LECTURA Y REFLEXIÓN: LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES
15 DE AGOSTO DE 2008
"SI DEUS NOBISCUM QUIS CONTRA NOS" |
Orden de Caballería de Notre Dame de Sion y del Santo Espíritu Santa María en Jerusalén (HOL 070 - HOL 071) |
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 15 de Agosto de 2008 A.D.
Festividad de la Asunción de la Virgen María
Asunción de la Santísima Virgen María
I
“El último enemigo aniquilado será la muerte”(1 Co 15, 26)
Estas palabras de San Pablo, nos ayudan a comprender el significado de la solemnidad que hoy celebramos.
En María, elevada al cielo al concluir su vida terrena, resplandece la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado de Adán.
Cristo, el "nuevo" Adán, derrotó a la muerte, ofreciéndose como sacrificio en el Calvario, con actitud de amor obediente al Padre. Así, nos ha rescatado de la esclavitud del pecado y del mal.
En el triunfo de la Virgen, contemplamos a la Mujer que el Padre eligió como verdadera Madre de su Hijo unigénito, asociándola íntimamente al designio salvífico de la Redención.
Es porque María es signo consolador de nuestra esperanza. Al fijar nuestra mirada en ella, arrebatada al júbilo del ejército de los ángeles, toda la historia humana, mezcla de blancos y grises, se abre a la perspectiva de la felicidad eterna. Si la experiencia diaria nos permite comprobar cómo la peregrinación terrena está marcada por la incertidumbre y la lucha, la Virgen elevada a la gloria del Padre nos asegura que jamás nos faltará la protección divina.
“Una gran señal apareció en el cielo: Una mujer vestida de sol”(Ap 12, 1)
Contemplemos a María, amadísimos hermanos y hermanas, en este día tan importante para la devoción del pueblo cristiano.
El extraordinario prodigio de la asunción de la Madre de la Paz, hecho divino que nos induce a elevar nuestro sentir y pensar por encima de las cosas mundanas, nos invita a mirar hacia lo alto.
Desde la Patria definitiva ella nos espera, acompañándonos en el día a día en el transitar el camino de la Verdad y la Justicia: El camino señalado y transitado por el mismo Jesús.
II
De las revelaciones privadas realizadas a Santa Isabel de Schoenau (1129-1164), a Santa Brígida de Suecia (1307-1373), a la Venerable Sor María de Agreda (1602-1665) y a la Venerable Ana Catalina Emmerich (1774-1824): Testimonios recopilados en el libro «La Vida de María vista por los Místicos».
III
La Santísima Virgen María supo cuándo iba a morir y supo que iba a morir en oración y recogimiento. Al conocer esto, pidió a su Hijo la presencia de los Apóstoles para la ocasión. Así, por avisos especiales del Cielo, los Apóstoles comenzaron a reunirse en Jerusalén.
La mañana del día de su partida, la Madre de Dios convocó a los Apóstoles y a las santas mujeres al Cenáculo. La Virgen se arrodilló y besó los pies de Pedro y tuvo una emotiva despedida con cada uno de los otros once, pidiéndoles la bendición. A Juan agradeció con especial afecto todos los cuidados que había tenido para con ella.
Las palabras de despedida de la Señora causaron honda pena y ríos de lágrimas a todos los presentes y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron.
IV
Aprobó Cristo nuestro Salvador este último sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. En este momento solemne, los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos del Cantar de los Cantares y otros nuevos. Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de un resplandor admirable. La presencia del Señor fue percibida por varios de los Apóstoles; los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron los Apóstoles, los discípulos y muchos otros fieles que allí estaban.
Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima en su lecho, puestas las manos juntas sobre su pecho y los ojos fijos en su Hijo santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Siente la Madre de Dios un abundante influjo del Espíritu Santo que invade todo su cuerpo. Las fuerzas que se le iban eran reemplazadas por una fuerza de Amor. El Amor excedía la capacidad de su cuerpo. Y en esa entrega de Amor, sucede la dormición de la Madre de Dios: sin esfuerzo alguno, su alma abandona el cuerpo y María queda como dormida.
Las facciones de la Virgen Santísima se transfiguran: parecía totalmente inflamada con el fuego de la caridad seráfica, en su bellísimo semblante apareció una expresión de gozo celestial, acompañada de una suave sonrisa. Los presentes no sabían si realmente se había muerto. Todo era tan hermoso y suave que no era posible asociarlo con una muerte.
El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí una admirable y nueva fragancia, mientras yacía rodeado de miles de Ángeles de su custodia. El fulgor que irradiaba la Virgen María era el Espíritu Santo. Fue una manifestación especial que mostraba la grandeza de la Madre de Dios, poniéndose de manifiesto lo que había estado siempre escondido por la grandísima humildad de la más humilde de las criaturas.
Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo por las maravillas que veían, quedaron como absortos por un tiempo y luego cantaron himnos y salmos en obsequio a su Madre. No sabían qué hacer con ella, pues continuaba el fulgor y el aroma exquisito. La cubrieron con un manto, pero sin taparle el rostro, como era la costumbre con los demás muertos. Había una barrera luminosa que impedía que se acercaran, mucho menos tocarla.
Para los Apóstoles fue un momento de infusión del Espíritu Santo, pues se habían vuelto a sentir abandonados. Para todos los demás fue un acontecimiento de grandes gracias.
La luz radiante que despedía, impedía ver el cuerpo de la Santísima Virgen. Pedro y Juan toman cada lado del manto sobre el cual estaba reclinada y levantan el cuerpo de María, dándose cuenta que era mucho más liviano de lo esperado. Así lo colocan en una especie de ataúd ... era como una caja. El resplandor traspasaba la caja.
Casi todo Jerusalén acompañó el cortejo fúnebre, tanto judíos como gentiles, para presenciar esta maravillosa novedad. Los Apóstoles llevaban el sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios, partiendo hacia las afueras de la ciudad, al sepulcro preparado en Getsemaní. Este era el cortejo visible.
V
Pero además de éste, había otro invisible de los cortesanos del Cielo: en primer lugar iban los miles de Ángeles de la Reina, continuando su música celestial, que los Apóstoles, discípulos y otros muchos podían escuchar, música que continuó durante el tiempo de la procesión y mientras el cuerpo permaneció en el sepulcro.
Descendieron también de las alturas otros muchos millares o legiones de Ángeles, con los antiguos Patriarcas y Profetas, San Joaquín y Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que del Cielo envió nuestro Salvador Jesucristo para que asistiesen a las exequias y entierro de su beatísima Madre.
VI
Llegados al sitio donde estaba preparado el privilegiado sepulcro de la Madre de Dios, los mismos dos Apóstoles, Pedro y Juan, sacaron el liviano cuerpo del féretro, y con la misma facilidad y reverencia lo colocaron en el sepulcro. Juan lloraba y Pedro también. No querían dejarla. Era dejar a aquélla que los mantenía unidos al Señor. Era su Madre.
Cubrieron el cuerpo con el manto y cerraron el sepulcro con una losa, conforme a la costumbre de otros entierros. Los Ángeles de la Reina continuaron sus celestiales cantos y el exquisito aroma persistía, mientras se podía percibir el fulgor que salía del sepulcro.
Los Apóstoles, los discípulos y las santas mujeres oraban con mucho fervor, con mucha confianza, con mucho amor.
VII
El Padre y el Espíritu Santo aprobaron este decreto por el cual el Hijo le pedía al Padre un sitio especial para su Madre al lado de la Trinidad Santísima, como Madre y como Reina, para que así como El había recibido de Ella su humanidad, recibiera ella ahora de Él su gloria.
VIII
Luego la purísima alma de la Reina con el imperio de Cristo su Hijo santísimo, entró en el virginal cuerpo y le reanimó y resucitó, dándole nueva vida inmortal y gloriosa, comunicándole los cuatro dotes de claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza (1), correspondiente a la gloria del alma, de donde se derivan a los cuerpos.
Con estos dotes salió en alma y cuerpo del sepulcro María Santísima, extremadamente radiante, gloriosamente vestida y llena de una belleza indescriptible, sin que quedara removida ni levantada la piedra con que estaba cerrada la fosa.
IX
X
Con estas glorias llegó María Santísima en cuerpo y alma al trono de la Beatísima Trinidad, y las Tres Divinas Personas la recibieron con un abrazo indisoluble.
Allí quedó absorta María Santísima entre las Divinas Personas y como anegada en aquel océano interminable y en el abismo de la Divinidad. Los Santos, llenos de admiración, se llenaron de nuevo gozo accidental. Era una gran fiesta en el Cielo.
XI
Mientras tanto, aquí abajo, al lado del sepulcro, Pedro y Juan perseveraban junto con otros en la oración, no sin lágrimas en los ojos. Al día tercero reconocieron que la música celestial había cesado, e inspirados por el Espíritu Santo coligieron que la purísima Madre había sido resucitada y llevada en cuerpo y alma al Cielo, como su Hijo amadísimo.
En la mañana de la Asunción de la Santísima Virgen al Cielo, estaban Pedro y Juan decidiendo si abrir o no el sepulcro. Llegó Tomás de Oriente en esa hora. Al informársele que ya María Santísima había dejado el mundo de los vivos, Tomás en medio de grandes llantos, suplicaba que le enseñaran por última vez a la Madre de su Señor.
Pedro y Juan, con gran veneración procedieron a retirar la piedra. Entraron.
No estaba ya en el sepulcro: sólo quedaron el manto y la túnica. Juan salió a anunciar a todos que la Madre se había ido con su Hijo.
XII
Allá en el Cielo glorioso, mientras la Santísima Virgen María se encontraba postrada en profunda reverencia ante la Santísima Trinidad y absorta en el abismo de la Divinidad, las Tres Divinas Personas pronuncian el decreto de la Coronación de la Madre de Dios, y María, la más humilde de las criaturas, considerábase inmerecedora de semejante reconocimiento.
Dicho esto, la Santísima Trinidad solemnemente colocó sobre su cabeza inclinada de María una esplendorosa y grandiosa corona de múltiples y brillantes colores que representan las gracias que recibimos a través de Ella por Voluntad del Dios.
Así, el Padre le entrega todas las criaturas y todo lo creado por Él.
El Hijo le entrega todas las almas por Él redimidas.
Y el Espíritu Santo todas las gracias que Él desea derramar sobre la humanidad, porque todas nuestras cosas son tuyas, como tú siempre fuiste nuestra.
El Padre Eterno anuncia a los Ángeles y Santos en medio de esa Fiesta Celestial que sería Ella quien derramaría todas las gracias sobre el mundo, que nada de lo que Ella pidiera le sería negado a quien era Reina del Cielo y de la Tierra.
Oración
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Dios te Salve María, llena eres de gracia.
El Señor es contigo.
Bendita tú eres entre todas las mujeres
Y bendito es el fruto de tu vientre Jesús.
Santa María Madre de Dios
Ruega por nosotros pecadores
Ahora y en la hora de nuestra muerte
Amén.
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Que la Madre y Reina de la Paz, esté siempre con todos ustedes.
FIRMA POR LA PRIEURÈ DE SION:
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S.E.R. e Ilma., S.M.R. Mons. Dr. NICOLÁS GUARAGNO
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46to Soberano Gran Profeta General de Sion y Virrey Imperial para Occidente Gran Mariscal General de Campo al Servicio de San Santiago Apóstol de la Sacra e Imperial Orden Mística y Militar de Caballería de la Prieurè de Sion |