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Para la Hermana Ignacia

Agosto 1966

n la mañana del viernes, 2 de abril de 1 96(i>, la Hermana María Ignacia, una de las mejores amigas que los AA jamás conoceremos, nos dejó para disfrutar su descanso eterno. Al día siguiente, las Hermanas de la Caridad de San Agustín abrieron las puertas de su convento a los visitantes. Durante las primeras dos horas, más de mil personas firmaron el libro de honor. Fueron los primeros de la gran multitud que en los dos días siguientes pasó para rendir sus respetos a la Hermana.

El lunes al mediodía, apenas si había un lugar libre en la Catedral de Cleveland. Asistieron al servicio amigos residentes en la ciudad y procedentes de lugares lejanos. Las Hermanas de la Caridad estaban sentadas en un grupo, radiantes de fe. Nosotros los AA, junto con nuestras familias y nuestros amigos, habíamos ido allí para expresar nuestra gratitud por la vida y obras de nuestra muy querida Hermana. Realmente no era una ocasión de duelo, sino de dar gracias a Dios por Su gran bondad para con todos nosotros.

En su afirmación de la fe, la Misa fue de una belleza singular; y aun más para muchos de los asistentes porque se dijo en inglés. La eulogía, escrita y leída por tina íntima amiga de la Hermana, era un retrato gráfico y conmovedor de su carácter y de sus obras. Se dio un pronunciado énfasis a los méritos de AA y al papel que había desempeñado el Dr. Bob, cofundador de AA, en la gran aventura de la Hna. Ignacia entre nosotros. Nos sentíamos más seguros que nunca de que los que habitan en la comunidad del espíritu no tienen porqué preocuparse por las barreras o las fronteras.

Para los millares de hombres y mujeres y niños cuyas vidas habían sido tocadas e iluminadas directamente por la Hna. Ignacia, tal vez no sería necesario escribir este relato de su vida. Ellos ya conocen mejor que nadie a la Hna. Ignacia y la gracia que les infundió a todos. Pero para los muchos que nunca sintieron su presencia y su amor, es de esperar que esta narración les pueda servir de especial inspiración.

Hija de padres devotos y amantes de la libertad, la Hna. Ignacia llegó a este mundo en 1889 en Shanvilly, Condado de Mayo, en la Isla Esmeralda. El celebre poeta Yeats, nacido en las cercanías, comentó una vez que la rara belleza del Condado Mayo de Irlanda estaba destinada especialmente a engendrar poetas, artistas, héroes y santos. Nadie puede dudar que Ignacia, incluso a la edad de seis años, cuando sus padres emigraron de Irlanda a Cleveland, ya empezaba a manifestar muchas excelentes virtudes.

Muy pronto, la niña empezó a dar indicios de un talento musical poco común, como pianista y como cantante. Unos años más tarde, estaba dando clases en el hogar de sus padres. En 1914, se vio poseída por un gran deseo de hacerse religiosa. En ese año, se unió a las Hermanas de la Caridad de San Agustín, esa comunidad tan bien conocida por muchos de nosotros los AA. Allí continuó su educación musical y sus enseñanzas.

Ya en ese entonces, la Hna. Ignacia era de salud delicada, extremadamente delicada. Para 1933, los rigores de dar clases de música habían llegado a ser demasiado grandes. Sufrió un grave colapso físico. Su médico le presentó esta alternativa. "Tienes que tomártelo con calma. Puedes ser una maestra de música muerta o una hermana viva. ¿Qué prefieres ser?"

Con gran alegría, según sus compañeras, María Ignacia aceptó un puesto más tranquilo y menos distinguido. Se encargó de las admisiones en el Hospital Santo Tomás de Akron, Ohio - una institución administrada por su orden. En esos días, no se sabia si incluso esa tarea resultaría ser demasiado para ella. Nadie habría creído que iba a llegar a los setenta y siete años; sólo Dios sabía que estaba destinada a atender en años posteriores a 15,000 alcohólicos y a sus familias.

Durante mucho tiempo, la Hna. Ignacia serenamente seguía trabajando en el despacho de admisiones de Santo Tomás. No se sabe con seguridad si en aquel entonces ella había oído hablar de AA. Aunque el Grupo Uno de Akron y el Grupo Dos de Nueva York habían experimentado un crecimiento lento e irregular desde 1935, ninguno había atraído la atención del público.

No obstante, en 1939, la situación cambió súbitamente. En la primavera de ese año, se imprimió por primera vez el Libro de AA, y la revista Liberty publicó a principios de otoño un articulo acerca de nuestra Sociedad A esto le siguió un a serie de notables artículos que aparecieron en la página editorial del Plain Dealer de Cleveland. El periódico y las dos docenas de miembros que en ese entonces había en la ciudad se vieron inundados por frenéticas súplicas de ayuda. A pesar de esta caótica situación, el número de miembros de Cleveland ascendió a varios centenares en unos pocos meses.

Sin embargo, este repentino aumento de miembros de AA entrañaba ciertas dificultades, especialmente la falta de instalaciones hospitalarias adecuadas. Aunque los hospitales de Cleveland habían respondido valientemente a esta emergencia, su interés naturalmente disminuyó al encontrarse a menudo con cuentas sin pagar, o al ver a los ex borrachos pasar en tropel por les pasillos para hacer lo que ellos llamaban trabajo de "Paso Doce" con ruidosas víctimas recién llegadas. Incluso el Hospital Municipal de Akron, donde el Dr. Bob había atendido numerosos casos. estaba dando muestras de cansancio.

En Nueva York, por el momento, habíamos dado un mejor comienzo. Allí contábamos con nuestro querido Dr. Silkworth y, algo más tarde, con su maravillosa enfermera Teddy. miembro de AA. En los años siguientes, estos dos iban a "procesar" unos 12,000 borrachos del área metropolitana de Nueva York y así llegaron a ser "la réplica" del equipo compuesto por nuestro cofundador el Dr. Bob y la Hna. Ignacia en Akron.

Sintiéndose muy preocupado por la posibilidad de que, en lo concerniente a la hospitalización, su área no se encontrase preparada para responder a la gran oleada de publicidad acerca de AA., el Dr. Bob decidió en 1940 ir a visitar el Hospital Santo Tomás y explicar la gran necesidad que teníamos de establecer un vínculo eficaz y permanente con un hospital. Ya que Santo Tomás era una institución eclesiástica, él creía que la gente de allí podrían ver en su petición una buena oportunidad deservir, oportunidad que otros no habían visto. ¡Y cuánta razón tenía!

Pero Bob no conocía a ninguno de los responsables del hospital. Así que simplemente se presentó en Admisiones y le contó a la pequeña monja encargada de este despacho la historia de AA, incluyendo la de su propia recuperación. Según se iba desenvolviendo su relato, iba creciendo el entusiasmo k a pequeña monja. Su alma compasiva se sentía profundamente conmovida y tal vez su asombrosa intuición ya había empezado a decir, "Esto es." Claro que ella intentaría ayudar, pero ¿qué podría hacer una sola monjita.? Había ciertas actitudes y normas. Todavía no se consideraba el alcoholismo como una enfermedad; no era sino una forma extremada de gula.

Luego el Dr. Bob le mencionó que había un alcohólico que se encontraba en condiciones muy graves. Simplemente sería necesario encontrarle una cama. María Ignacia dijo, "No tengo la menor duda de que su amigo está muy enfermo. Mire, doctor, tengo la impresión de que él está sufriendo de un caso muy grave de indigestión." El Dr. Bob, tratando de contener la risa, le respondió, "Sí, tiene razón - es un terrible caso de indigestión." Con ojos risueños, la monja le dijo en seguida, "¿Por qué no lo trae aquí inmediatamente?"

Los dos benignos conspiradores se vieron pronto enfrentados con otro dilema. La víctima resultó estar completamente borracho. Nadie tardaría en darse cuenta de que su indigestión sólo era un síntoma secundario. No podrían instalarlo en un pabellón. Tendrían que encontrar una habitación privada. Pero no había ninguna libre. ¿Qué podrían hacer? La Hna. Ignacia apretó los labios y luego se sonrió abiertamente. Dijo sin demora, "Conseguiré que se coloque una cama en nuestra florería. Allí no puede molestar a nadie." Hizo esto inmediatamente y el enfermo de indigestión se encontró sin más en el camino hacia la sobriedad y la salud.

Por supuesto que los conspiradores tenían un peso en la conciencia por este subterfugio de la florería. Además, no iban a poder mantener por mucho tiempo el pretexto de la indigestión. Tendrían que decírselo a las autoridades, o sea, a la superiora del hospital. Con gran inquietud, la Hna. Ignacia y el Dr. Bob se dirigieron a esa buena dama, y le explicaron el asunto. Para inmenso regocijo de nuestros amigos, ella se mostró de acuerdo, y poco tiempo después, expuso atrevidamente el nuevo proyecto ante el consejo administrativo de Santo Tomás. Hay que rendir eterno homenaje a los miembros del consejo por haber aprobado igualmente el proyecto - y tan fuerte era su apoyo que, sin pasar mucho tiempo, invitaron al Dr. Bob a integrarse en el cuadro médico de Santo Tomás, un ilustre ejemplo del espíritu ecuménico.

Pronto tenían un pabellón reservado para la rehabilitación de los alcohólicos - naturalmente, bajo la supervisión directa de la Hna. Ignacia. El Dr. Bob apadrinaba a los nuevos casos y les facilitaba atenciones médicas, sin cobrar nunca nada a nadie. Los precios de hospitalización eran muy módicos, y la Hna. Ignacia a menudo insistía en admitir pacientes en un plan de "pagos aplazados," a veces para la leve consternación de los administradores.

Ignacia y el Dr. Bob inculcaban a todos los que querían escucharlos los métodos de AA según quedaban descritos en el libro Alcohólicos Anónimos, recién salido de la imprenta. El pabellón estaba abierto a los AA visitantes de los grupos cercanos, quienes, desde la mañana hasta la noche, contaban sus historias de bebedores y de recuperación. No había nunca ninguna barrera de raza o de credo; ni tampoco se imponían a nadie las enseñanzas de AA o de la iglesia.

Debido a que pasaba casi todas su laboriosas horas en el pabellón, la Hna. Ignacia llegó a ser una figura central en el escenario. Escuchaba y hablaba alternativamente, con ternura y comprensión infinitas. La familia y los amigos del alcohólico recibían el mismo trato. Este compasivo cariño era el ingrediente principal de su gracia singular; con esa especie de magnetismo, atraía incluso a los más duros y obstinados. Pero no siempre aguantaba las tonterías. Cuando era necesario, sabía dar pruebas de su autoridad. Luego, para amortiguar el golpe, se valía de su maravilloso sentido del humor. En una ocasión. al oír a un borracho recalcitrante decir con tono arrogante que nunca volvería a poner los pies en un hospital, la Hna. Ignacia le respondió, "Bueno, esperemos que no. Pero en caso de que vuelvas. recuerda que ya tenemos pijamas Líe tu talla. Lo tendremos listo y esperándote."

A medida que aumentaba la fama del Hospital Santo Tomás, los alcohólicos llegaban en tropel de lugares lejanos. Después de su hospitalización, se solían quedar una temporada en Akron para absorber más información sobre AA por contacto directo con el Dr. Bob y con el Grupo Número Uno de Akron. Cuando regresaban a sus hogares, la Hna. Ignacia mantenía con ellos una correspondencia cada vez más nutrida.

A menudo se nos oye decir a los AA que nuestra Comunidad está basada en recursos que hemos sacado de la medicina, de la religión y de nuestra propia experiencia de bebedores y de recuperación. Nunca. ni antes ni después de esta poca pionera de Akron, hemos visto una síntesis más perfecta de estas fuerzas sanadoras. El Dr. Bob representaba la medicina y AA; Ignacia y las Hermanas le San Agustín también practicaban la medicina. y esa práctica estaba animada por el maravilloso espíritu de su comunidad. No se puede imaginar una mezcla más perfecta de gracia y de talento.

Nunca sería necesario insistir. una por una, en las virtudes de estos magníficos amigos de los primeros tiempos de AA - la Hna. Ignacia y el Dr. Bob. Solo tenemos que tener presente el dicho "por sus frutos los conoceréis."

En la Convención Internacional de Cleveland de 1950, el Dr. Bob nos ungió la mirada por última vez. Su querida esposa Anne ya había fallecido, y a los pocos meses él acudiría a su propia cita con la nueva vida.

Ya habían pasado diez años desde el día en LILIC él y la Hna. Ignacia habían puesto en la cama al primer enfermo en la florería de Santo Tomás. Durante esta década maravillosa, Ignacia y el Dr. Bob habían dado cuidados médicos e inspiración espiritual a cinco mil alcohólicos. La mayor parte de el los encontraron su libertad por la gracia de Dios.

Con agradecido reconocimiento por esta obra inmensa. los AA dedicamos a las Hermanas de la Caridad de San Agustín y al personal del Hospital Santo Tomás una placa de bronce, que se ve colocada en el pabellón donde la Hna. Ignacia y el Dr. Bob obraban sus milagros. La placa dice:

"Con gratitud:

Los amigos del Dr. Bob y Anne S.

dedicamos afectuosamente esta placa conmemorativa

a las Hermanas y al personal

del Hospital San Tomas.

En Akron, el lugar de nacimiento de Alcohólicos Anónimos,

el Hospital Santo Tomás fue la primera institución religiosa

que abrió sus puertas a nuestra Sociedad.

Que la cariñosa dedicación de aquellos

que trabajaban aquí en nuestra época pionera

siempre constituya para todos nosotros

un ilustre y maravilloso ejemplo de

la gracia de Dios."

Las personas que hoy visitan Santo Tomás se suelen preguntar por qué no aparece en esta dedicación ni una palabra acerca de la Hna. Ignacia. El hecho es que ella no quiso que se inscribiera su nombre. Se negó categóricamente a hacerlo; esa fue una de las ocasiones en que ella dio prueba de su autoridad. Era, por supuesto, una muestra resplandeciente de su innata y absolutamente genuina humildad. La Hna. Ignacia creía firmemente que ella no merecía ninguna atención especial; que la gracia que ella tuviera sólo podría atribuirse a Dios y a la comunidad de sus hermanas.

Esta era una perfecta expresión del espíritu de anonimato. Nosotros, los que habíamos visto en ella esa cualidad, nos sentíamos profundamente conmovidos, especialmente el Dr. Bob y yo. Su influencia era lo que llegó a convencernos de no aceptar nunca ningún honor público. Su ejemplo nos enseñó que el mero hecho de observar al pie de la letra la Tradición de anonimato nunca debe convertirse en un pretexto para ignorar su esencia espiritual.

Después de la muerte del Dr. Bob, había una grave preocupación de que la Hna. Ignacia no estuviera autorizada para seguir con su trabajo. Al igual que en otras órdenes religiosas, las Hermanas de la Caridad practican la rotación en sus tareas de servicio. Esta es una vieja costumbre. No obstante, por un tiempo no se hizo ningún cambio. Con la ayuda de los grupos de AA de las cercanías, la Hna. Ignacia continuaba haciendo sus trabajos en Santo Tomás. Entonces, en 1952, la trasladaron repentinamente al Hospital de la Caridad de San Vicente de Cleveland, donde, para gran regocijo de todos nosotros, se le encargó de dirigir el pabellón alcohólico. En Akron, se nombró a un excelente sucesor para reemplazarla; se seguirían realizando los trabajos.

El pabellón alcohólico de San Vicente ocupaba una parte de una sección derruida del edificio, que necesitaba reparaciones y renovaciones. Los que conocíamos y queríamos a la Hna. Ignacia nos dábamos cuenta de que esta oportunidad resultaría ser para ella un gran estímulo. Los administradores del hospital también reconocían la necesidad de hacer algo. Empezaron a llegar al hospital contribuciones substanciales. En sus horas libres, algunos carpinteros, fontaneros y electricistas, miembros de AA, se pusieron a hacer los trabajos de renovación de las viejas instalaciones - sin cobrar un centavo por sus servicios. El bello resultado de esas obras de amor hoy se conoce por el nombre de la Sala Rosario.

De nuevo los milagros de recuperación del alcoholismo empezaron a multiplicarse. Durante los catorce años siguientes, la asombrosa cantidad de 10,000 alcohólicos cruzaron el umbral de la Sala del Rosario para allí caer bajo el encanto de la Hna. Ignacia y de AA. Más de los dos tercios de esa gente se recuperaron de su espantosa enfermedad y volvieron a hacerse ciudadanos del mundo. Desde el amanecer hasta el anochecer, la Hna. Ignacia ofrecía su gracia extraordinaria a esa interminable procesión de gente afligida. Además, se las arreglaba para tener tiempo para atender y ocuparse de sus familias, y este aspecto tan fructífero de su trabajo llegó a ser una gran inspiración para los Grupos Familiares de Al-Anon de toda la región.

A pesar de contar con la ayuda de sus magníficos asistentes del hospital y con la de los AA de afuera, su trabajo debía haber sido muy duro y agotador para aquella monjita de salud cada vez más delicada. Tenemos que sentimos admirados por el hecho de que la Providencia le permitiera quedarse tantos años con nosotros. A centenares de amigos les merecía la pena hacer largos viajes sólo para poder ser testigos de su suprema y constante devoción.

Hacia fines de sus numerosos años de servicio, La Hna. Ignacia se vio varias veces a las puertas de la muerte. En algunas de mis visitas a Cleveland, se me permitió sentarme al lado de su cama. En estas ocasiones pude verla en sus mejores momentos. Su fe perfecta y su completa aceptación de la voluntad de Dios siempre estaban implícitas en todo lo que decía, ya fuera que estuviéramos conversando en tono serio o alegre. El temor y la incertidumbre parecía serle totalmente ajenos. Al despedirme, ella siempre tenía aquella radiante sonrisa; aquella devota esperanza de que Dios le permitiera quedarse un poco más tiempo en la Sala del Rosario. Unos días más tarde me llegaban noticias de que estaba de vuelta en su despacho. Este magnífico drama se volvió a repetir una y otra vez. Ella no se daba cuenta en absoluto de que esto pudiera tener nada de extraño.

Sabiendo que iba a llegar el día que seria su último con nosotros, a los AA nos parecía apropiado regalarle privadamente a la Hna. Ignacia alguna muestra tangible que le pudiera expresar, aun si fuese en pequeña parte, el amor profundo que sentíamos por ella. Teniendo en cuenta su insistencia en negarse a atraer la atención del público a su persona, en lo concerniente a la placa en Akron, yo simplemente le envié una carta, para decirle que me gustaría ir a Cleveland a visitarla, añadiendo de paso que, si su salud lo permitiera, tal vez podríamos cenar juntos en compañía de algunos de sus fieles compañeros y amigos de AA. Además, era su quincuagésimo año de servicio a su comunidad.

Dicha tarde, nos reunimos en uno de los pequeños comedores del Hospital de la Caridad. La Hna. Ignacia llegó, claramente encantada. Apenas podía caminar. Ya que éramos todos veteranos, pasamos la hora de cenar contando historias de los días de antaño. La Hna. Ignacia nos regaló con memorias de Santo Tomás y con gratos recuerdos de Anne y del Dr. Bob, nuestro cofundador. Fue inolvidable.

Para que la Hna. Ignacia no se cansara demasiado, pronto emprendimos nuestro proyecto principal. Yo había traído de Nueva York un pergamino iluminado. El texto tenía el formato de una carta dirigida por mí a la Hna. Ignacia, escrita en nombre de nuestra Comunidad mundial de AA. Me puse de pie y leí en voz alta el pergamino y luego se lo enseñé. Se quedó totalmente sorprendida y durante un rato apenas si podía hablar. Finalmente dijo en voz baja, "Oh, esto es demasiado, no me merezco tanto."

Nuestra mejor recompensa de aquella tarde fue, por supuesto, la alegría de la Hna. Ignacia; una alegría ilimitada desde el momento en que le aseguramos que no era necesario que el público supiera nada de nuestro regalo; que si quisiera guardarlo en su baúl, no tendríamos el menor inconveniente.

Parecía que esta tarde memorable y conmovedora había llegado a su fin. Pero íbamos a tener otra experiencia inspiradora. Haciendo poco caso de su gran fatiga, la Hna. Ignacia insistió en que todos fuéramos a la Sala del Rosario, para hacer una visita al pabellón alcohólico. Así hicimos, preguntándonos si la volveríamos a ver trabajando en esa vocación divina a la que ella se había entregado plenamente. Para cada uno de nosotros, aquello fue el final de una época. Yo solo podía pensar en sus conmovedoras y muy repetidas palabras: "La eternidad es ahora."

El pergamino que le entregamos a la Hna. Ignacia ahora puede verse en la Sala del Rosario. He aquí el texto:

En reconocimiento de la Hna. Ignacia con motivo de la ocasión de su aniversario de oro:

Querida Hermana,

Nosotros los Alcohólicos Anónimos te consideramos nuestra mejor amiga y el alma más noble que jamás podamos conocer.

Recordamos tus tiernas atenciones en los días en que AA era muy joven. Tu colaboración con el Dr. Bob en esa época nos ha legado una herencia espiritual de incomparable valor.

A lo largo de todos estos años, te hemos visto a la cabecera de la cama de miles de enfermos. Al verte así, nos hemos visto a nosotros mismos como los beneficiarios de la luz milagrosa que Dios siempre nos ha enviado por tu intercesión para iluminar nuestras tinieblas. Has cuidado incansablemente de nuestras heridas; nos hemos nutrido con tu extraordinaria comprensión y tu amor inigualable. Estas serán las mayores dádivas de gracia que jamás podamos tener.

En nombre de los miembros de AA de todo el mundo, digo: "Que Dios te recompense abundantemente por tus benditas obras - ahora y para siempre."

Con devoción,

Bill W

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