HEREDITAS MAGAZINE

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PORTADA HEREDITAS Nº 2

 

A�o I, n�m. 2, primavera-verano de 2004.

60 p�g.

Jack London: Escritor y aventurero.

"Ante todo soy un hombre blanco y �nicamente en segundo lugar un socialista".
Con esta expl�cita afirmaci�n Jack London mostraba cual era su pensamiento y su posici�n ante la vida. En este art�culo conoceremos algo m�s sobre uno de los mejores y m�s controvertidos escritores norteamericanos de todos los tiempos.

El medio social.

Nacido en 1876, a Jack London le toc� vivir los tiempos dif�ciles del cierre de la Frontera. La expansi�n territorial pod�a darse por terminada alrededor de 1890. El avance del ferrocarril, que uni� en 1869 el Atl�ntico con el Pac�fico, hab�a contribuido decisivamente a la ca�da de la Frontera salvaje. La conquista del Oeste hab�a concluido. Las tierras sin due�o, de oc�ano a oc�ano, hab�an desaparecido. Las grandes oportunidades parec�an haberse extinguido. Era como si hubiera llegado el ocaso de la aventura, la hora final del h�roe individualista e intr�pido.

Una grave crisis econ�mica vino a subrayar la conclusi�n de este cap�tulo de la historia norteamericana. Veinte a�os atr�s, una vez apagados los ecos de la Guerra Civil (1861-1865), la depresi�n de principios de los setenta hab�a permitido la creaci�n de los imperios econ�micos de los Rockefeller, de los Carnegie, de los Armour, al m�nimo costo posible. Ahora, la bancarrota de 1893-98, bajo la presidencia de Cleveland, comenz� afectando a los ferrocarriles y a los bancos, continu� con la industria, y determin� una ca�da en vertical de los productos del campo. El trigo alcanz� su m�s baja cotizaci�n en el mercado, y lo mismo ocurri� con el algod�n, principal fuente de ingresos de los estados del Sur. Las f�bricas comenzaron a parar, mientras masas de obreros eran arrojadas a la calle sin protecci�n alguna.

Howells, en una de sus s�tiras sociales titulada Un viajero de Altruria (1894), manifestaba que, antes de los grandes cambios que siguieron a la guerra, un hombre que se quedase sin trabajo siempre pod�a encontrar otro, y, si fracasaba en un negocio, pod�a comenzar de nuevo en otra direcci�n. Y, en ambos casos, como �ltimo recurso, a�n le quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el oeste y obtener del Estado tierras para cultivar. Actualmente, en cambio, el campo estaba ya ocupado, las grandes extensiones de tierras estatales hab�an desaparecido entre las manos de los magnates del ferrocarril y de los especuladores, y el mundo de los negocios aparec�a saturado. De ser un combate libre e individualista, la lucha por la vida se hab�a convertido en una confrontaci�n de dos fuerzas disciplinadas y organizadas: la del capital y la del trabajo.

Efectivamente, a partir de 1870, la econom�a norteamericana se hab�a caracterizado por la formaci�n y desarrollo de los trusts comerciales y financieros con el fin de eliminar la competencia y controlar los mercados al m�ximo. En el este y en el oeste medio, la industria y los negocios se hab�an concentrado en tranquilas ciudades mercantiles que, como Chicago, Filadelfia, Boston o St. Louis, se transformaron en populosos emporios industriales y financieros de trenes elevados, f�bricas y oficinas, y con una abigarrada poblaci�n inmigrante venida de todos los puntos de Europa.

Nombres �hoy mundialmente famosos merced a la hegemon�a econ�mica y pol�tica norteamericana� surgen por entonces, creando el mito de los muchachos pobres y emprendedores que se hacen millonarios. Pullman en la industria ferroviaria, Westinghouse en el sector el�ctrico, McCormick en la maquinaria agr�cola, Rockefeller con la Standard Oil, Carnegie con la Steel Corporation, Morgan en la metalurgia y Armour & Swift con las conservas c�rnicas, entre otros, acumulan sus fabulosas fortunas sin reparar demasiado en la elecci�n de medios. Son los "capitanes de industria", un tipo peculiarmente americano cuyo retrato imperecedero nos lo dejar�a Dreiser en su Trilog�a del deseo (1912-47). S�mbolo del empresario imaginativo, audaz y sin escr�pulos, para �l el negocio originaba su propia ley. Ni sent�a responsabilidad social alguna ni reconoc�a ninguna obligaci�n inherente a la posesi�n de un tremendo poder econ�mico; aunque �preciso es confesarlo� su moral no era otra que la de la sociedad en que viv�a. Las reglas de la libre competencia, una de las supuestas grandes ventajas del sistema capitalista, eran dejadas de lado cuando no resultaban convenientes. Una riqueza exorbitante se estaba concentrando en unas pocas manos. La plutocracia se hac�a construir sus anacr�nicos palacios de imitaci�n europea; y los constru�an bien s�lidos, como para indicar que estaban ah� para quedarse. La ambici�n, la codicia y tambi�n la ignorancia y el mal gusto del millonario americano pod�an alcanzar l�mites tales que los propios capitalistas europeos, en modo algunos ejemplares, se quedaban admirados.

A la justificaci�n calvinista de la riqueza como signo externo de elecci�n divina, vino a a�adirse el darwinismo social de Herbert Spencer (1820-1903), cuyas teor�as ejercieron una enorme influencia en Norteam�rica. La lucha por la existencia, ven�a a decir el fil�sofo ingl�s, no s�lo era natural sino saludable, y cualquier acci�n social o legislativa que la limitase ser�a antinatural y nefasta. As�, la ley de la supervivencia del m�s fuerte, vigente en la naturaleza, era igualmente v�lida en la sociedad humana. El rico obten�a su fortuna, porque pose�a la capacidad requerida para el �xito en la pugna por la riqueza; el pobre era presentado como una v�ctima de su propia falta de capacidad y de adaptaci�n. Estas ideas sobre competici�n y selecci�n eran ense�adas en las universidades, explicadas en los peri�dicos por escritores respetables y aceptadas por los miembros responsables de la sociedad. El spencerianismo o darwinismo social ven�a a ser, efectivamente, la raz�n de ser de la �poca y el evangelio del businessman [hombre de negocios].

Por otro lado, los intentos populares de frenar los excesos de los monopolios por medio de una legislaci�n adecuada, eran derrotados o distorsionados mediante la corrupci�n y el soborno. Leyes y pol�ticos no eran sino instrumentos del gran capital. Los pol�ticos, tanto dem�cratas como republicanos, reconoc�an en el Big Business [Grandes negocios] la mejor fuente de financiaci�n del partido. Servirle, por tanto, era �til y provechoso. Se trataba del laissez faire perfecto.

La industrializaci�n se llevaba a cabo al menor coste posible: salarios bajos, largas jornadas y p�simas condiciones de trabajo. Los despedidos, accidentados o no, quedaban normalmente en la indigencia, sin derecho a compensaci�n alguna, pasando a formar parte del ej�rcito reservista de desempleados, el "submerged tenth" [diezmo oculto] descrito por London en su Guerra de clases. Es m�s: una inmigraci�n de origen irland�s y centro-europeo, atra�da frecuentemente con se�uelos de fabulosas remuneraciones, vendr�a a empeorar las duras condiciones en que se encontraba ya el trabajador, al constituir una mano de obra barata, poco exigente e ignorante.

En estas circunstancias, se inicia en Estados Unidos la aparici�n de los movimientos obreros, influenciados por las ideas sindicalistas alemanas y brit�nicas. Entre 1876 y 1905, con mayor o menor fuerza militante, surgen las tres asociaciones sindicales m�s importantes. De ellas, s�lo una, la American Federation of Labor, la m�s temperada en sus reivindicaciones, ser�a capaz de sobrevivir a la represi�n que precedi� y acompa�� a la entrada de Norteam�rica en la Primera Guerra Mundial.

Los medios de comunicaci�n de masas no tardaron en incorporarse al mundo de los grandes negocios. Amplias cadenas de peri�dicos bajo el control de hombres como Scripps y Hearst, fundadores del periodismo a gran escala, se convirtieron en portavoces de los intereses de las poderosas corporaciones de Nueva York y Chicago. Algo semejante ocurri� con la educaci�n, puesta al servicio del orden existente, y donde cualquier elemento que favoreciera la difusi�n de ideas socialistas, progresistas, o meramente cr�ticas del sistema, era expulsado de su seno sin contemplaciones. Y la religi�n institucional, tercer gran pilar del orden establecido, no s�lo apoyaba al capitalismo, sino tambi�n, como en el caso de la anexi�n de Filipinas, estimulaba el imperialismo con el pretexto de la cristianizaci�n de los pueblos.

La depresi�n econ�mica, entre 1893 y 1898, fue una prueba dif�cil para las clases trabajadoras y para el campo empobrecido. Un cuarto de la poblaci�n obrera no especializada se qued� sin empleo. En 1894, la huelga en las factor�as Pullman es reprimida con tropas federales, mientras dos columnas de desempleados, capitaneadas por Coxey desde el oeste medio y por Kelly desde California, marchan �Jack London entre ellos� sobre Washington en petici�n de trabajo. El vagabundo, a menudo un ex-obrero sin empleo, se convierte en una figura familiar del paisaje estadounidense. Si en Los vagabundos del ferrocarril London nos presenta unos bocetos de primera mano sobre las calamidades de este vagabundo, Crane y Dreiser, en las grandes ciudades del este, describen las colas de mendigos ante los refugios de caridad en busca de una sopa y un camastro en que dormir. En el mundo de la pol�tica, empapado de intereses econ�micos, algunos comienzan a echar de menos un mercado exterior de tipo colonial por donde pueda darse salida al excedente de producci�n y poner con ello fin a la crisis. En 1895, Theodore Roosevelt �futuro presidente de la naci�n e inventor de la pol�tica del palo grueso� hab�a declarado: "Este pa�s necesita una guerra..., ocupar nuevos mercados y... nuevos territorios". La oportunidad se presentar�a tres a�os m�s tarde en el conflicto con Espa�a a prop�sito de Cuba. Como resultado de esta "espl�ndida peque�a guerra" �un paseo militar de apenas diez semanas para la que era ya la primera potencia econ�mica del mundo�, Estados Unidos entraba en la carrera de las grandes naciones imperialistas.

Dentro del pa�s, las fuerzas progresistas, compuestas en su mayor�a por una clase media urbana, conservadora en lo esencial, intentaban obtener del Congreso unas reformas de car�cter econ�mico y humanitario que pusieran coto a los excesos de un capitalismo brutal e insolidario. En modo alguno se opon�an a la libre competencia propia del sistema. Rechazaban, claro est�, la existencia de los grandes trusts y los sangrantes abusos en las condiciones de trabajo y despidos. Pero a�n m�s tem�an a las agrupaciones laborales y al socialismo. Sus victorias en materia legislativa contra el Big Business fueron escasas e incompletas. Ello determin� una escisi�n en el movimiento. Unos se dirigieron a la derecha, prefiriendo el gobierno de los monopolios al del odiado socialismo; otros, en cambio, fueron m�s all� del progresismo, convirti�ndose en socialistas. Una depresi�n econ�mica posterior, la de 1913-15, priv� sin embargo a esta organizaci�n de sus fondos y de su atractivo. La Primera Guerra Mundial y la intervenci�n norteamericana en ella, en 1916, contribuy� decisivamente a la supresi�n del movimiento hacia la izquierda. Como en 1898, una guerra exterior servir�a para hacer olvidar el descontento dom�stico. Con el pretexto de la seguridad interna y de la lucha contra la subversi�n, todo ello tras la pantalla de humo de la propaganda b�lica, un millar y medio de personas fueron privadas de la libertad. Entre ellas, el l�der socialista Eugene Debs, el cual hab�a obtenido un mill�n de votos como candidato a la presidencia en 1912.

El escritor.

A menudo da la impresi�n de que la biograf�a de Jack London (1876-1916) es la sombra principal que oscurece su misma obra. Con raz�n, en un doble sentido, ha afirmado Kazin que "la novela m�s grande que escribi� fue la historia de su propia vida". El nombre de Jack London es una evocaci�n de la aventura; una aventura que le acompa�ar�a a lo largo de su existencia, constituyendo el material esencial de su narrativa.

Y es que en los a�os centrales de su producci�n literaria, como un anticipo del Hemingway de los a�os 50, London se convirti� en el primer mito del novelista norteamericano de �xito, tanto en Am�rica como en Europa. Sus bi�grafos recuerdan c�mo los peri�dicos europeos del 24 de noviembre de 1916 dedicaron m�s espacio a la noticia de su muerte que a la del emperador Francisco Jos� de Austria, fallecido el d�a anterior. Si en 1913 London pod�a jactarse de ser el escritor m�s famoso y mejor pagado, podr�a a�adirse que, entre 1903 y 1920, fue asimismo el autor americano m�s le�do fuera de Estados Unidos.

Incluso para un pa�s como Norteam�rica, acostumbrado a que sus literatos sean frecuentemente hombres de acci�n, la vida de Jack London posee caracter�sticas que participan de lo extraordinario. Nacido en San Francisco, hijo ileg�timo de un pintoresco astr�logo itinerante que nunca le reconocer�a como suyo, su apellido lo recibi� del hombre que se cas� con su madre y le adopt� como hijo. Durante su infancia, despu�s de algunos fracasos como granjeros, los London se asentaron por fin en Oakland, al otro lado de la bah�a de San Francisco. La precaria situaci�n familiar, con el viejo padrastro saltando de oficio en oficio y una madre neur�tica aficionada al espiritismo, oblig� a Jack, ya desde ni�o, a alternar la escuela con el reparto de peri�dicos en busca de algunos centavos extra que aportar a la casa. Pero pronto sus primeros alardes de hombr�a le llevar�an a continuar su educaci�n entre los golfos del puerto. Es aqu�, en los muelles de Oakland, donde a los catorce a�os se inicia su atracci�n por el mar, su afici�n a la bebida y sus contactos con la delincuencia. De ladr�n de ostras pasar�, no obstante, a colaborar con la patrulla encargada de proteger los viveros que �l antes hab�a saqueado. Un esquife, adquirido con las ganancias obtenidas, le servir� para hacerle sentir el placer de la navegaci�n, recorriendo la amplia bah�a. Luego, a los diecisiete a�os, se enrola de marinero en un buque dedicado a la caza de focas junto a la costa de Jap�n y en el Mar de Bering. Corren los tiempos dif�ciles de la depresi�n y las ocupaciones son escasas y mal pagadas. A su regreso, tras los duros trabajos en la f�brica de yute y paleando carb�n trece horas diarias en una central el�ctrica, London se une al ej�rcito de desempleados que marcha desde California sobre Washington en petici�n de empleo. Esta experiencia, que concluir�a para �l en la prisi�n de Niagara Falls cumpliendo una condena de un mes por vagabundeo, marcar�a uno de los hitos de su vida. Por un lado, contribuir�a a hacer de �l un experto conocedor del mundo al margen de la ley, conocimientos de los que �como se puede apreciar por su libro Los vagabundos del ferrocarril� se mostrar�a siempre orgulloso; por otro, estas correr�as sirvieron para iniciar en �l un proceso de concienciaci�n social. London toma una decisi�n: enrolarse en el incipiente partido socialista de Oakland, y se jura al mismo tiempo que tratar� de evitar por todos los medios convertirse en un trabajador manual. Como consecuencia de esta promesa, decide intentar el ingreso en la universidad, meta que conseguir� tras casi dos a�os de intensa preparaci�n y sacrificios. Al cabo del primer semestre, no obstante, presionado por necesidades econ�micas y familiares, y desilusionado por la educaci�n recibida, dejar� sus estudios.

En agosto de 1897, a los pocos meses de las primeras noticias del descubrimiento de oro en el Klondike, London se embarca para Alaska. Es la oportunidad esperada; pero la suerte no le acompa�ar�. A la llegada del invierno, �l y sus dos compa�eros acampar�n en una caba�a abandonada junto a la desembocadura del r�o Stewart, a casi ochenta millas de Dawson por el curso helado del Yuk�n. Los largos meses invernales los repartir� entre la solitaria caba�a y el poblado de Dawson, y sus prospecciones mineras ser�an escasas e in�tiles. El retorno lo efectuar� en una balsa durante el deshielo primaveral, en un intr�pido viaje de dos mil millas r�o abajo; forzado por el escorbuto, fracasado, y sin haber conseguido ver en sus manos el preciado metal. Pero es a partir de este momento cuando London decidir� definitivamente dedicarse a escribir.

Aunque pueda parecer sorprendente a primera vista lo inesperado de esta s�bita vocaci�n, para comprenderla habr�a que seguir, a trav�s de los testimonios autobiogr�ficos legados por el autor, la andadura que le condujo por el camino de la literatura. Desde lo que signific� para �l el maravilloso descubrimiento infantil de Los cuentos de la Alhambra en la soledad de la granja familiar, hasta la voraz lectura de cientos de novelas de la biblioteca p�blica de Oakland. M�s tarde vendr�an las largas jornadas dedicadas a su formaci�n intelectual y a la adquisici�n de un estilo, alternando Marx con Kipling, Spencer con Stevenson, Malthus con Poe o con H. G. Wells. Y ya descubierta la senda del �xito, la revelaci�n de la filosof�a de Nietzsche, la tercera gran influencia en su vida.

London hab�a emprendido su pr�ctica de escritor a los diecisiete a�os, con su temprano y aislado acierto en un concurso period�stico, al conseguir el primer premio con la descripci�n de un tif�n, una experiencia vivida durante su labor de marinero en el Sophie Sutherland. A�os despu�s, a su regreso de Alaska, comenzar�an los d�as agotadores y las noches en blanco, sentado ante la m�quina de escr�bir alquilada, pugnando por convertirse en un escritor. En Martin Eden (1909), su bildunsroman autobiogr�fico escrito ya en la cumbre de su carrera, nos ha dejado London un cuadro v�vido de la dura brega y de las miserias que acompa�aron su iniciaci�n literaria: los repetidos intentos de publicar sus relatos, los rechazos sistem�ticos, la intensa penuria, las horas tesoneras de trabajo y estudio, la obstinaci�n, los desalientos, los primeros triunfos... Y al fin, tras el enorme �xito de La llamada de la selva (1903) y de El lobo de mar (1904), su conversi�n en uno de los autores m�s afamados y vendidos de Estados Unidos.

Seguramente el aspecto m�s controvertido de Jack London sea su ideolog�a pol�tica y social. Una ideolog�a contradictoria y a menudo antit�tica, que har�a que, parad�jicamente, sus libros fueran tan apreciados en la Rusia sovi�tica como �con algunas excepciones� en la Alemania nazi.

London pretendi� ser algo m�s que un escritor para adolescentes. Para �l era evidente que la actitud filos�fica, la capacidad de comentar y generalizar sobre sus personajes en relaci�n con la vida y con la sociedad, era una condici�n imprescindible para un autor que pretendiera ser tomado en serio. Por ello, tras asimilar las t�cnicas narrativas, trat� de adquirir una filosof�a que diera consistencia a su obra. Las lecturas de Darwin, Ernst Haeckel, Huxley y, sobre todo, del fil�sofo victoriano Herbert Spencer, con su aplicaci�n de los esquemas evolucionistas a la estructura social, le proporcionaron la base de su pensamiento. El principio de la lucha por la vida, de la supervivencia de los m�s fuertes y mejor dotados, del que el sistema de Spencer hab�a hecho un dogma socio-econ�mico y moral, se convirti� en la piedra angular de la ideolog�a de London. A �sta vendr�a a incorporarse, con el descubrimiento de Nietzsche, sus doctrinas del superhombre y de la glorificaci�n del esfuerzo y la voluntad.

Los presupuestos evolucionistas, prolongados por los seguidores de Spencer, inclu�an teor�as que iban desde la naturaleza animal del hombre hasta la consideraci�n de la sociedad como una jungla de implacables intereses conflictivos. Fruto de esta lucha por la vida y de la consecuente eliminaci�n natural de los d�biles e inadaptados, se alcanzar�a una sociedad m�s perfecta y feliz. Pero, en esta jungla social darwinista, London introducir� su superman, de inspiraci�n nietzscheana, que representa la obra maestra de la labor selectiva de la naturaleza y constituye al mismo tiempo un aut�ntico h�roe f�sica y moralmente superior.

Como en Martin Eden, su alter ego, el intento de escapar de una posici�n de clase inferior en un clima de fuerte competici�n capitalista, llev� a London a aceptar como una revelaci�n tanto el darwinismo social, tan en consonancia con su propio entorno, como la ideolog�a de Nietzsche, con la que su temperamento de luchador individualista se sent�a plenamente identificado. Evidentemente, su propia experiencia vital ejemplarizaba ambas ideolog�as a la perfecci�n. Las penurias econ�micas de un hogar de clase media constantemente rozando el proletariado, el duro trabajo ante la m�quina durante su adolescencia, sus contactos con los desheredados de la sociedad industrial, y, finalmente, su triunfo como escritor gracias a su inmenso tes�n, constitu�an la m�s perfecta corroboraci�n pr�ctica de las teor�as de Spencer y de Nietzsche. La escuela de la vida de Jack London era rica en datos emp�ricos con los que contrastar y armonizar las ideas que iba adquiriendo en el proceso de su autoeducaci�n intelectual.

M�s dif�cil de armonizar con su temperamento y experiencia, pero mucho m�s atractivo, m�s rom�ntico y m�s sensacional, era el otro ingrediente esencial �el primero, en orden cronol�gico� de la filosof�a londoniana: su socialismo. El darwinismo social, a pesar de adecuarse con su temperamento y experiencia, ten�a el inconveniente de ser una ideolog�a conservadora aceptada y aclamada en Norteam�rica desde la Guerra Civil. M�s a�n, era el credo del Establishment, la filosof�a de las clases a las que �l deseaba acceder pero a las que, en el fondo, despreciaba. Por el contrario, el socialismo, del que London oy� por primera vez entre los vagabundos y conoci� despu�s por la lectura del Manifiesto comunista y partes de El Capital, perseguido y denigrado por las clases dirigentes, constitu�a algo espectacularmente subversivo e iconoclasta para el joven rebelde en busca de una educaci�n. Derribar violentamente el formidable edificio del Capital, sobre todo en el papel de l�der, era para London la principal atracci�n de la ideolog�a marxista.

Libros suyos como El pueblo del abismo (1903), Guerra de clases (1905) o Revoluci�n y otros ensayos (1910), nos muestran al London preocupado por las cuestiones sociales, en un an�lisis marxista rom�ntico del conflicto de clases y de la ineficacia capitalista. Pero en esta l�nea ideol�gica, su cima la alcanzar� con esa extra�a f�bula de anticipaci�n pol�tica, El tal�n de hierro (1908), donde, a partir de los conflictos sociales americanos y de la fracasada revoluci�n rusa de 1905, London, con una gran imaginaci�n, intuir�a prof�ticamente ciertos aspectos de lo que hab�an de ser los fascismos europeos de casi veinte a�os despu�s.

Que su pensamiento socialista era sumamente ambiguo y contradictorio, es algo en lo que sus cr�ticos y bi�grafos coinciden de manera casi un�nime. Tanto sus incendiarios ensayos y conferencias p�blicas sobre pol�tica, como la famosa frase de despedida con que conclu�a sus cartas a miembros y simpatizantes del partido, "Tuyo para la Revoluci�n, Jack London", obedecen m�s a su gusto por las actitudes exhibicionistas y arrogantes que a convicciones realmente sentidas. De ah� que Kevin Starr manifestara que "el socialismo de London siempre llev� dentro una vena de elitismo y mucho de pose. Le gustaba representar el papel de intelectual de la clase trabajadora, cuando conven�a a sus propios intereses".

En cualquier caso, su visi�n de la lucha revolucionaria era en mayor medida una empresa aventurera que un deseo convencido de sustituir una sociedad competitiva por una sociedad socialista. El �nfasis, como vemos en El tal�n de hierro, est� en la acci�n conflictiva, en la pugna por el triunfo; no en la puesta en pr�ctica de la sociedad sin clases, en cuyo seno tanto sus h�roes como �l mismo perder�an su raz�n de ser.

Un aspecto m�s de las flagrantes contradicciones dentro de su socialismo �aunque en consonancia con su darwinismo� era su obsesivo anglosajonismo. Para London, curiosamente, el socialismo no era un sistema para todos los hombres sino tan s�lo para unas razas elegidas. Su frase, "Ante todo soy un hombre blanco y �nicamente en segundo lugar un socialista", resume perfectamente su peculiar socialismo elitista. Entusiasta defensor de la preeminencia anglosajona, siempre consider� a negros, orientales, indios, mestizos �e, incluso, en ocasiones, a los latinos�, como razas inferiores en todos los aspectos. As�, cuando en 1904 cubre el puesto de corresponsal en la guerra ruso-japonesa para la compa��a Hearst, en lugar de tener en cuenta la brutal represi�n zarista en los conflictos obreros y mirar con simpat�a su derrota, se detendr� a examinar, entre perplejo y alarmado, la capacidad superior y las victorias de una raza amarilla sobre un representante de la raza blanca.

Del mismo modo, diez a�os despu�s, en el verano de 1914, confrontado esta vez con la Revoluci�n Mejicana, veremos c�mo sus prejuicios racistas le impiden comprender la causa de los revolucionarios, ensalzando en cambio, en los art�culos para el Collier's, la marcialidad y eficiencia de las tropas de intervenci�n yanquis en defensa de los intereses petrol�feros americanos.

�Era London consciente del laberinto de contradicciones e incongruencias? Obviamente, sus conflictos ideol�gicos surgieron de la confluencia de su experiencia existencial con la apresurada formaci�n autodid�ctica, al pasar ambas por el filtro de un ambicioso temperamento individualista. El resultado, como se�ala Lloyd Morris, ser�a "una profunda fisura en su naturaleza moral... que determin� una alarmante inconsistencia en su vida y en su obra". En este sentido, su �ltimo bi�grafo, el brit�nico Andrew Sinclair, ha ahondado en ese sentimiento de degradaci�n que se apoder� del escritor en la �ltima etapa de su existencia.

Tras el avispero de pesadillas que signific� la construcci�n del Snark y su fracasado intento de vuelta al mundo, con su secuela de enfermedades tropicales agravadas por el alcohol, la defectuosa arquitectura del yol y las desavenencias con la tripulaci�n, un giro nefasto parece iniciarse en la vida del escritor. La aventura no s�lo result� un desastre, sino, m�s importante, sirvi� para que London, modelo de sus f�rreos h�roes, descubriera sus propias debilidades. El avanzado alcoholismo, con su corolario de problemas renales y hep�ticos, estaba provocando la desintegraci�n f�sica y mental de un cuerpo del que a�os atr�s se hab�a sentido tan orgulloso. Su descuidada labor literaria, degradada por la constante necesidad de dinero, empezaba a ser ignorada por los cr�ticos. Todo ello, unido a la mala conciencia en que se debat�a por el abandono de sus ideales sociales, estaba minando aquella personalidad segura de s� misma, tesonera, rom�ntica y, quiz�s, algo ingenua.

Sus protagonistas, llenos de orgullosa vitalidad, comienzan a vacilar respecto a la superioridad de la raza anglosajona. Tal vez, despu�s de todo, est�n condenados a desaparecer ante la mayor resistencia de las razas del sol. Tal es la pregunta que se hace el personaje central de El mot�n del "Elsinore" (1914). Jack London, en la cumbre de una fama oscilante, se pone a dudar de la validez de su triunfo. En vano tratar� de camuflar sus problemas existenciales y su declive art�stico con su prurito agron�mico y su insaciable ansia de m�s y m�s tierras con que ensanchar su rancho. Las obsesiones suicidas reaparecen. La visi�n del Colt 44 colgado de la pared de su estudio le tienta. Y el escritor �de nuevo la paradoja de la realidad imitando al arte� parece seguir los pasos de su h�roe Martin Eden. �Por qu�?, �para qu�?, parece preguntarse. La morfina y la hero�na han empezado a reemplazar el alcohol y los analg�sicos. En una ocasi�n confiesa a su hermana su miedo a estar volvi�ndose loco. Finalmente, una noche, cerca ya de la madrugada, London se administra una sobredosis de sulfato de morfina y de sulfato de atropina, drogas que utiliza para combatir sus dolores renales y su insomnio. Quiz� se trat� tan s�lo de un acto semiconsciente, provocado por el ramalazo de dolor insoportable, la oscura ca�da en la tentaci�n. Pero �no hab�a �l defendido siempre el derecho inalienable del hombre a anticipar su muerte? De cualquier modo, como hab�a ocurrido a menudo en su ficci�n, una broma del destino vendr�a a dar un giro inesperado a su decisi�n postrera. Y, as�, lo que seguramente hab�a sido calculado como una combinaci�n fulminante para una muerte indolora y r�pida, resultar�an ser dos narc�ticos antit�ticos que prolongar�an su agon�a m�s de doce horas. Todos los intentos de salvar su vida fueron in�tiles. London hab�a dicho: "Preferir�a ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente".

Los relatos de Alaska

Cuando, a principios del verano de 1898, Jack London regresaba del territorio del Yuk�n, lo hac�a enfermo de escorbuto y con las manos vac�as. Sin embargo, parad�jicamente, hab�a encontrado la veta de oro que habr�a de hacerle rico y famoso. La fiebre del oro del Klondike con su caterva de aventureros en busca de fortuna, junto a las an�cdotas o�das �o, posteriormente, le�das� constituir�an un material precioso que el incipiente escritor metamorfosear�a una y otra vez en cientos de p�ginas de aventuras.

London fue el primero en descubrir las posibilidades literarias de la frontera de Alaska. En una �poca en la que el Oeste salvaje de Estados Unidos hab�a desaparecido bajo las ruedas del ferrocarril y entre los engranajes de la industrializaci�n, �l acert� a encontrar el marco de una nueva frontera, el Gran Norte, donde a�n era posible vivir heroicamente. Esta es, pues, la escena. Se trata concretamente de la cuenca del r�o Yuk�n, uno de cuyos afluentes ya dentro de territorio canadiense, el Klondike, fue entre 1897 y 1898 el centro de la �ltima fiebre del oro conocida. En este medio geogr�fico, entre los paralelos 60 y 68 de latitud norte, las condiciones de vida son terriblemente duras. El silencio es impresionante, las temperaturas glaciales y la soledad inmensa. Y es aqu�, libre del complejo entramado social y bajo un cielo de metal, donde le es todav�a factible al h�roe londoniano vivir la aventura desusada.

Calder-Marshall ha llamado a London "el Homero de la fiebre del oro" por su visi�n �pica de las peripecias alaske�as. En uno de sus cuentos, un viejo minero chiflado canta esta absurda canci�n:

Como Argos en los tiempos antiguos,

dejamos esta moderna Grecia,

pomporrompomp�n, pomporrompomp�n.

para esquilar el vellocino de oro.

Los nuevos Jasones y Ulises, los Aquiles y los Agamen�n, encuentran en el territorio del Yuk�n los vellocinos de oro, los despojos troyanos y el Mediterr�neo del hielo. Lejos de la monoton�a de la existencia cotidiana, estos h�roes modernos sustituyen el tedio urbano civilizado por el lugar salvaje al aire libre. Pero no se trata de una naturaleza benigna o amable. Estamos, por el contrario, ante un entorno adverso, regido por leyes implacables, activas unas veces, soberanamente pasivas e indiferentes otras, que trata de destruir a todo ser viviente o asiste impasible a la suerte fatal de los desvalidos mortales en peligro. As�, Mason, con el hombro destrozado por el pino ca�do, ha sido elegido y condenado al azar por el "silencio blanco"; y el caminante solitario de La hoguera, traicionado primero por el manantial escondido, acabar� siendo derrotado, a pesar de su obstinada resistencia, por la despiadada temperatura �rtica.

Toda armon�a preestablecida entre la naturaleza y el hombre ha desaparecido. De ser una entidad acogedora y amiga, el entorno natural se ha convertido en un monstruo ferozmente hostil. Cuthfert y Weatherbee, en "En un pa�s lejano", acosados por el largo y negro invierno, ir�n despoj�ndose de todo vestigio de humanidad para terminar v�ctimas de la locura. La angustiosa lucha por la supervivencia en el mismo inh�spito paisaje reviste caracteres de pesadilla en Amor a la vida, un relato que �dig�moslo como an�cdota curiosa� servir�a para entretener las �ltimas horas de Lenin en su lecho de muerte.

Es esta naturaleza adversa la que constituye el terreno de pruebas ideal para el temple de los h�roes y para la aventura violenta. M�s a�n, ella viene a ser el aut�ntico antagonista. A veces, no obstante, toda lucha es in�til. En Ley de vida, el viejo Koskoosh, ciego e inservible, siguiendo el c�digo inexorable dictado por el inh�spito entorno, es abandonado al verdugo en forma de fr�o y lobos. Es preciso eliminar al individuo para que contin�e la especie.

Otro aspecto importante que destacar en estas narraciones es el de la reversi�n at�vica. En las tierras del Norte, ante el conflicto brutal por la supervivencia, el hombre descubre sus rasgos animales latentes, su herencia ancestral primitiva. As�, los dos protagonistas de En un pa�s lejano, bajo la influencia del "miedo del polo", se convierten en bestias rabiosas. Amor a la vida y Diablo muestran c�mo lobo y hombre, hombre y lobo, pierden sus perfiles distintivos en su pugna por sobrevivir. Pero si en el primero vemos aparecer sorprendentes afinidades entre el extenuado viajero y el lobo enfermo, en el segundo, motivado por un extra�o y feroz odio rec�proco, asistimos a un parad�jico intercambio de papeles entre amo y can. Mientras en Diablo, un interesante anticipo del Buck de La llamada de la selva, se nos descubre el misterioso grado de inteligencia que puede alcanzar un perro, en Amor a la vida, por medio de los tres personajes, London reitera la idea de que ning�n sentimiento es capaz de superar el instinto de conservaci�n animal. Es este instinto el que empuja a Bill a abandonar a su compa�ero en apuros y el que lleva al hombre abandonado a enfrentarse al lobo con sus mismos medios.

Contemplando el universo a trav�s de estos presupuestos, la aventura y el h�roe excepcionales adquieren unos tonos sombr�os que los alejan definitivamente de la historia infantil ingenua y optimista. Algunos cr�ticos, entre los que se cuenta Vykov (seguramente el m�s eminente londonista de la Uni�n Sovi�tica), pretenden ver en este protagonista el prototipo del h�roe rom�ntico optimista en pugna con el medio natural o �en otra parte de su ficci�n� social. Para m�, por el contrario, estamos ante alguien netamente pesimista. Todo su romanticismo estriba en la lucha, no en la victoria o meta. London, en su fuero interno, nunca consider� posible, ni deseable, meta alguna, a no ser que se tratase de su propio triunfo personal -y eso antes de que �ste se transformara en cenizas-. En su af�n de lucro, el h�roe londoniano tiene que aceptar el desaf�o de un universo hostil y, como el ser vivo de la biolog�a darwinista, debe adaptarse al medio o perecer. No hay otra salida.

"Cuando un hombre viaja a un pa�s lejano [nos dice London al principio de En un pa�s lejano], debe prepararse para olvidar muchas de las cosas que ha aprendido... Debe abandonar..., y, a menudo, debe invertir los mismos c�digos por los que se ha afirmado su conducta... Para el hombre que no sabe adaptarse al nuevo surco ser�a mejor volver a su pa�s, pues, si lo retrasa demasiado, es seguro que muera."

Malemute Kid, protagonista de una serie de cuentos alaske�os aparte de El silencio blanco, es el prototipo del h�roe tranquilo y eficiente de la narrativa londoniana. Capaz de reprimir sus impulsos y sentimientos y dotado de una f�rrea disciplina, sabe adaptarse a las condiciones m�s adversas. Lo mismo ocurre con el personaje de El fil�n de oro, apto para afrontar una situaci�n al l�mite de sus nervios. Por su parte, Subienkov, en El Burlado, perdida toda esperanza de salvar la vida, conservar� su sangre fr�a para procurarse un final r�pido con el ingenioso enga�o al jefe indio.

Si lo inesperado, que sirve de t�tulo a uno de los cuentos, es frecuentemente un elemento com�n en la trama de estas aventuras, la broma, la burla o la jugada del destino son, por otro lado, motivos determinantes en varios de ellos. Es un humor peculiar el que se refleja en estas historias, un humor que recuerda en cierto modo el de las f�bulas morales cl�sicas. As�, en Demasiado Oro resucita London el viejo tema del estafador estafado. El hombre de la cicatriz ejemplifica con humor y suspense el castigo de la avaricia. El ardid del cosaco de El Burlado viene a ser una r�plica macabra de la astucia del zorro. En cuanto a Las mil docenas, nos devuelve al mito folkl�rico con una cruel y dram�tica versi�n del cuento de la lechera. En �ste -habr�a que a�adir- la lucha por la vida ha sido sustituida por la realizaci�n de una idea obsesiva. Rasmunsen, el protagonista, con una obstinaci�n an�loga a la del personaje de Amor a la vida, sufrir� las m�s duras penalidades para llevar a cabo su lucrativa especulaci�n.

Digamos por �ltimo que El fil�n de oro, sin estar ambientado en Alaska, tiene en com�n con otras historias del volumen el motivo del oro. Por otro lado, nos presenta una situaci�n l�mite similar �aunque m�s intensa, en mi opini�n� a la de Lo inesperado.

Aparte de un pu�ado de sus novelas, se puede afirmar taxativamente que lo mejor de la obra londoniana lo constituye su narrativa breve. Es cierto que comenz� imitando el m�todo del brit�nico Kipling, al que London, en su per�odo de aprendizaje, hab�a tomado como maestro. No obstante, en cuanto descubri� su estilo propio, abandon� el del autor de Cuentos de las colinas.

Corr�an tiempos propicios para este tipo de ficci�n, con un creciente �xito entre las revistas de gran tirada. Hab�a llegado la �poca del cuento nuevo, vigoroso, simple y pintoresco, centrado en una an�cdota �nica y lleno de acci�n. A menudo, se trataba incluso del cultivo de especialistas dedicados casi exclusivamente a esta tarea. Primero Bret Harte, con sus bocetos coloristas sobre la vida en el lejano Oeste, luego Kipling, que hab�a aprendido mucho del escritor afincado en California, y por fin, London, fueron los hitos entre toda una floresta de autores que crearon en el lector el gusto por este producto.

Es evidente que Jack London gusta de los episodios dram�ticos, de las escenas cuidadosamente preparadas y resueltas con la m�xima tensi�n. Pero si sus historias cautivan al lector, si le obligan a leerlas con el alma suspendida de un hilo, no es s�lo porque describan episodios �nicos, momentos no corrientes, aventuras ins�litas, sino a causa de la peculiar manera en que est�n contadas. Su estilo, frecuentemente po�tico en la descripci�n paisaj�stica, se hace, llegado el momento, directo, en�rgico y efectivo. London sabe c�mo alcanzar el punto clim�tico adecuado, llevarlo a una situaci�n l�mite y conservar el suspense, dosific�ndolo hasta el instante final. Salvo en alg�n caso aislado, su prosa se halla despojada de digresiones in�tiles o de cualquier ret�rica enfadosa. Acci�n y peligro son rasgos caracter�sticos de estos relatos. Y en los momentos cr�ticos, su autor tiene la facultad de hacemos o�r, ver y sentir lo que el personaje oye, ve y siente, con una nitidez admirable. As�, hay instantes que van acompa�ados de memorables rasgos visuales. �Qui�n que haya le�do La hoguera habr� podido olvidar el escupitajo del caminante que estalla en el aire en part�culas de hielo debido al intens�simo fr�o polar?

Podr�a hablarse de realismo si no fuera porque la idea est� asociada con lo estad�sticamente probable, mientras que las aventuras londonianas se basan en lo ins�lito. London manifest� una vez que su m�todo consist�a en "descubrir la aut�ntica maravilla de las cosas". No obstante, como buen poeta de lo maravilloso, sabe c�mo hacer suspender la incredulidad del lector. �Qu� duda cabe que sus situaciones son hiperb�licas, sus h�roes a veces excesivamente eficientes, y sus peripecias, en fin, demasiado alejadas de nuestra experiencia cotidiana! �Pero no es esto lo que nos atrae en London, esta especie de equilibrio entre la aventura rom�ntica y el sutil tratamiento realista de la acci�n?

Tal vez se trataba de una de sus boutades cuando afirmaba que �l hab�a aprendido a contar cuentos en sus tiempos de vagabundo por Estados Unidos, cuando se ten�a que granjear la voluntad de la mujer que le abr�a la puerta para que le diera algo de comer. Una historia que sonase falsa, un error en la manera de contarla, y pod�a encontrarse con un portazo en las narices, un agresivo perro azuzado contra �l y nada con que aplacar su hambre. Quiz� sea acertada la idea de que London cuenta sus an�cdotas como un vagabundo. Pasada la impresi�n del relato, el lector descubre la falla esencial del mismo. Si es realismo, es un realismo puramente imaginativo, intensificado hasta desconectarlo de la aut�ntica realidad. La intriga est� demasiado bien estructurada, demasiado bien dosificada, demasiado n�tidamente resuelta para ser verdad. Su simetr�a no se corresponde con el caos natural de las cosas.

Y sin embargo, �ste es parad�jicamente su acierto. Es su distribuci�n del tempo dram�tico lo que nos mantiene en vilo en todo momento. Su prosa directa, sobria y ordenada est� en perfecta consonancia con la pintura de violencia y la acci�n f�sica dentro de la narraci�n breve.

Pero queda un aspecto capital que destacar. El logro principal de London est� en su facultad para intuir en los momentos claves -acci�n o inacci�n-, el estado emocional dde sus personajes. Sean los instantes finales de Cuthfert o Rasmunsen, la angustia del peligro inminente del minero en el hoyo, o el horror de la muerte por congelaci�n del caminante solitario de La hoguera, el aut�ntico triunfo del estilo londoniano est� aqu�. En este terreno, nadie como London -ni Bret Harte ni Kipling- es capaz de hacer experimentar al lector tan intensamente la sensaci�n de ansiedad, peligro o desesperaci�n: son esos instantes trascendentales en los que sus personajes, enfrentados a una situaci�n l�mite, buscan una salida hacia la muerte o hacia la ansiada supervivencia.

Francisco Cabezas Coca

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