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Un fragmento de la historia: El origen de los Doce Pasos

Julio de 1953

os AA nunca dejan de preguntar: "¿De dónde vinieron los Doce Pasos?" A fin de cuentas, es probable que nadie lo sepa. No obstante, tengo tan vivos recuerdos de algunos de los acontecimientos que contribuyeron a su formulación que parece que hubieran ocurrido ayer.

En cuanto al factor humano, hubo tres principales fuentes de inspiración de los Pasos - los Grupos Oxford, el Dr. William D. Silkworth del Hospital Towns, y el renombrado sicólogo William James, hombre que algunos llaman el padre de la sicología moderna. La historia de cómo llegaron a confluir estas diversas corrientes de influencia y de cómo desembocaron en la redacción de nuestros Doce Pasos es muy impresionante y, en parte, verdaderamente increíble. Muchos de nosotros recordamos los Grupos Oxford como un movimiento evangélico moderno que florecía en la década de los 20 y a principios de los años 30, bajo la dirección del Dr. Frank Buchman, antiguo pastor luterano. Los Grupos Oxford de aquel entonces recalcaban la importancia del trabajo interpersonal de un miembro con otro. El Duodécimo Paso de AA tuvo su origen en esta práctica vital. El pilar moral básico de los "G.O." era la honradez absoluta, la pureza absoluta, la generosidad absoluta y el amor absoluto. Además practicaban un tipo de confesión que llamaban "compartimiento"; al hacer enmiendas por los daños que habían causado le llamaban "restitución." Tenían una profunda convicción del valor de su "tiempo callado," una meditación a la que se dedicaban tanto los grupos como los miembros individuales, para buscar la orientación de Dios en todos los aspectos, grandes y pequeños, de su vida.

Estas ideas básicas no eran nada nuevas; y se podrían haber encontrado en otros lugares. Pero para nosotros, los primeros alcohólicos que nos pusimos en contacto con los miembros de los Grupos Oxford, el elemento decisivo era el que dieran un énfasis tan pronunciado a estos principios particulares. Y lo que nos servía bien era el hecho de que los miembros de los Grupos Oxford hacían grandes esfuerzos para no inmiscuirse en las opiniones religiosas personales de nadie. Su sociedad, al igual que la nuestra en años posteriores, se daba cuenta de la necesidad de ser estrictamente no sectaria.

A fines del verano de 1934, mi muy querido amigo y antiguo compañero de clase, Ebby, se unió a esta buena gente y, en seguida, logró su sobriedad. Por ser alcohólico, y además un poco testarudo, él no quedó convencido de todas las ideas y actitudes del Grupo Oxford. No obstante, le había impresionado mucho su sinceridad profunda, y se sentía muy agradecido por sus atenciones que, por el momento, le habían quitado su obsesión de beber.

Al llegar a Nueva York al finales del otoño de 1934, enseguida pensó en mí. Un día sombrío de noviembre, me llamó por teléfono y, al poco rato, estaba sentado, mirándome desde el otro lado de la mesa de nuestra cocina en la calle Clinton n0 182, de Brooklyn. Según recuerdo, mientras conversábamos, él hacia reiterado uso de tales frases como: "Me di cuenta de que no podía dirigir mi propia vida"; "Tuve que ser sincero conmigo mismo y con otro ser humano"; "Tuve que hacer restitución a quienes yo había causado daño"; "Tuve que rezar a Dios para que me diera orientación y fortaleza, aunque no estaba seguro de que Dios existía"; "Y después de haberme esforzado diligentemente por hacer estas cosas, descubrí que se me había quitado el ansia de beber alcohol." Y luego, repetidas veces, Ebby me decía: "Bill, no se parece en absoluto a hacer una promesa solemne de dejar de beber. No luchas contra el deseo de beber - te encuentras liberado del deseo. Nunca en mi vida me había sentido así."

Esta era la esencia de lo que Ebby había aprendido de sus amigos del Grupo Oxford y me había comunicado ese día. Aunque esas simples ideas no eran nada nuevas, causaron en mi un impacto colosal. Hoy en día, nos damos cuenta del porqué - un alcohólico estaba hablando con otro, como nadie más puede hacerlo mejor.

Dos o tres semanas más tarde, el 11 de diciembre para ser preciso, llegué tambaleándome al Hospital Charles B. Towns, ese renombrado emporio de desintoxicación, situado en la avenida Central Park West de Nueva York. Ya yo había pasado tiempo allí, así que conocía y amaba al médico supervisor - el Dr. Silkworth. Era quien al poco tiempo iba a contribuir con una importantísima idea, sin la cual AA nunca podría haber tenido éxito. Ya hacía años que él manifestaba que el alcoholismo era una enfermedad, una obsesión mental casada con una alergia corporal. Ya me había dado cuenta de que así era mi caso. Además, me di cuenta de lo nefasta que podría ser la unión de esos dos ogros. Huelga decir que yo anteriormente había esperado poder contarme entre las muy pocas víctimas que de vez en cuando escapan de sus castigos. Pero esta escasa esperanza ya se me había esfumado. Estaba a punto de tocar fondo. El veredicto de la ciencia - la obsesión que me condenaba a beber y la alergia que me condenaba a morir - iba a constituir el colmo. Tal era el papel que desempeñaría la ciencia médica, personificada en ese benigno doctor. Esta verdad de doble filo, al ser esgrimida por un alcohólico que estaba hablando con otro, era una almádena que podía hacer añicos el duro ego del alcohólico y dejarlo expuesto a la gracia de Dios.

En mi caso, fue claramente el Dr. Silkworth quien blandía la almádena, mientras mi amigo Ebby me comunicaba los principios espirituales y la gracia que, tres días más tarde en ese mismo hospital, acabaron produciendo en mí un súbito despertar espiritual. De inmediato yo sabia que era un hombre libre. Y esta asombrosa experiencia me vino acompañada por una maravillosa certeza de que algún día multitud de alcohólicos podrían conocer esa dádiva inapreciable que se me había otorgado.

En esa coyuntura, una tercera corriente de influencia entró en mi vida, mediante el libro de William James, Las Variedades de la Experiencia Religiosa. Alguien lo había dejado en mi habitación en el hospital. Después de tener mi experiencia repentina, el Dr. Silkworth se había dedicado con pleno esmero a convencerme de que yo no estaba alucinando. Pero William James hacía aun más. Me dijo que las experiencias espirituales no solamente podían convertirnos en gente más cuerda, sino que podían transformar a los hombres y las mujeres de manera que pudieran hacer, sentir y creer lo que antes les había sido imposible. Poco importaba lo repentinas o paulatinas que fueran; eran de una variedad casi infinita. Y el mayor beneficio mencionado en el libro era el siguiente: En la mayoría de los casos descritos, los que se vieron transformados eran personas desesperadas. En algún aspecto muy significativo de sus vidas, habían experimentado un fracaso total. Pues, eso se aplicaba perfectamente a mi caso. Sumido en un fracaso total, sin esperanza ni fe algunas, hice una súplica a un Poder Superior. En efecto, había dado el Primer Paso del programa actual de AA - "Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol; que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables." Y había dado también el Tercer Paso - "Decidimos entregar nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios, como nosotros La concebimos." Así me vi liberado. Era así de simple, y así de misterioso.

Estos descubrimientos me resultaban tan emocionantes que me uní inmediatamente a los Grupos Oxford. Pero para su gran consternación, yo insistía en dedicarme exclusivamente a los borrachos. Los del Grupo Oxford tenían dos motivos para sentirse molestos. Primero, ellos querían salvar a todo el mundo. Segundo, habían tenido poca suerte con los borrachos. En la época en que me uní al grupo, acababan de trabajar con un grupo de alcohólicos con resultados muy descorazonadores. Corría el rumor de que uno de estos borrachos impertinentemente había tirado un zapato por la costosa vidriera de la iglesia episcopaliana, vecina de la Sede del G.O. Ni tampoco se tomaban a bien mi reiterada declaración de que no se debería tardar mucho en conseguir que todos los borrachos del mundo lograran su sobriedad. Con razón me decían que tenía todavía una inmensa presunción.

Después de seis meses de enérgicos esfuerzos con veintenas de alcohólicos que yo encontraba en un refugio del vecindario y en el Hospital Towns, empecé a sospechar que los del Grupo Oxford tenían razón. Nadie había logrado su sobriedad por mis oficios. En Brooklyn, nuestra casa siempre estaba llena de bebedores; a veces hasta cinco borrachos vivían con nosotros. Un día, después de su trabajo, Lois, mi intrépida esposa, llegó a casa para encontrar a tres de nuestros huéspedes bien achispados. Los otros dos estaban en peor condición y metidos en una pelea violenta, dándose uno a otro golpetazos con trozos de madera. Aunque tales acontecimientos atrasaban un poco mi progreso, nunca perdí la convicción de que se podría encontrar el camino hacia la sobriedad. Y había un claro resquicio de esperanza. Mi padrino, Ebby, seguía precariamente manteniendo su sobriedad.

¿Por qué todos esos fracasos? Si Ebby y yo podíamos lograr nuestra sobriedad, ¿por qué los demás no podrían encontrarla también? No había duda de que algunas de las personas con quienes trabajábamos querían recuperarse. Pasamos días y noches especulando sobre por qué nuestros intentos tenían tan poco resultado. Tal vez nuestros candidatos no podían aguantar el rigor espiritual de los cuatro absolutos del Grupo Oxford - la honradez, la pureza, la generosidad y el amor. De hecho, algunos de los alcohólicos nos habían dicho que ahí se encontraba la pega. La presión implacable a la que se veían sujetos para reformarse de la noche a la mañana les hacia subir al cielo e ir volando durante unas cuantas semanas para después volver brusca y ruinosamente a la tierra. Además, se quejaban de otro tipo de coacción - algo que los del Grupo Oxford llamaban "orientación para los demás." Un "equipo" compuesto de miembros no-alcohólicos del grupo se reunían con un alcohólico y, después de un "tiempo callado," le proponían algunas instrucciones muy específicas en cuanto a cómo el alcohólico debería llevar su propia vida. Por agradecidos que estuviéramos a nuestros amigos del G.O., a veces este consejo nos era difícil de tragar. Obviamente, estos métodos tenían algo que ver con los muy frecuentes reveses que había.

Pero esto no constituía la única razón por los fracasos. Al haber pasado algunos meses, me di cuenta de que los problemas se debían principalmente a mi. Yo había llegado a ser muy agresivo, y muy engreído. Me dilataba mucho acerca de mi súbita experiencia espiritual, como si fuera algo muy especial. Había desempeñado un papel doble, de maestro y de predicador. Al hacer mis exhortaciones, se me había olvidado el aspecto médico de nuestra enfermedad, y había hecho caso omiso de la necesidad del desinflamiento profundo, necesidad que tanto había recalcado William James. No nos estábamos valiendo de la almádena que el Dr. Silkworth tan providencialmente nos había dado.

Finalmente, un día el Dr. Silkworth me cortó las alas y me hizo ver las cosas en su justa proporción. Me dijo, "Bill, ¿por qué no dejas de hablar tanto de aquella experiencia de luz arrolladora? parece una locura. Aunque sigo convencido de que una mejor moralidad es la única cosa que hará posible recuperarse verdaderamente a los alcohólicos, creo que estás empezando la casa por el tejado. Lo cierto es que toda esta exhortación moral no tendrá el menor efecto en los alcohólicos hasta que no se convenzan de la necesidad de reconocerla. En tu lugar, les expondría primero los hechos médicos. Aunque nunca me ha servido para nada el explicarles las funestas consecuencias de su enfermedad, es posible que tuviera otros resultados si tú, una vez un alcohólico desahuciado, fueras quien les anunciara las malas noticias. Debido a que tú te identificas naturalmente con los alcohólicos, es posible que les puedas tocar como yo no lo puedo hacer. Háblales de las duras realidades médicas primero y hazlo despiadadamente y sin rodeos. Puede que así se ablande su resistencia basta tal punto que puedan aceptar los principios que realmente les ayuden a recuperarse."

Poco tiempo después de esa conversación de importancia histórica, me encontré en Akron, Ohio, metido en un asunto de negocios que enseguida fracasó. Yo estaba solo en el pueblo, y muerto de miedo de volver a emborracharme. Ya no era ni maestro ni predicador, no era más que un alcohólico consciente de tener necesidad de otro alcohólico tanto como éste podría tener necesidad de mi. Espoleado por este impulso, pronto me vi en compañía del Dr. Bob. Me di cuenta inmediatamente de que el Dr. Bob sabía más que yo de lo espiritual. Además, él también había estado en contacto con los Grupos Oxford. No obstante, por alguna que otra razón, no podía lograr su sobriedad. Conforme al consejo del Dr. Silkworth, me valí de la almádena médica. Le expliqué lo que era el alcoholismo, y las infaustas consecuencias que podría acarrear. Aparentemente, esto le causó un impacto al Dr. Bob. El 10 de junio de 1935, dejó de beber y nunca volvió a tomarse un trago. En 1939, cuando la historia del Dr. Bob se publicó por primera vez en el libro Alcohólicos Anónimos, aparecía un párrafo en itálicas. Refiriéndose a mí, él dijo: "Sumamente más importante fue el hecho de que él fuera el primer ser humano con quien yo hablaba que supiera por experiencia personal de lo que estaba hablando cuando se refería al alcoholismo."

El Dr. Silkworth nos había suministrado el eslabón que nos faltaba, sin el cual la cadena de principios que, desde entonces, se han forjado para formar nuestros Doce Pasos nunca se podría haber completado. Allí mismo, saltó la chispa que iba a convertirse en Alcohólicos Anónimos.

Durante los tres años siguientes a la recuperación del Dr. Bob, nuestros crecientes grupos de Akron, Nueva York y Cleveland iban elaborando el llamado programa de palabra de nuestros días pioneros. A medida que empezábamos a formar una Sociedad distinta del Grupo Oxford, comenzamos a enunciar nuestros principios más o menos así:

1. Admitimos que éramos impotentes ante el alcohol.

2. Logramos ser sinceros con nosotros mismos.

3. Logramos ser sinceros con otra persona, en quien depositamos nuestra confianza.

4. Hicimos reparaciones por los daños causados a otros.

5. Trabajamos para ayudar a otros alcohólicos sin exigir prestigio o dinero.

6. Rezamos a Dios para que nos ayudara a hacer estas cosas lo mejor que pudiéramos.

Aunque cada uno de nosotros abogaba por estos principios según su propio gusto o capricho, y aunque los de Akron y Cleveland seguían aferrándose a los principios absolutos del G.O. de honradez, pureza, generosidad y amor, esto fue la esencia del mensaje que les pasábamos a los recién llegados hasta 1939, año en que pusimos por escrito nuestros actuales Doce Pasos.

Recuerdo muy bien la tarde en que se redactaron los Doce Pasos. Yo estaba tumbado en la cama, sintiéndome bastante descorazonado y sufriendo uno de mis imaginarios ataques de úlcera. Se habían esbozado cuatro capítulos del libro Alcohólicos Anónimos y se habían leído en las reuniones de Akron y de Nueva York. Nos dimos cuenta muy pronto de que todo el mundo quería ser autor. Las riñas acerca de lo que debería ser el contenido de nuestro libro eran tremendas. Por ejemplo, algunos querían un libro puramente sicológico, que atrajera a los alcohólicos sin asustarles. Más tarde podríamos hablarles del "asunto de Dios." Unos cuantos, encabezados por nuestro estupendo amigo sureño, Fitz M., querían un libro más bien religioso, con una buena dosis del dogma que habíamos ido recogiendo por las iglesias y las misiones que habían tratado de ayudarnos. Cuanto más estruendosos eran esto argumentos, más me sentía en el punto medio. Parecía que yo no iba a ser el autor. Iba a ser un mero árbitro que decidiría cuál seria el contenido del libro. No obstante, esto no quería decir que no hubiera un gran entusiasmo por la empresa. Cada uno de nosotros se sentía tremendamente entusiasmado por la posibilidad de llevar nuestro mensaje a todos los incontables alcohólicos que aun no nos conocían.

Al haber llegado al Quinto Capítulo, nos parecía que ya había llegado la hora oportuna de enunciar lo que era en realidad nuestro programa. Recuerdo haber repasado en mi mente las frases del programa de palabra que eran en aquel entonces de uso corriente. Al tenerlas apuntadas, vi que correspondían a los seis principios anteriormente enumerados. Entonces, me sobrevino la idea de que nuestro programa debería ser enunciado de una forma más clara y exacta. Habría que tener una serie de principios bien precisos para nuestros lectores lejanos. Dada la capacidad del alcohólico para justificarse, el texto tendría que estar a toda prueba. No podíamos ofrecerle ninguna escapatoria al lector. Además, un enunciado más comprensivo y detallado nos ayudaría cuando redactáramos los siguientes capítulos, en los que tendríamos que exponer exactamente cómo se debería practicar el programa de recuperación.

Al fin me puse a escribir sobre un bloc barato de papel amarillo. Dividí nuestro programa de palabra en partes más pequeñas y, al mismo tiempo, fui ampliando considerablemente su alcance. Aunque me sentía muy poco inspirado, para mi gran sorpresa, tardé poco tiempo - tal vez una media hora - en establecer ciertos principios, los cuales, al contarlos, resultaron ser doce. Y, por alguna razón inexplicable, había puesto la idea de Dios en el Segundo Paso, casi al principio. Además, me había referido a Dios muy a menudo en los demás Pasos. Incluso sugería en uno de los Pasos que el recién llegado se pusiera de rodillas.

Cuando presenté este documento en nuestra reunión de Nueva York, las protestas fueron muchas y muy ruidosas. A nuestros amigos agnósticos no les gustaba en absoluto la idea de arrodillarse. Otros decían se hablaba demasiado de Dios. Y, ¿por qué debería haber Doce Pasos, si antes teníamos cinco o seis? Mantengámoslo sencillo, dijeron.

Pasamos varios días y noches metidos en estas acaloradas discusiones. Pero tuvieron muy buenas consecuencias para Alcohólicos Anónimos. Nuestro contingente de agnósticos, encabezado por Hank P. y Jim B., acabaron convenciéndonos de la necesidad de hacerlo más fácil para las personas como ellos, empleando tales términos como "un Poder Superior" y "Dios como nosotros Lo concebimos." Esas expresiones, como bien sabemos hoy día, han resultado ser salvavidas para muchos alcohólicos. Nos han hecho posible a miles de nosotros dar un comienzo que no hubiéramos podido dar si hubiéramos dejado los Pasos como los escribí originalmente. Afortunadamente para nosotros, no se hizo ningún otro cambio en el borrador original y el número de Pasos seguía siendo doce. Poco sospechábamos en aquel entonces que nuestros Doce Pasos tendrían muy pronto la aprobación de los clérigos de todas las religiones e incluso de nuestros amigos más recientes, los siquiatras.

Este pequeño fragmento de la historia debe convencer incluso al más escéptico de que nadie inventó Alcohólicos Anónimos.

Simplemente brotó y creció - por la gracia de Dios.

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