En el centenario del electrón

Carlos Sánchez del Río

Se cumple ahora un siglo de la identificación del electrón. Es una partícula con carga eléctrica negativa y cuya masa es unas mil veces menor que la del más ligero de los átomos. Es parte esencial de toda la materia que percibimos y de la cual estamos hechos nosotros mismos. Las propiedades de los átomos, de las moléculas, de los sólidos y de los demás estados de agregación de­penden de los atributos del electrón. Los procesos químicos que mantie­nen y perpetúan la vida son también consecuencia de los mencionados atributos. Por todo ello no es exage­rado afirmar que el descubrimiento del electrón es un acontecimiento histórico que cambió nuestra con­cepción del mundo. También afectó a nuestra vida diaria porque dio ori­gen al conjunto de técnicas que de­signamos con el nombre genérico de electrónica.

A pesar de tan transcendentales consecuencias teoréticas y prácti­cas ni hace cien años se dieron cuenta de la importancia del elec­trón ni hoy se recuerda este cente­nario como se merece; parece me­nos importante que cualquier acon­tecimiento político, literario o artístico que sucedió en 1897 y cuyo interés es tal vez solo local. La actitud de hace un siglo se entiende porque no podían entonces anticipar el futuro. La ignorancia actual es simplemente la consecuencia de que nuestras clases cultas no prestan atención a lo que no conocen. Y tal vez los científicos somos responsables por­que no nos esforzamos en explicar los hechos y conceptos de las cien­cias de manera que se entiendan.

Un centenario es una buena ocasión para intentarlo.

 Ell descubrimiento del electrón, como la mayor parte de los grandes acontecimientos científicos, tiene an­tecedentes. Desde la invención de la pila eléctrica por Alessandro Volta en 1800 se utilizó la electrólisis para descomponer el agua y como vía para el descubrimiento de nuevos elementos químicos como el sodio, el potasio, el bario, el calcio, el es­troncio y el magnesio. La descompo­sición electrolítica de las sustancias fue estudiada sistemáticamente por Michael Faraday en 1834 y aunque el proceso no estaba claro se admi­tió desde entonces que la electrici­dad era de algún modo un constitu­yente de la materia.

Por otra parte se fue aceptando a lo largo del pasado siglo que la ma­teria es discontinua y está formada por átomos. La idea era antiquísima y había sido propuesta por Leucipo y Demócrito de Abdera hace veinti­cinco centurias pero en 1803 John Dalton añadió algo nuevo y esencial: cada átomo de un elemento químico tiene una masa fija y característica de dicho elemento. Admitiendo que las moléculas son combinaciones de átomos y la hipótesis de Dalton junto con otras ideas que no es preciso mencionar ahora fue posible el gran avance de la química a partir de 1860.

Conviene también recordar que un experimento de Henry Rowland en 1876 demostró que una carga eléctrica en movimiento produce un campo magnético lo que prueba que las corrientes eléctricas son car­gas que circulan por los alambres conductores tal como pensaba An­dré Marie Ampere desde 1825; pa­recía por tanto que los alambres de­bían contener cargas eléctricas.

Por todos estos motivos muchos físicos empezaron a dudar del ca­rácter continuo de lo que se seguía llamando el «fluido» eléctrico desde el siglo de las luces. Hermann von Helmholtz afirmaba en 1881 que si admitimos los átomos es inevitable pensar que la electricidad, tanto la positiva como la negativa, debe es­tar dividida en cuantos fijos elemen­tales.

La idea de la discontinuidad de la carga eléctrica quedó reforzada por el mecanismo de la electrólisis propuesto en 1884 por Svante Arrhe­nius. Guiado por el descenso anó­malo del punto de congelación de las disoluciones electrolíticas, con­cluyó que por la sola disolución se produce una disociación de las mo­léculas en iones cargados eléctri­camente y en la electrólisis estos iones son portadores de carga hacia los electrodos. Consecuentemente George Stoney propuso en 1891 lla­mar electrón a la unidad natural de carga eléctrica que transporta un ion monovalente.

. Parecía natural que esta unidad natural de carga eléctrica estuviese asociada a alguna partícula material y por eso y sin esperar a su posible descubrimiento, desarrolló Hendrik y Antoon Lorentz la teoría de los elec­trones a partir de 1892. Estudió el movimiento de los electrones en campos eléctricos y magnéticos y la producción de éstos por aquellos. En 1896 aplicó con éxito la teoría al efecto observado por su discípulo Pieter Zeeman: las líneas de un es­pectro óptico se desdoblan si la fuente luminosa se somete a un campo magnético intenso. El fenó­meno se explica, por lo menos en los casos sencillos si se acepta que la luz se emite por electrones que se mueven dentro de los átomos.

La identificación experimental del electrón, sin embargo, se produjo como resultado de experimentos re­lacionados con la conducción de la electricidad por gases como vamos a ver.

Ya en el siglo XVIII se producían descargas eléctricas en ampollas de vidrio provistas de electrodos y en cuyo interior se encontraba el aire a presión reducida. Con este dispositi­vo que llamaban huevo eléctrico o huevo filosófico se observaban be­llos colores que llamaban mucho la atención en los salones de los ilus­trados pero cuyo significado nadie comprendió.

El estudio científico de las des­cargas eléctricas en gases solamen­te comenzó a partir de la invención de la bomba de vacío de mercurio por Heinrich Geissler en 1855. Se pudieron construir desde entonces tubos de descarga con gases varios a presión reducida, entre cuyos electrodos se aplicaban altas tensio­nes producidas con carretes de in­ducción. Los primeros tubos de esta clase fueron usados en 1859 por Ju­lius Plücker que descubrió la fluores­cencia del vidrio en la región situada frente al cátodo y estudió los espec­tros de la luz que se producía en las descargas.

Diez años más tarde, Johann Hit­torf descubrió que la citada fluores­cencia es debida a alguna radiación que procede del cátodo y se propa­ga en línea recta como probó inter­poniendo obstáculos que producen sombras. En 1876, Eugen Goldstein denominó rayos catódicos a esta ra­diación. Brillantes fueron las expe­riencias de William Crookes en 1879; demostró que los citados rayos sur­gen en dirección perpendicular a la superficie del cátodo. Pueden con­centrarse con un cátodo cóncavo y son desviados por los campos mag­néticos. El descubrimiento más transcendental ocurrió en 1895 cuando Wilhelm Róntgen detectó los rayos X que surgen al chocar los ra­yos catódicos con la materia.

 En cuanto a la naturaleza de los propios rayos catódicos se defen­dían en 1895 dos doctrinas distintas. Para unos era una nueva especie de luz. Otros pensaban que se trataba de partículas cargadas eléctrica­mente. Esta segunda hipótesis que­dó reforzada por Jean Perrin que re­cogió los susodichos rayos en una caja metálica y comprobó que ésta se cargaba negativamente.

La prueba definitiva del carácter corpuscular de los rayos catódicos consistió en la serie de experimentos de Joseph John Thomson publica­dos en 1897. Extrajo Thomson los ra­yos catódicos de un tubo a través de una rendija a potencial de tierra de manera que disponía de una haz limpio de rayos en un recinto situado al otro lado de la rendija. De este modo pudo detectar su carga eléc­trica, medir calorimétricamente su energía, y desviar los rayos por cam­pos magnéticos y también eléctri­cos. Así mostró que los rayos catódi­cos están constituidos por partículas cargadas, negativamente cuya rela­ción carga/masa determinó y que re­sultó ser independiente del gas usa­do en la descarga. Además la rela­ción carga/masa era unas mil veces mayor que la razón que corresponde a un ion de hidrógeno en el proceso electrolítico. Suponiendo que tanto las partículas que constituyen los ra­yos catódicos como los iones de hi­drógeno de la electrólisis son porta­dores de la misma unidad elemental de carga eléctrica, la masa de aque­llas debe ser unas mil veces menor que la de los átomos de hidrógeno. De este modo se identificaron estas nuevas partículas cargadas negati­vamente con los esperados electro­nes y cuya masa es, según medidas posteriores, 1836 veces menor que la del protón.

Como en cualquier descarga ga­seosa aparecen idénticos electrones fue desde el principio evidente que estas partículas existen en el interior de todos los átomos. Los átomos de­ben estar formados por electrones y por algún otro elemento cargado po­sitivamente puesto que los átomos son eléctricamente neutros. Este enigmático elemento positivo fue di­fícil de encontrar. Hubieron de pasar catorce años hasta que en 1911descubrió Ernest Rutherford el nú­cleo atómico masivo y cargado con electricidad positiva. A partir de en­tonces conocemos la estructura de los átomos y este fue el punto de partida de gran parte de la física, de la química y hasta de la biología de nuestro siglo. Tal ha sido la transcendencia del descubrimiento del electrón en nuestro conocimiento de la naturaleza.

Curiosamente la aplicación prác­tica de los electrones fue anterior al conocimiento de los átomos. La emi­sión termoiónica de electrones por metales incandescentes había sido observada casualmente por Thomas Edison en 1883 y estudiada científi­camente en 1903 por Owen Richard­son el cual comprobó que todo sucede como si los electrones se evaporasen de los metales muy ca­lientes.

Este proceso es la mejor fuente de electrones y se utilizó desde los primeros años de este siglo para la fabricación de los tubos de rayos X que pronto se empezaron a emplear profusamente en medicina; en tales aparatos los electrones procedentes de un filamento incandescente se aceleran y enfocan eléctricamente sobre un anticátodo de metal pesa­do donde se generan los rayos X.

Los electrones procedentes de un filamento incandescente sirvieron también para la construcción en 1904 de un diodo rectificador de co­rriente eléctrica por John Fleming. El sistema consiste en un filamento in­candescente y una placa metálica próxima, ambos dentro de una am­polla de vidrio vacía; sólo circula corriente cuando la placa es positiva y el filamento negativo porque en caso contrario los electrones son repeli­dos por la placa.

Dos años después, en 1906, Lee de Forest añadió una rejilla. entre el filamento y la placa del rectificador para controlar su corriente con lo cual consiguió el triodo amplificador. Este artificio fue la base de la indus­tria electrónica (radio, televisión, etc.) hasta la invención del transistor en 1948. 

Este artículo de mi Profesor Dr. D. Carlos Sánchez del Río fue publicado en el Volumen 11, nº3, 1997 de la Revista Española de Física

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