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El Dr. Bob: un tributo

Enero de 1951

espués de decir serenamente a quien le atendía, "Creo que ha llegado la hora," el Dr. Bob falleció el 16 de noviembre de 1950 al mediodía. Así terminó la enfermedad que le había consumido, y en el curso de la cual nos enseñó tan claramente que la gran fe puede superar las graves angustias. Murió como había vivido, supremamente consciente de que en la casa de su Padre hay muchas moradas.

Todos los que le conocieron se sentían inundados de recuerdos. Pero ¿quién podría saber cuáles eran los pensamientos y los sentimientos de los 5,000 enfermos de los que él se había ocupado personalmente, y a los que había dado gratuitamente su atención médica? ¿Quién podría recoger las reflexiones de sus conciudadanos que le habían visto hundirse hasta casi perderse en el olvido para luego alcanzar un renombre mundial anónimo? ¿Quién podría expresar la gratitud de las decenas de millares de familias de AA que habían oído hablar tanto de él, sin haberlo conocido cara a cara? ¿Cuáles eran las emociones de la gente más cercana a él mientras reflexionaban agradecidamente sobre el misterio de su regeneración hace 15 años y de sus vastas consecuencias? No se podría comprender ni la más mínima parte de esa gran bendición. Sólo se podría decir: "¡Qué gran milagro ha obrado Dios!"

El Dr. Bob nunca habría querido que nadie le considerara un santo o un superhombre. Tampoco habría deseado que le alabáramos o que lloráramos su muerte. Casi se le puede oír decir, 'Me parece que se están pasando. No me deben tomar tan en serio. Yo solo era uno de los primeros eslabones de esa cadena de circunstancias providenciales que se llama AA. Por gracia y por suerte este eslabón no se rompió; a pesar de que mis defectos y mis fracasos pudieran haber tenido esta desgraciada consecuencia. Sólo era un alcohólico más que trataba de arreglármelas - con la gracia de Dios. Olvídenme, pero vayan y hagan lo mismo. Añadan sólidamente su propio eslabón a nuestra cadena. Con la ayuda de Dios, forjen una cadena fuerte y segura." Así es como el Dr. Bob se valoraría a sí mismo y nos aconsejaría.

Era un sábado del mes de mayo de 1935. Me encontraba en Akron por un desafortunado asunto de negocios que en seguida fracasó, dejándome en un estado de precaria sobriedad. Aquella tarde, la pasé dando vueltas de un lado a otro del hall del Hotel Mayflower de Akron. Al contemplar el grupo que se iba congregando en el bar, me empezó a invadir un miedo cerval de sufrir una recaída. Era la primera tentación grave que había tenido desde que mi amigo de Nueva York me había expuesto, en noviembre de 1934, lo que llegarían a ser los principios básicos de AA. Durante los seis meses siguientes, me había sentido totalmente seguro de mi sobriedad. Pero ahora no había seguridad; me sentía solo, desesperado. Durante los meses anteriores había estado trabajando asiduamente con otros alcohólicos. O, mejor dicho, les había sermoneado con un tono bastante arrogante. Lleno de una falsa seguridad, tenía la impresión de no poder tropezar. Pero esta vez, era diferente. Había que hacer algo inmediatamente.

De un directorio de iglesias colocado en una pared del hall, seleccioné al azar el nombre de un clérigo. Le llamé por teléfono y le expliqué mi necesidad de trabajar con otro alcohólico. Aunque no había tenido éxito con ninguno de ellos, me di cuenta repentinamente de que este trabajo me había mantenido libre del deseo. El clérigo me dio una lista de diez nombres. El estaba seguro de que algunos de ellos me podría dirigir a un caso que necesitara ayuda. Me apresuré a ir a mi habitación y me puse a llamarles. Pero mi entusiasmo fue disminuyendo rápidamente. De las primeras nueve personas que llamé, ninguna podría, o quería, sugerirme nada que pudiera satisfacer mi urgente necesidad,

Aún quedaba un solo nombre en mi lista - Henrietta Sieberling. Por alguna razón, no podía armarme del suficiente valor para marcar el número. Pero después de echar otra mirada al bar de abajo, algo en mi interior me dijo, "Más vale que lo hagas." Para migran asombro, una voz cálida, con acento del sur, me respondió. Aunque me dijo que no era alcohólica, Henrietta me aseguró que me entendía. ¿Podría ir a su casa inmediatamente?

Debido a que había podido enfrentarse a otras calamidades y superarlas, ella sin duda entendía la mía. Iba a desempeñar un papel vital en la serie de acontecimientos fantásticos que pronto contribuirían al nacimiento y desarrollo de nuestra Comunidad. De todos los nombres que el servicial pastor me había dado, ella era la única que se había interesado lo suficiente. Quiero expresar aquí nuestra gratitud imperecedera.

No tardó en contarme la crítica situación del Dr. Bob y Anne. Uniendo la acción a la palabra, llamó por teléfono a su casa. Cuando Anne respondió Henrietta me describió como un alcohólico sobrio de Nueva York que, estaba segura, podría ayudar a Bob. Aparentemente, el buen doctor había agotado todos los remedios médicos y espirituales para su problema. Luego Anne dijo, "Lo que me dices, Henrietta, es muy interesante. Pero me temo que ahora no podemos hacer nada. Por ser el Día de la Madre, mi querido Bob acaba de traerme una planta muy bonita. La planta está en la mesa, pero, desgraciadamente, Bob está en el suelo. ¿Podemos intentar vernos mañana?" Henrietta les invitó a venir a cenar el día siguiente.

La tarde siguiente, a las cinco en punto, Anne y el Dr. Bob se presentaron en casa de Henrietta. Ella discretamente nos condujo al Dr. Bob y a mí a la biblioteca. El Dr. Bob me dijo, "Muy encantado de conocerte, Bill. Pero sucede que no puedo quedarme mucho tiempo, cinco o diez minutos como mucho." Me reí y le dije, "Parece que tienes mucha sed, ¿no?" Me replicó, "Bueno, parece que después de todo tal vez entiendes este asunto de la bebida." Así comenzó una conversación que duró varias horas.

Esta vez mi actitud era muy diferente. Mi temor a emborracharme había provocado en mi una humildad más apropiada. Después de contar mi historia al Dr. Bob, le expliqué lo mucho que lo necesitaba. Si me permitiera ayudarle, tal vez pudiera mantenerme sobrio. Así empezó a crecer hacia la luz la semilla que iba a dar nacimiento a AA. Pero como ya había adivinado nuestra querida Anne, ese primer brote era muy frágil. Mas vale que tomáramos algunas medidas prácticas. Me invitó a pasar una temporada en su casa. De esta manera yo podría vigilar al Dr. Bob. Y él a mí. Esta era la clave del asunto. Tal vez podríamos hacer juntos lo que no podíamos hacer solos. Además, era posible que pudiera reavivar ese asunto de negocios tan poco prometedor.

Durante los tres meses siguientes, viví con esta maravillosa pareja. Siempre creeré que ellos me dieron más de lo que yo les pudiera haber dado. Cada mañana había un periodo de recogimiento. Después del largo silencio, Anne leía unos pasajes de la Biblia. Nuestro favorito era Santiago. Sentada en su sillón en un rincón de la habitación, terminaba su lectura diciendo suavemente "La fe sin obras es fe muerta."

Pero las angustias alcohólicas del Dr. Bob aún no habían llegado a su fin. Tenía que asistir a la Convención Médica en Atlantic City. En veinte años, no se había perdido ninguna. Esperando inquietamente, Anne y yo pasamos cinco días sin tener noticias suyas. Finalmente, la enfermera de su consultorio y su marido lo encontraron una mañana temprano en la estación de ferrocarril de Akron en un estado algo confuso y desaliñado - por no decir más. Surgió un terrible dilema. Tres días más tarde, el Dr. Bob tenía que hacer una delicada operación quirúrgica. Nadie podía sustituirle. Simplemente tenía que hacerla. Pero, ¿cómo? ¿Ibamos a poder ponerle en condiciones para realizarla?

Nos instalaron a los dos en un dormitorio con dos camas. Empezamos el acostumbrado proceso de reducir gradualmente la ingestión de alcohol. Nadie pudo dormir mucho, pero él cooperó. El día de la operación, a las cuatro de la mañana, Bob me miró y me dijo: "Voy a llevarlo a cabo." Le pregunté, "¿Quieres decirme que vas a llevar a cabo la operación?" Me respondió, "He puesto la operación y a mí mismo en manos de Dios, Voy a hacer lo necesario para lograr mi sobriedad y mantenerla." No me dijo otra palabra. A las nueve de la mañana, mientras le ayudábamos a vestirse, él estaba temblando lastimosamente. Nos sentíamos presos de pánico. ¿Iba a poder hacerlo? Ya fuera por estar demasiado tenso o demasiado tembloroso, podría dirigir mal el bisturí y quitarle la vida a su paciente. Nos arriesgamos. Le di una botella de cerveza. Este fue el último trago que se tomó en su vida. Era el 10 de junio de 1935. El paciente sobrevivió.

Luego apareció nuestro primer candidato, enviado por un pastor de la vecindad. Ya que el recién llegado se veía amenazado con el desahucio, Anne decidió hospedarle a él y a su familia - su esposa y dos hijos. El nuevo era un enigma. Cuando estaba bebiendo, se volvía totalmente loco. Una tarde, sentada a la mesa de cocina, Anne le estaba mirando calmadamente mientras él jugueteaba con un cuchillo de trinchar. Al sentir su fija mirada, él retiró la mano. Pero no logró su sobriedad en ese momento. Su mujer desesperada se fue a vivir con sus padres y él desapareció. Quince años más tarde volvió a aparecer para rendir el último homenaje al Dr. Bob. Allí lo vimos, sana y felizmente sobrio en AA. En 1935 no estábamos tan acostumbrados a los milagros como lo estamos hoy; le habíamos dado por perdido.

Entonces, atravesamos una época de calma en el frente del Paso Doce. Anne y Henrietta aprovechaban esa época para infundir a Bob y a mí una muy grata y fructífera espiritualidad. Lois se tomó un descanso de su penoso trabajo en un gran almacén de Nueva York, y vino a Akron para pasar las vacaciones con nosotros, lo cual nos levantó mucho la moral. Empezamos a asistir a las reuniones del Grupo Oxford celebradas en la casa de T. Henry Williams en Akron. La devoción de este buen hombre y de su mujer brilla en nuestros recuerdos. Sus nombres aparecerán inscritos en la primera página del libro de los primeros y mejores amigos de AA.

Un día el Dr. Bob me dijo, "¿No te parece que deberíamos ponernos a trabajar con algunos borrachos?" Llamó por teléfono a la enfermera encargada de admisiones del Hospital Municipal de Akron y le explicó que él y otro borracho de Nueva York tenían un remedio para el alcoholismo. Le vi sonrojarse y desconcertarse un poco. La enfermera le había comentado, "Bueno, Doctor, más vale que se sometiera usted a ese tratamiento."

No obstante, la enfermera nos propuso un cliente. Nos dijo que era un tipo difícil. Se trataba de un eminente abogado de Akron, que había perdido casi todo. En los últimos cuatro meses, se había encontrado seis veces en el hospital. Había llegado en ese mismo momento; acababa de atropellar a una enfermera que él había tomado por un elefante rosado. "¿Le servirá éste?" nos preguntó. El Dr. Bob le dijo, "Instálelo en una habitación privada. Cuando se mejore, le visitaremos."

Al poco rato el Dr. Bob y yo nos encontrábamos contemplando un cuadro que, desde entonces, decenas de miles de nosotros hemos vuelto a contemplar: el de un hombre sentado en la cama que no se da cuenta todavía de que se puede recuperar. Al hombre en la cama le explicamos la naturaleza de su enfermedad y le contamos nuestras propias historias de bebedores y de recuperación. Pero el enfermo, negando con la cabeza, nos dijo, "Parece que lo han pasado muy mal, muchachos. Pero nunca se han encontrado tan mal como yo estoy en este momento. Ya es muy tarde para mí. No me atrevo a salir de aquí. Soy también hombre de fe; solía ser diácono de mi iglesia. Todavía tengo fe en Dios, pero me parece que Dios no la tiene en mí. El alcohol me tiene vencido; ya no hay solución. Pero vuelvan a verme. Me gustaría hablar más con ustedes."

Al entrar en su cuarto para nuestra segunda visita, vimos a una mujer sentada al pie de la cama. Le estaba diciendo, "¿Qué te ha pasado, marido mío? Tienes un aire muy diferente. Me siento muy aliviada." El hombre nos dirigió la mirada y dijo a gritos, "Aquí están. Ellos lo comprenden. Ayer, después de que se fueran, no podía quitarme de la cabeza lo que me habían dicho. Pasé la noche sin dormir. Luego me vino la esperanza. Si ellos lograron encontrar su liberación, tal vez yo también podría hacerlo. Llegué a estar dispuesto a ser sincero conmigo mismo, a reparar los daños que había causado y a ayudar a otros alcohólicos. En cuanto hice esto, empecé a sentirme transformado. Sabia que iba a ponerme bien." El hombre en la cama seguía hablando, "Ahora, mi querida mujer, tráeme mis ropas. Voy a levantarme y vamos a salir de aquí." Dicho esto, el AA número tres se levantó de la cama, para nunca volver a beber. La semilla de AA había germinado otra vez, y otro retoño brotó del nuevo terreno. Aunque todavía no lo sabíamos, ya estaba en flor. Eramos tres los allí reunidos. El Grupo Número Uno de Akron se había hecho una realidad.

Los tres trabajábamos con veintenas de alcohólicos. Eran muchos los llamados; pocos los elegidos. El fracaso nos acompañaba diariamente. No obstante, cuando me fui de Akron en septiembre de 1935, parecía quedos o tres enfermos más se habían unido a nosotros definitivamente.

Los dos años siguientes de nuestra época pionera constituyeron el período de "volar a ciegas." Con su agudo instinto de buen médico, el Dr. Bob seguía atendiendo e indoctrinando a cada nuevo caso, primero en el Hospital Municipal de Akron y luego, durante los doce años siguientes, en el renombrado Hospital Santo Tomás, donde miles de enfermos contaban con su cuidadosa vigilancia y su especial toque de AA. Aunque no eran sus correligionarios, el personal y las hermanas que trabajaban con él obraban milagros. Nos ofrecen uno de los más preclaros ejemplos del amor y de la dedicación que los AA jamás hayamos conocido. Diríjanse a los miles de visitantes y pacientes de AA - a los que realmente lo saben. Pregúntenles cuál es su opinión de la Hna. Ignacia, de Santo Tomás. O del Dr. Bob. Pero me estoy anticipando.

Mientras tanto, un pequeño grupo había tomado forma en Nueva York. Las reuniones de Akron en casa de T. Henry empezaron a atraer a algunos visitantes de Cleveland. En esa coyuntura, pasé una semana visitando al Dr. Bob. Nos pusimos a contar cabezas De los centenares de alcohólicos, ¿cuántos se habían quedado? ¿Cuántos se habían mantenido sobrios? Y, ¿por cuánto tiempo? En ese otoño de 1937, el Dr. Bob y yo calculamos que había cuarenta casos que llevaban un tiempo considerable abstemios - contándolos a todos, tal vez sumaban un total de sesenta años. Se nos saltaron lágrimas de alegría. Había pasado una cantidad suficiente de tiempo con una cantidad suficiente de casos para indicar que algo nuevo - y tal vez algo muy significativo - estaba sucediendo. De repente, se aclaró el cielo. Ya no volábamos a ciegas. Se había iluminado un faro. Dios había enseñado a los alcohólicos la forma de transmitirlo de mano en mano. No olvidaré nunca ese momento de súbita y humilde comprensión en compañía del Dr. Bob.

Pero esa nueva comprensión nos presentó un gran problema; nos veíamos enfrentados a una decisión de inmensa envergadura. Habíamos tardado casi tres años en efectuar cuarenta recuperaciones. Sólo en los Estados Unidos debía de haber un millón de alcohólicos. ¿Cómo íbamos a comunicarles nuestro mensaje? ¿No sería necesario tener trabajadores a sueldo, nuestros propios hospitales, y grandes cantidades de dinero? Sin duda tendríamos que redactar una especie de libro de texto. ¿Sería sensato andar a paso de tortuga mientras nuestro mensaje se fuera desvirtuando y tal vez miles de alcohólicos se murieran? ¡Qué dilema!

La forma en que logramos librarnos del profesionalismo, de la riqueza y de la administración de bienes importantes, y de cómo nos las arreglamos por fin para publicar nuestro libro Alcohólicos Anónimos, es una historia en sí misma. Pero en esta época crítica, los consejos prudentes del Dr. Bob muy a menudo nos refrenaban para que no nos lanzáramos a empresas precipitadas que podrían habernos retrasado durante años e incluso podrían habernos arruinado. Ni tampoco podemos olvidar la dedicación que el Dr. Bob y Jim 5. (que falleció el verano pasado) pusieron en su tarea de recoger historias para el Libro de AA; tres de cada cinco de estas historias provenían de Akron. La entereza y la sabiduría del Dr. Bob fueron factores de importancia primordial en aquella época de graves dudas y de graves decisiones.

¡Cuánto nos regocijamos de que Anne y el Dr. Bob vivieran el tiempo suficiente para ver llegar a todas partes de la tierra aquella luz que se encendió en Akron; de que se dieran cuenta de que algún día millones de personas podrían pasar por debajo de ese arco cada vez más amplio cuya piedra clave ellos habían contribuido a esculpir. No obstante, estoy seguro de que ellos, por ser tan humildes, nunca se formaron una idea clara de la magnitud del legado que nos dejaron, ni de lo bien que cumplían con su tarea. Hicieron todo lo que tenían que hacer. El Dr. Bob incluso tuvo la oportunidad de ver a la Comunidad llegar a su mayoría de edad cuando, por última vez, nos dirigió la palabra a 7,000 de nosotros reunidos en Cleveland.

Vi al Dr. Bob el domingo anterior al día de su muerte. Hacía escasamente un mes, me había ayudado a formular una propuesta para la Conferencia de Servicios Generales de Alcohólicos Anónimos, el Tercer Legado de AA. Este legado, en forma de folleto, estaba en la imprenta cuando él se despidió de nosotros por última vez el jueves siguiente. Por representar su último gesto y deseo para los AA, este documento habrá de tener para todos nosotros una gran y especial significación.

No he tenido una relación parecida con ningún otro ser humano. La cosa más bella que yo pueda decir es que durante todos los años a veces difíciles de nuestra asociación, él y yo nunca tuvimos una penosa diferencia de opinión. Su espíritu fraternal y su capacidad para el amor estaban fuera de mi alcance.

Para terminar, permítanme que les ofrezca un último ejemplo conmovedor de su sencillez y humildad. Por muy extraño que parezca, es una historia que trata de un monumento - un monumento que se propuso erigir en su honor. Hace un año, cuando Anne murió, a muchos compañeros les pareció sumamente apropiado que se le dedicara un impresionante monumento conmemorativo. La gente insistía en hacer algo de esta índole. Al llegar este rumor a los oídos del Dr. Bob, él no tardó en declararse en contra de que los AA erigieran un mausoleo o monumento para Anne y para él. Con una sola frase arrolladora, expresó su sereno desprecio de los típicos símbolos de honor personal. Dijo, "Anita y yo queremos que se nos entierre como a cualquier otra persona."

No obstante, en el pabellón alcohólico de Santo Tomás, sus amigos han colocado una sencilla placa que dice: 'Con gratitud: Los amigos del Dr. Bob y Anne Smith afectuosamente dedicamos esta placa conmemorativa a las hermanas y al personal del Hospital Santo Tomás. En Akron, el lugar de nacimiento de Alcohólicos Anónimos, el Hospital Santo Tomás era la primera institución religiosa en abrir sus puertas a nuestra Sociedad. Que la cariñosa dedicación de aquellos que trabajaban aquí en nuestra época pionera siempre constituya para todos nosotros un ilustre y maravilloso ejemplo de la gracia de Dios."

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