza expresiva del lenguaje”. Saúl Rosales advierte un valor análogo: “Los cuentos de Alberto Rodríguez lo exhiben como un artista de la refundición del vocablo común y del neologismo troquelado por su capacidad de orfebre del idioma”. Por su parte, Yolanda Natera observa que “Los diversos relatos tienen en esencia una rabia que describe los conflictos existenciales y cotidianos, una intención agresiva dirigida a abofetear los sistemas sociales. Historias de rencor, soledad y desconcierto, escritas con lenguaje variado, a veces corrosivo”.

Repaso con gusto esas opiniones y me adhiero a ellas porque Alberto las merece. Ahora que leo su racimo de cuentos siento que su proyecto de hace años, el de ser escritor, ha cristalizado en una edición que yo había prefigurado —lo digo con orgullo retrospectivo— en Fuera del mundo, aquella plaquette que le edité en 1998. Cristalizó su fe en la literatura porque no ha dejado de mirar al mundo con asombro y, al mismo tiempo, se ha refugiado en el fértil silencio de quienes escriben. En otras palabras, poca alharaca y muchos párrafos donde su visión, al mismo tiempo triste y humorística, es la prueba de que no todos los jóvenes miran su devenir con los ojos adiestrados por frivolidad.

En efecto, si algo sintetiza el hacer literario de Rodríguez Román es precisamente la agudeza de su visión, la callada percepción de aquellos comportamientos de la realidad que suelen escapar a las sensibilidades bastas. Alberto ve, oye, huele, palpa, degusta el entorno con los sentidos puestos al servicio de un arte que echa chispas, que se retuerce y no cesa de parecer animal multicolorido y multidolorido. Los dieciocho cuentos del volumen testimonian lo que afirmo: la variedad de percepciones capturadas en la realidad de Torreón se introducen a las historias de Alberto y se convierten en imágenes visuales, auditivas, olfativas, táctiles y gustativas que ofrecen al lector una ventana nueva de exploración, una torre de letras desde la cual se puede ver el mundo de una forma tan gozosa como triste.

Ya Saúl Rosales anotó con certeza irrebatible que Alberto Rodríguez apela a una prosa que entronca con la mejor de nuestra tradición en materia de ludismo. La búsqueda de renovación y frescura estilísticos son el timbre característico en todas las aventuras narrativas de este lagunero que, con o sin premeditación, homenajea a Joyce, a Del Paso, a José Agustín, a Julián Ríos, a todos aquellos escritores que procuran inyectar a su zurcido de palabras el vocablo luminoso, la adjetivación osada, el neologismo que sale de la mano como volado para ver si cae águila o sello. Con un estilo como ése a veces se pierde, a veces se gana, es un albur barroco que nunca debe desaparecer pues gracias a él la palabra alcanza tesituras inusitadas, nuevos brillos.

De la asignatura estilística, me parece, sale aprobado Alberto Rodríguez Román. Es vistosísima para mí, reveladora y francamente deleitosa, la manera como le da a los verbos un esplendor que, es cierto, en ocasiones parecerá excesivo, pero en la mayoría de los casos sale airoso y triunfa sobre las reticencias del lector acostumbrado a prosas academicistas o, lo que sí es grave, oxidadas. Veo, por ejemplo, líneas como “En el cuarto lloré frustración a montones y escupí rencor”, “Alina se ha devorado trece años. Ya no se reserva sus pensamientos, los despilfarra”, “Un susurro del pasado comenzó a cuchuichear recuerdos”. Innumerable es la cantidad de verbos resemantizados, extraídos de su nicho habitual para figurar en oraciones y periodos que confieren a la prosa de Una larga espera esa intrepidez que hasta la fecha yo no había visto en la narrativa lagunera y que en el terreno de la poesía sólo atreve Miguel Morales sobre todo con su espléndida Celebración de chamán. Si en mil novecientos ochenta y tantos Enrique Lomas retorció la lógica del discurso y mostró que un personaje era capaz de “cercenar un umbral”, ahora Alberto lleva a feliz consumación ese afán por darle a las palabras, principalmente a los verbos, un empaque poco visto en las letras de la estepa donde vivimos.

Pero no se vaya a pensar por lo que afirmo que la obra de Rodríguez Román sólo es pirotecnia verbal, fuego de artificio con la palabra que termina chamuscada en el piso. No. A la tenaz práctica del ludismo lingüístico hay que añadir la esmerada trabazón de las historias, el énfasis que Alberto deposita en el escudriñamiento de la personalidad humana de los seres, muchos de ellos caricaturales, que habitan este condominio de relatos. Hay en casi todos los cuentos una desdicha asumida sin melodramatismos ni telenovelerías. Alberto no es un autor que goce con el gimoteo de sus lectores; antes bien, las suyas son viñetas de la vida cotidiana donde la mezquina inmediatez, siempre teñida de desdicha, se transfigura en humor, en un humor que transpira el goce de estar vivo pese a la constante manifestación de la maldad humana.

Esa desdicha metamorfoseada en humor con sordina la vemos en casi todas las piezas del volumen. Me parece que uno de los ejemplos más acabados de lo que trato de desentrañar podemos encontrarlo en “Una calle agitada”, cuento que muestra plenamente la potencia literaria de nuestro autor: buena y lúdica prosa, malicia para resaltar los petits detaills, capacidad para sondear el alma flagelada de los personajes, notable manejo del andamiaje estructural, todo esto se apiña en “Una calle agitada” y si a eso le agregamos el encanto —el no sé qué que Feijoo pedía a las buenas obras literarias—, dicho relato de Alberto no desentonaría en cualquier volumen antológico.

Pero son muchas las historias que merecen la visita del lector, no nada más el cuento que mencioné como cereza de pastel. Allí están “Una piedra en el camino”, “Subida al cielo”, “Tríptico para una exposición” y otras más que de seguro no defraudarán a quien se arrime con ánimos de lector atento.

En 1998 Saúl Rosales prologó el opúsculo que le publiqué al autor de Una larga espera. Allá dijo el director de Estepa del Nazas que “Los personajes de Alberto Rodríguez y él mismo poseen la palabra briosa que junto con una actitud enérgica hacen la posibilidad de revolucionar el mundo que les tocó vivir para volverlo más humano”.

      Suscribo esas palabras y recomiendo ampliamente la lectura de este libro. El esfuerzo y los logros de este cuentista lagunero lo merecen.

 

 y Laura Pollastri, Cuadernos de Norte y Sur (nueva serie no. 2), 2002, Torreón, 85 pp.

 

 
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