El Sol es una más entre los 200 000 millones de estrellas de la Vía Láctea, pero para nosotros es diferente porque es la más cercana, ya que sólo se halla a una distancia media de 150 millones de kilómetros de la Tierra. El siguiente sol en cercanía es Alfa Centauri, del que nos hallamos a 4,3 millones de años-luz, o lo que es lo mismo, a casi 41 billones de kilómetros. La proximidad del Sol le convierte en el astro más brillante, con una magnitud visual de –26,8. En cambio, su resplandor sería notablemente menor si se hallase a la misma distancia que Alfa Centauri, y ambas brillarían prácticamente por igual.

Con un diámetro de 1 392 000 Km –recuérdese que el de la Tierra es de 12 756 km en el ecuador-, contiene el 99,8% de toda la masa del Sistema Solar. La temperatura en la esfera visible, denominada fotosfera, es de alrededor de 5000º C, pero en el núcleo alcanza 15 millones de grados. Su edad es de al menos 4 500 a 5 000 millones de años, y atraviesa la etapa intermedia de su vida en la llamada Secuencia Principal (situación estable gracias a las reacciones nucleares que ocurren en el interior de las estrellas y que sirven para transformar hidrógeno en helio. Se espera que el Sol continúe así otros 5 000 millones de años más.

Esta estrella, a la que denominamos Sol, está prácticamente en el centro de un sistema al que pertenecen nueve planetas, más de medio centenar de satélites y multitud de objetos menores, la mayoría comparable a pedruscos, que pululan por diversas zonas entre los astros principales.

Si miramos al sol a simple vista (sea en el crepúsculo o mediante un filtro adecuado) vemos una esfera luminosa, perfectamente definida, y nada más. Sin embargo, un estudio más profundo del Sol revela multitud de fenómenos y de aspectos que lo convierten en un astro merecedor de toda dedicación. No en vano hay en el mundo muchos observatorios altamente cualificados cuya especialidad es el estudio de la heliofísica, rama de la astronomía que trata únicamente del Sol. A nivel de aficionado son también numerosas las personas que siguen esta especialidad o que le dedican su preferencia. El Sol, como todas las estrellas, es un astro en continua actividad. No hay dos días iguales. En consecuencia, su estudio presenta el aliciente de la constante mutabilidad y de las frecuentes sorpresas, cosa que no ocurre con astros estáticos, por ejemplo, la Luna.

Al Sol podemos considerarlo nuestra mayor central atómica. En su centro y en cada segundo, 564 000 000 de toneladas de hidrógeno se fusionan, termonuclearmente, en 560 000 000 de toneladas de helio. Los núcleos de hidrógeno (protones) se convierten en núcleos de helio a razón de cuatro a uno; sin embargo, hay una diferencia de masas que se libera en forma de energía, dado que los cuatro protones son ligeramente más pesados que el núcleo de helio formado. Son esos cuatro millones de toneladas por segundo que resultan sobrantes al transformarse el hidrógeno en helio.

A partir de ahí se produce un transporte de energía del núcleo del Sol a la superficie a través de corrientes convectivas. El resultado de estas corrientes convectivas lo vemos nosotros en la superficie solar en forma de granulación. Toda la fotosfera está surcada de una trama celular parecida a granos de arroz por su geometría. Estas células son la parte superior de cada una de las columnas de corrientes ascendentes –calientes- y descendentes –más frías- del transporte energético convectivo. La amplitud de esta granulación es considerable: cada “grano” mide unos 800 km de diámetro, lo que hace que pueda distinguirse con telescopios de aficionado de mediana potencia si las condiciones atmosféricas son favorables.

La fotosfera equivale, en realidad, al globo luminoso que percibimos visualmente. Pero el Sol no es un cuerpo sólido, sino que sus componentes se hallan en estado gaseoso. Sería, pues, difícil admitir que un globo gaseoso tuviera una superficie tan bien delimitada como la fotosfera, es decir, que no existiera un gradiente en la densidad de los gases. El gradiente existe. En todo caso hemos de atribuir a nuestro órgano de la vista el que no percibamos las radiaciones emitidas por los elementos que se hallan sobre esa “esfera luminosa”.

Concretamente, en torno a la fotosfera hay una “atmósfera” rojiza de 10 000 km de grosor, denominada cromosfera, en la que se proyectan gases a elevada temperatura –espículas- y de la que sobresalen las protuberancias, especie de llamaradas que son lanzadas al espacio a enormes velocidades y que pueden alcanzar varios cientos de miles de kilómetros de altitud.

Tanto la cromosfera como las protuberancias pueden verse a simple vista en los momentos de la totalidad de un eclipse de Sol, o sea cuando la Luna, con un diámetro aparente ligeramente superior al del Sol, se interpone entre este y la Tierra, ocultándolo. Así, teniendo a nuestro satélite a contraluz, la fotosfera ya no deslumbra y permite distinguir los gases, de luminosidad más débil, que tiene a su alrededor.

Por encima de la cromosfera está la corona, una especie de aureola de forma irregular y plateada. Está compuesta por gases a temperatura elevadísima pero de densidad muy baja, de modo que generan poco calor. Sus limites son imprecisos, hasta el punto de que puede considerarse que la Tierra se halla inmersa en sus regiones más externas donde, además de los gases, figuran abundantes partículas de polvo.

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